RESEÑA
Tachas 550 • Rogelio Cuéllar, el protagonista ausente [I] • Carlos Ulises Mata
Carlos Ulises Mata

El principio de exclusión
Destino singular el del fotógrafo: mostrar el mundo a sus semejantes, darles a ver la realidad próxima o remota, echar luz sobre las franjas ocultas o poco conocidas del espacio compartido, y cumplir esas tareas actuando desde el único emplazamiento que la cámara no puede recoger: el punto situado detrás de ella.
Pronto ha de quedar claro que no hablo aquí de una estrategia de ocultamiento: la exclusión del fotógrafo de su obra, además de una determinación física, constituye una toma de posición a la vez ética y narrativa, una lección de desprendimiento y de humildad.
De esa manera, por definición, el fotógrafo se instala del lado de la realidad que la fotografía no recoge, oculto tras la cortinilla negra adosada a las viejas cámaras de cajón, asomado al cuadro mínimo del visor, como quien espía por una cerradura, situado atrás del parapeto apenas horadado de su equipo.
La firme adhesión a ese antiguo principio (“la fotografía excluye al fotógrafo”) explica de buena manera el trabajo abundantísimo de Rogelio Cuéllar, nacido en 1950, cuya exposición “Cartografía del instante” —exhibida desde octubre pasado en el Museo Palacio de los Poderes y que podrá verse hasta el 11 de febrero de 2024— presenta una visión sumaria de su trayectoria de medio siglo, ordenada en cuatro secciones: los retratos de creadores de la literatura y las artes visuales; las fotografías hechas en Guanajuato, especialmente como parte de su añeja presencia en el Festival Internacional Cervantino; el paisaje urbano; y el desnudo.
Y digo que tal principio define su trabajo porque Rogelio Cuéllar, en la encrucijada vital entre mostrarse a sí mismo y mostrar lo que ve, sin apenas dudarlo eligió la segunda opción y desde hace cincuenta años ha persistido en ella, contrariando de esa manera la vana tentación del autorretrato y, todavía con más firmeza, la turbia tentación de la “selfi”, esa horrible costumbre de estorbar la visión del mundo (una montaña, un río, un rostro, una cascada, un cuerpo desnudo) mediante la obsesiva interposición del yo del fotógrafo.
Con todo y eso, Rogelio Cuéllar no es ningún desconocido. De hecho, diría incluso que es una celebridad, la más aterrizada, normal y accesible que pueda imaginarse, al punto que a una buena cantidad de personas le resultan identificables sus rasgos: el rostro rubicundo y lleno de pliegues; la línea larga y ancha de los labios encarnados; la melena abundante y blanca que baja en cascada hacia los hombros y la espalda; la figura compacta, ágil e inquieta de cuyo cuello cuelga siempre sobre el pecho la poderosa cámara Nikon con trompa de elefante o la concisa Leica.
Eso nadie lo negará, como tampoco puede negarse una evidencia: son más conocidas sus obras que él mismo, hasta el grado de ser muchas de ellas incluso “famosas” y justamente célebres. Doy sólo dos ejemplos, entre cientos. Miles y acaso millones de personas guardan en la memoria la extraordinaria fotografía de José Emilio Pacheco intentando escapar del incendio alejandrino de su biblioteca, lo mismo que la estampa de Octavio Paz al llegar o abandonar (nadie podría decirlo) la selva urbana de su departamento de Río Guadalquivir, esquina con Paseo de la Reforma, sin saber para nada que su autor se llama Rogelio Cuéllar.

El aire perdurable del retrato
En la apertura de su gran exposición en Guanajuato, Rogelio Cuéllar contó que ha retratado a más de mil personalidades de la cultura mexicana y mundial, entre poetas, cuentistas, pintores, escultores, diseñadores, arquitectos, antropólogos, editores, dramaturgos, músicos, críticos, directores escénicos, historiadores y filósofos de una docena de nacionalidades.
El elenco de sus retratados es tan copioso que resultaría más sencillo establecer una lista manejable de los creadores vivos y activos durante el último medio siglo que no han posado para él. Así las cosas, si se propusiera el ejercicio de reunir en un solo lugar los libros (poemarios, novelas, ensayos, sinfonías), los cuadros, esculturas y en general las obras relevantes realizadas por los creadores y pensadores que Cuéllar ha retratado, el sitio de acopio de esas piezas se convertiría de inmediato en un museo impecable del arte y la cultura mexicana, en cuyo interior podríamos recluirnos a leer y a gozar durante varias vidas enteras.
Una conjetura ligada a la anterior consistiría en citar bajo un mismo techo a los artistas que protagonizan los retratos de Cuéllar: a esa muchedumbre sería imposible ofrecerle por lo menos un vaso de agua para refrescarse mientras se lee la lista de sus nombres eminentes. Y sin embargo, la conjetura no es del todo irreal: esa espléndida congregación de talento y sensibilidad, de vivos y muertos, está reunida in aeternum en el archivo del fotógrafo, formado por más de 250 mil imágenes.
Mejor que eso, una asamblea representativa de las figuras retratadas por Cuéllar forma parte de la muestra exhibida hasta febrero en el Museo Palacio de los Poderes. La sala que los aloja nos permite asomarnos a múltiples escenas conmovedoras (pongo en pobres palabras algunas de ellas):
Olga Costa habita naturalmente el cuadro que le sirve de marco; Juan Soriano esquiva sentado al toro tierno que circula a sus espaldas; Carlos Mérida se cubre del sol de sus colores detrás de los pliegues de su rostro casi centenario, se despide, se muere; debajo de la tormenta de su enredada cabellera y de los surcos de su frente, Francisco Toledo declara mudo su extrañamiento primigenio; Ricardo Martínez descubre su desnudez flanqueado por dos de sus diosas pintadas; Arturo Rivera se amuralla detrás de sus botes de pinceles, afilados como bisturís; Raúl Anguiano se muestra en paz y en miniatura en el centro del torbellino de sus bocetos; Fernando Benítez interroga a la esfinge prehispánica; Luis Nishizawa nos mira dos veces: desde su banco de pintor y desde el autorretrato que lo corona; Borges exhibe con inocencia de niño la transparencia de sus pupilas infructuosas; Alí Chumacero aplaca con su reciedumbre el canto demasiado colorido de las aves del paraíso; Juan Rulfo se retrae hasta cubrirse bajo la frescura de su sombra, situado entre dos puertas del mismo laberinto; Carlos Fuentes se hunde entre libros propios y ajenos sin dejar nunca de sonreír; Natalia Toledo se hace raíz, se extiende en ramas; Julio Cortázar mimetiza su cuerpo nudoso con el de la ceiba que lo cubre y lo acaba de parir; Sergio Hernández mira temeroso al espectador, arrinconado en la celda de sus trazos; Salvador Elizondo fuma mientras lee y su dedo cordial es una tiza más viva que la del cigarro; Carmen Parra se aloja bajo las alas aéreas de un ángel convocado por sus pinceles; embarcado en una nave que se hunde, Álvaro Mutis se asoma lúcido a la foto apenas iluminada por el cuadro de luz de una escotilla; un viento abstracto mueve la crin desordenada de Juan José Arreola, por un instante convertido en el caballo del ajedrez que proyecta mover sobre el tablero; la “China” Mendoza cruza la pierna del recato sobre la pierna de la seducción; José Luis Cuevas lanza una fría mirada diagonal a través de las figuras contrahechas del mundo; Efraín Huerta reza sin voz; Gustavo Monroy ya no quiere ver más; Cioran se arrepiente de lo escrito, de haber escrito; José Chávez Morado sonríe al descubrirse señalado por la mano derecha de Miguel Hidalgo; inaudible, Rosario Castellanos alza la mano izquierda para abrir una puerta de la vitrina de su soledad; Cristina Pacheco (quien nos acaba de dejar hace días) se inventa como gimnasta; ante un ventanal de Cuernavaca, Elsa Cross recibe el bautismo de la luz; en pleno carnaval, Juan Vicente Melo danza sobre el teclado de su Olivetti mínima; Esther Seligson se despide como lo haría un fantasma antes de recluirse en la cámara del silencio…
Otros fotógrafos de gran talento han privilegiado en su trabajo el retrato de artistas y escritores. Si nos limitamos al ámbito hispánico, resulta imposible no evocar el trabajo de Ricardo Salazar, Sara Facio, Rafael Doniz, Paulina Lavista, Daniel Mordzinski, Barry Domínguez y, más recientemente, Javier Narváez y Víctor Benítez, autores todos ellos de retratos memorables y dueños de archivos ineludibles para escribir la historia visual del siglo XX y lo que va del XXI.
La diferencia, que no la superioridad, de Cuéllar respecto a ese brillante elenco es que, al ser el retrato de personalidades apenas una faceta de su búsqueda creadora, los artistas señalados desarrollaron o mantienen un solo estilo predominante de ambientación, posado, iluminación y resultado estético para sus fotos, mientras que Rogelio ha logrado el prodigio de encontrar una solución estilística de la mayor eficacia para cada circunstancia, incluso para cada autor en las circunstancias y las épocas más diversas (Monsiváis recostado en su recámara, Monsiváis ante sus libros, en una marcha, leyendo el periódico, sentado en un banco alto; Pacheco joven y viejo, solo o acompañado, en El Colegio Nacional o en una cantina; Monterroso de 50 años y de 80, con corbata y sin ella, en el jardín de su casa y en Bruselas), sin dejar de incorporar a las decenas de miles de retratos resultantes la huella invisible e inconfundible de su mirada simultáneamente admirativa, espontánea, clásica, documental, festiva y periodística.
