CRÍTICA
Tachas 562 • Fluxus: Un arte del desorden, un arte del futuro • Carmen Mataix
Carmen Mataix

En un reciente viaje a Cáceres he tenido ocasión de visitar el Museo Vostell de Malpartida, localizado en un espectacular entorno de piedras de granito erosionadas y donde existían unos antiguos lavaderos de lana, restos de la habitual trashumancia de las ovejas que terminaban su recorrido en aquella bellísima zona.
Allí he podido tomar contacto con el arte fluxus, del que ya había tenido la oportunidad de ver alguna obra antes, y me gustaría hacer algunas reflexiones sobre el mismo desde la perspectiva de mi especialidad, la filosofía de la ciencia, para desarrollar así las condiciones de interdisciplinariedad que el arte, como tantas otras manifestaciones de la creatividad humana merecen.
El arte fluxus, pretende, como alude el nombre, interpretar o reflejar como artístico lo banal, lo cotidiano, y por lo tanto lo que fluye y se somete al paso del tiempo, como la vida misma. Es un arte que busca mostrar el transcurrir, el fluir, eliminando definitivamente la idealización que ha supuesto el arte sobre todo en la pintura y escultura de la Ilustración. Dejando aparte otras muchas manifestaciones artísticas que han venido después, desde el abstracto, el surrealista, el pop, etc., en la segunda mitad del siglo pasado se ha comenzado a desarrollar un tipo de construcciones o instalaciones que sorprenden al espectador por mostrar aspectos a veces sórdidos o desagradables instalados en el seno mismo de lo banal que llevan a la pregunta de si eso también es arte. Por supuesto lo es, aunque las sensaciones que trasmita sean muy diferentes a las que el arte tradicional nos tiene habituados. He titulado este artículo como «arte fluxus, un arte del desorden, un arte del futuro», y como se verá después, no pretendo con ello asegurarle una permanencia mayor o menor, ni adivinar si será ese el arte que se contemple y valore en años venideros; me veo, por lo tanto, en la necesidad de aclarar a ese respecto algunas cosas: qué quiero decir al calificarlo como un arte del desorden es precisamente lo que voy a desarrollar aquí, y que es un arte del futuro es una consecuencia de lo anterior. Pero en un momento en que la creatividad está libre de ataduras, los derroteros de ésta, en cualquiera de sus manifestaciones, son difíciles de predecir. Por lo tanto, cuando formulo este título más bien se refiere al trasfondo que subyace a lo que esta tendencia quiere trasmitir: el fluir, la vida misma, el cambio incesante en que ésta consiste. Y aquí si que hay una profunda novedad y es adonde pretendo llegar.
Fue el filósofo griego Heráclito el que explicó que la esencia de todas las cosas consistía precisamente en ese fluir, en el cambio continuo. No era en las esencias permanentes, que después se plasmaron en el mundo de las Ideas de Platón, sino en el continuo transcurrir que evita que «nadie se bañe dos veces en el mismo río». Pues, efectivamente, el río también es un elemento en continuo movimiento y no una realidad estable y duradera; por su parte, el sujeto, el observador, el espectador de la obra de arte, está también en perpetuo cambio. Lo que llevó a Pablo Neruda a decir, en un bellísimo poema, «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Por lo tanto, si el arte fluxus pretende plasmar la vida misma tendrá que reproducir, de alguna manera, este incesante cambio.
Estamos acostumbrados en nuestra forma de conocer y de representar la realidad, a conducirnos en un mundo de «ideas», de «esencias» estables, permanentes y eternas que, insisto, proceden del mundo platónico y cuyo máximo exponente ha sido la ciencia de los siglos XVI al XVIII al poder reducir éstas a modelos matemáticos. Con ello el conocimiento se aseguraba la permanencia, la estabilidad y consecuentemente la objetividad de sus resultados.
Sin embargo, en este modelo, desarrollado por la cultura de la Ilustración tanto en la ciencia como en la filosofía, no todo han sido ventajas. Frente a estos valores, que han dado lugar al conocimiento tal como lo hemos interpretado hasta nuestro siglo, se dejaba fuera la vida, el transcurrir –el paso del tiempo en una palabra–, precisamente por la dificultad de plasmarlo en conceptos objetivos y estables, utilizando tan solo atributos espaciales; y también al sujeto, al ser considerado únicamente como pura mente pensante (Descartes) y no como lo ha expresado después Neruda en la frase antes citada. Hoy se ha puesto de moda decir que la «vida es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas», y así suele ser porque la vida es precisamente eso, fluir, cambiar, y en resumen temporalidad.
Pues bien la pregunta clave es: si el arte fluxus pretende plasmar la vida, la temporalidad, lo banal y lo efímero, frente a lo permanente, las esencias y lo atemporal, ¿por qué los elementos que muestra y las sensaciones que trasmite son más bien de desorden, destrucción, suciedad, restos de alguna situación anterior (una mesa después de haber comido, o una cama después de haber permanecido en ella, por ejemplo)? ¿Es esto la vida? ¿Es una visión pesimista del transcurrir del tiempo?
Hasta el siglo XVIII la ciencia y la filosofía han configurado una concepción del tiempo en paralelo con el espacio, vinculada a la idea de eternidad: «el tiempo fluye uniformemente sin referencia a nada externo» según la definición de Newton, expresión que parecía dejar muy satisfechos, pero que si se piensa no acaba de entenderse muy bien y resulta ser una definición espacial; porque ¿qué es un tiempo que fluye uniformemente si no se tiene una referencia externa con respecto a la cual transcurre? Parece una especie de reloj universal, habiéndose olvidado que el reloj está construido con referencia a los movimientos de la Tierra respecto al Sol, o con referencia a algo diferente si se trata de un reloj de arena, una clépsidra, etc. ¿Podríamos acaso saber la hora y el momento del día que es si no tuviéramos el día y la noche y las distintas posiciones del Sol?
Sin embargo, en el siglo XIX nuevos planteamientos de la ciencia la conducen por otros derroteros que terminarán por formular una concepción del tiempo totalmente distinta, y mucho más cercana a la que tenemos y utilizamos en nuestra vida diaria. Propiedades que apenas se habían estudiado porque se consideraban subjetivas y no acentuaban ese carácter de permanencia y objetividad que requería el conocimiento empiezan a tomarse en cuenta: se trata de lo que se habían llamado cualidades secundarias, como las propiedades térmicas, de frío y calor de los cuerpos. Al comenzar a analizarlas se pudo comprobar que no todas las cualidades de los cuerpos son estables, que no todas permanecen de la misma manera, y, sin embargo, no por ello son solamente sensaciones subjetivas, sino que hay algunas, las térmicas que están sometidas a un proceso que transcurre, como veremos, en una cierta dirección, que muestra precisamente el carácter destructor del tiempo.
Fue precisamente en ese siglo cuando el físico alemán Rudolph Clausius definió con el término entropía, que significa en griego transformación, una función que mide la tendencia del calor a pasar de los cuerpos más calientes a los más fríos, lo cual resulta casi una obviedad y parece tener poco que ver con el tema que nos ocupa. De acuerdo con la definición de Clausius basta constatar que cuando tomamos un café debemos darnos prisa para que no se nos enfríe, aunque también sucede a la inversa si se trata de un helado en verano, que al cabo de cierto tiempo pierde su condición de tal (aunque en este caso parece que fuera al revés, que el frío pasara al calor). Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el arte fluxus?
Necesitamos para entenderlo acercarnos al concepto de entropía para ver qué significa y qué alcance tiene. Lo que aparentemente puede parecer tan obvio y casi banal (y por lo tanto objeto posible del arte fluxus) va a convertirse en uno de los temas esenciales de la física para dar carta de naturaleza científica a lo que no había sido más que la constatación cotidiana de que «el tiempo pasa y no vuelve».
En primer lugar, la temporalidad que nosotros vivimos tiene dos propiedades esenciales que hasta el XIX ni la ciencia misma, ni la filosofía habían tenido en cuenta, y sin embargo están en el seno mismo de nuestra vida diaria: se trata de la irreversibilidad y la direccionalidad del tiempo. ¿Por qué la ciencia ha prescindido de una propiedad tan constatada en nuestra vida como la irreversibilidad de los acontecimientos? La respuesta es sencilla: la mayoría de las leyes de la física son reversibles.
«Tomemos como ejemplo básico la ley de la gravedad. Si tengo un sol y un planeta y muevo el planeta en una determinada dirección alrededor del sol y lo voy filmando, si luego proyecto la película al revés, ¿qué observo que ocurre? El planeta gira alrededor del sol en sentido opuesto, claro está, siguiendo una elipse…En realidad va exactamente como debería ir si girara en sentido opuesto. De manera que la ley de la gravedad es tal que la ley no tiene efecto alguno»[1].
Según comenta el propio Feynmann «la mayoría de los fenómenos comunes que son el resultado de movimientos atómicos, cumplen leyes que son completamente reversibles»[2]. Por lo tanto la ciencia no se ha visto obligada a enfrentarse con la irreversibilidad, un tema bastante incómodo, hasta que no ha llegado al moderno concepto de entropía.
Pero, si las leyes de la física son reversibles ¿de dónde surge entonces la irreversibilidad que marca todos nuestros pasos en la vida diaria? Fue el científico vienés Ludwig Boltzmann el que quiso explicar esta propiedad de los fenómenos del mundo real a partir del comportamiento de las partículas de un gas, que a fin de cuentas son movimientos aleatorios, y por lo tanto reversibles, intentando así explicar lo irreversible por lo reversible. Vamos a retomar de nuevo los ejemplos de Feymann para aclarar esto:
«Supongamos que en un recipiente tenemos separadas de un lado agua transparente y de otro agua de color azul por haberla mezclado previamente con tinta. Si con suma delicadeza levantamos la separación, el agua al principio se mantiene transparente de un lado y azul de otro. Pero si esperamos un poco veremos como gradualmente ambas aguas se van mezclando hasta conseguir uniformemente un color azul sucio. Si a continuación nos quedamos observando el recipiente no vamos a ver cómo las dos aguas vuelven separarse»[3].
Ahora bien, resulta que si descendemos al nivel de las partículas o de los átomos como pretendió Boltzmann, nos encontramos de nuevo con la reversibilidad, incluso en el ejemplo anteriormente citado:
«Si nos fijamos en cualquier colisión concreta de átomos, veremos en la película cómo los átomos se acercan, chocan y salen rebotados. Si pasamos esta escena de la película al revés, vemos también cómo las moléculas se aproximan chocan y salen rebotadas en la primera dirección… Y el proceso es reversible. Las leyes que rigen la colisión entre moléculas son reversibles»[4].
¿De dónde surge entonces la irreversibilidad de nuestros cambios cotidianos, si a nivel atómico y molecular los movimientos son reversibles? Si pensamos en el ejemplo anterior de la mezcla de agua de dos colores, si efectuáramos el experimento en un recipiente que «solo contenga cuatro o cinco moléculas de cada clase en su interior, las moléculas, con el paso del tiempo, acabarán mezclándose. Pero en este caso es plausible suponer que con un poco de paciencia y debido a las colisiones perpetuas e irregulares de estas moléculas acabaremos viendo –y no necesariamente después de millones de años– cómo accidentalmente las moléculas vuelven a una posición similar a la de su estado inicial… Sin embargo, los objetos con los que trabajamos normalmente no tienen cuatro o cinco moléculas blancas y azules. Tienen cuatro o cinco millones de millones de millones. Así pues, la aparente irreversibilidad de la naturaleza no procede de las leyes fundamentales de la física: surge del hecho de que si se parte de un sistema ordenado y tienen lugar las irregularidades de la naturaleza (las colisiones de las moléculas), el sistema cambia en único sentido. La cuestión siguiente es por lo tanto: ¿Y al principio, cómo se logra un sistema ordenado? En otras palabras, ¿cómo es posible empezar por un orden? La dificultad radica en que empezamos con un sistema ordenado pero acabamos en el desorden. Y esa es una de las reglas del mundo: se pasa del orden al desorden[5].
Aquí aparece ya a una de las palabras que figura en el título de este trabajo. Cuando contemplamos una playa, la arena está toda más o menos homogénea e indiferenciada; cuando algún artista espontáneo esculpe una de esas esculturas que hacen con la arena, ha tenido que estar elaborando una figura especial que se diferencia del resto de dunas más o menos amorfas que constituyen la playa; cuando la estatua está terminada el público la contempla con admiración, pero el artista tiene que estar vigilante porque la simple brisa del mar o cualquier otro elemento habitual del entorno puede deshacerla, al menos parte, y condenarla a la indiferenciación de la homogeneidad de la playa. Podemos distinguir entre la estatua y el resto de la arena pero no podemos distinguir una parte de la arena de otra parte de la arena porque son iguales.
Así pues hemos comenzado definiendo la entropía como una magnitud que mide unas condiciones térmicas, pero al reducir esos procesos al comportamiento interno de las partículas lo que encontramos es que estás tienden a mezclarse y no permanecen todas, las partículas calientes (o sea con una determinada velocidad) en un lado y las frías (más lentas) en otro. Con los continuos choques entre ellas y las paredes del recipiente adquieren una velocidad media para el conjunto. Cuando antes aludíamos al café que se nos «enfría» o al helado que se nos «calienta», lo que ocurre es que los dos acaban teniendo una temperatura más o menos homogénea con el entorno ambiental, y ya no hay gran diferencia entre ellos.
«Durante mucho tiempo ha sido un misterio el por qué nuestro mundo es asimétrico en el tiempo y sin embargo esa asimetría no se traducía nunca en las leyes básicas explicativas del mismo. ¿Por qué el orden siempre cede paso al desorden? Quizá nos ayude a comprender esta tendencia tan general el ejemplo de la baraja de cartas. Si inicialmente se colocan las cartas en orden y se barajan al azar, lo abrumadoramente probable es que, tras ser barajadas, acaben en un estado de gran desorden. Las probabilidades de que quien baraja reconstruya exactamente el orden correcto no son cero, pero sí increíblemente pequeñas. Una buena analogía con la baraja de cartas es el ejemplo de la botella de perfume destapada. Al principio el perfume, como las cartas, está en una condición muy ordenada, es decir, encerrado en la botella. Debido al choque de los impactos de aire que lo rodea, el perfume se evapora gradualmente, como si sus propias moléculas fueran lanzadas de la superficie del líquido y se desperdigaran por todas partes impulsadas por el incesante bombardeo de las moléculas de aire. Al final el revoltijo es total y el perfume se extiende de forma irrecuperable por la atmósfera, con sus moléculas caóticamente mezcladas con las del aire. El efecto barajador, pues, ha consistido en convertir lo que en principio era el estado ordenado del perfume en una situación muy desordenada, al parecer irreversible»[6].
Si analizamos un poco este sencillo ejemplo tan habitual en la vida cotidiana, ya que estamos acostumbrados a cerrar los frascos para que el líquido que contienen no se evapore, podemos apreciar dos cosas: la primera que una situación ordenada es una situación diferenciada, bien definida, donde se pueden separar las moléculas de perfume de las demás. Sin embargo, esta situación no es estable y poco a poco las moléculas se van escapando del frasco, de la situación bien definida, para mezclarse y confundirse entre las moléculas del aire, y terminar en una situación de máxima confusión entre éstas. Este proceso marca un tránsito temporal que se produce siempre de la misma manera: de la situación ordenada, pasado, a la desordenada, futuro.
Así pues, orden significa un estado bien diferenciado, frente a la situación caótica, mezclada, homogénea que supone un sistema desordenado. La arena indiferenciada de la playa es una situación de desorden frente la escultura específica que el artista quiere representar. Los expertos en arte y en arqueología tienen que establecer orden frente a la multitud de piedras «amorfas», en principio, que aparecen en las excavaciones.
Sin embargo, los términos orden y desorden no dejan de ser términos relativos. El orden es una cierta configuración seleccionada por nosotros que, de alguna manera, está sometida a ciertos códigos, a los criterios de racionalidad que previamente hemos establecido. Nos pasamos la vida haciendo orden: cuando ordenamos los libros de la biblioteca tenemos ciertos criterios de acuerdo a tamaños, autores, materias, etc.; el desorden se produce cuando no existe ningún criterio y nos resulta difícil encontrar un libro en concreto por no tener ningún recurso racional al que acudir. Asimismo, cuando se nos pierde un papel no se suele perder en un sitio distinto de donde están los demás papeles, sino que se nos «traspapela», es decir, se hace homogéneo con los otros, en vez de diferenciado. Volviendo otra vez a la arena de la playa que, sin referencia a la costa, es por todas partes igual y una zona no se diferencia de la otra, cuando un artista espontáneo realiza en la arena una escultura, ya sea la Última Cena o el castillo de Luis II de Baviera, introduce, en la indiscriminación y homogeneidad de la arena un elemento ordenado con arreglo a unos códigos tales que cualquiera es capaz de reconocer un castillo o la Última Cena; no así en el resto de la arena que se nos presenta caótica. Por eso son muchas más las situaciones caóticas que las ordenadas. Existe un famoso ejemplo que plantea qué posibilidades tendría un mono, y en cuanto tiempo, tecleando al azar un ordenador, de poder escribir un texto del Quijote o de la Divina Comedia. Pues bien hay que tener en cuenta que el solo cambio de un signo de puntuación haría que ya el texto no fuera la «Divina Comedia».
«La paradoja es ¿por qué si la transición del orden al desorden y a la inversa son igualmente posibles, siempre encontramos que el perfume se evapora en la habitación, los montes se erosionan, el hielo se deshace al calentarlo, las estrellas se consumen, los castillos de arena son arrastrados por la marea, etc.? Para resolver la paradoja debemos preguntarnos en cada uno de los casos, cómo se ha logrado en un principio el estado de orden, es decir, ¿cómo se colocó originalmente el perfume dentro del frasco? No, cabe suponer, por el procedimiento de que alguien abrió la botella en una habitación llena de perfume y esperó la inmensidad de tiempo necesario para que se reuniera en el receptáculo por azar; esa sería una estrategia tan insuficiente como la del pescador que abre un cesto junto al río y espera que un pez salte dentro. En el mundo real los estados ordenados se seleccionan de entrada de nuestro medio ambiente, no se constituyen por azar»[7].
El orden, por lo tanto, tenemos que buscarlo continuamente porque el proceso, como se ha visto, va del orden al desorden, o dicho con otras palabras, gana el desorden, es decir, aumenta la entropía. La vida es justamente eso, continua lucha contra la entropía: necesitamos peinarnos todos los días para ordenar el pelo, hacer la cama cuando nos levantamos por la mañana, ordenar y clasificar papeles en el despacho, y poner la mesa con los platos limpios y los cubiertos colocados en donde corresponden. Cuando terminamos de comer, ¿qué queda? Restos indiferenciados y confusos, mezcla de comida y cigarrillos, que retiramos conjuntamente sin preocuparnos demasiado de su desagradable confusión.
Pues bien, volviendo al arte fluxus que pretende mostrar la vida misma en su constante fluir ha renunciado al mundo de las esencias, intemporal, que en la vida diaria terminan siendo sometidas al paso inexorable del tiempo, para mostrar las situaciones reales y cotidianas. Ha prescindido también de los sentimientos y emociones blandos, por decirlo de alguna manera, como los producía el arte del XVIII o a expresar la belleza imperturbable de las proporciones matemáticas como en la Grecia clásica. Pero tampoco trata de despertar los sentimientos trágicos, como puede darse en la imaginería religiosa del claro-oscuro barroco, mostrando flagelaciones, crucifixiones o sacrificios diversos.
El arte fluxus no genera otros sentimientos que los que despierta la vida misma vista de cerca, y aquí reside su reto y su misterio: acercarse al transcurrir del tiempo en su cotidianeidad y tomar conciencia de que está traspasado por la entropía. Haber bajado del mundo ideal de las esencias para ver de cerca la temporalidad como característica fundamental del mismo.
Pero aquí está también la explicación del título de este trabajo como un arte del futuro. Lo que estas instalaciones nos muestran suele ser precisamente destrucción, desorden, los restos de una comida, el final, el futuro de una situación. Y como ya se ha dicho que el proceso va del orden al desorden, que al principio es el orden y al final es el desorden, lo que este arte suele reflejar para mostrar la temporalidad en el seno mismo de la vida es la situación como final de un proceso espontáneo. Como he explicado antes, nos pasamos la vida haciendo orden, es decir, gastando energía en conseguir poner las cosas diferenciadas, en luchar contra la entropía; pero el proceso natural va inexorablemente hacia el desorden. El antes y el después viene entonces marcado por el orden y el desorden, por la ley de la entropía: antes hubo coches nuevos, después están abollados, estropeados; antes hubo camas hechas, después hay sábanas revueltas… el antes, el mundo ordenado e ideal es el pasado; el después es el futuro. La inexorable dirección del tiempo conduce a un futuro fatal que el arte fluxus trata de representar.
Pero no nos engañemos: No se trata simplemente de fotografiar, por decirlo así, las situaciones desordenadas que se producen continuamente en la vida; aunque las sensaciones que estas manifestaciones trasmiten son muy diferentes de las que el arte clásico trasmitía o, por decirlo de otro modo, aunque sea la expresión de un futuro «real» –o sea de un final–, ha logrado convertir en arte el espectáculo de ese final, el espectáculo del desorden, del caos, de la entropía; de ese proceso en que consiste la vida transida por la inexorable flecha del tiempo que conduce sin remedio a la muerte. Las emociones que este arte trasmite son inquietantes, turbadoras, a veces desagradables, otras incluso agresivas. Viene bien aquí el título de un libro de José Luís Pardo, «Nunca fue tan hermosa la basura»… «No sé a quién se le ocurrió primero la idea, pero fue una ocurrencia verdaderamente ingeniosa.
Y, como todas las grandes invenciones, una vez hallada parece extremadamente simple, y consiste en lo siguiente: ¿y si lo que llamamos basura no lo fuera en realidad? Entonces no tendríamos que preocuparnos porque nos devorase, no nos sentiríamos asfixiados por los desperdicios si dejásemos de experimentarlos como desperdicios y los viviéramos como un nuevo paisaje urbano»[8].
Transcribo las palabras de Pardo porque muestra la solución que según explica, la sociedad ha buscado para evitar ser invadida por la basura que aquella genera. Como dije antes los términos orden y desorden son subjetivos y podemos por tanto, valorar como orden –algún tipo de orden–, lo que antes considerábamos desordenado, integrándolo así en nuestro sistema de códigos. Pues bien, el arte fluxus ha conseguido también cambiar el entorno y crear, en efecto, un nuevo paisaje urbano. Podríamos decir que ha intentado ver de cerca lo que antes se contemplaba con la perfección de la distancia, que elimina los defectos. Pero la vida es proceso hacia el desorden y así, conseguir convertir en arte tales situaciones consiste de algún modo en establecer en ellas algún tipo de orden capaz de provocar en el observador las sensaciones que se pretende trasmitir y esto conlleva un considerable gasto de energía para desarrollar esa especial situación, a veces casi instantánea, capaz de despertar esas particulares emociones que se persiguen.
Pero también es un arte romántico. Es el captar la belleza que puede tener el final de una fiesta: el confetti por el suelo, el maquillaje y los vestidos ajados, las botellas vacías… Es como si el artista, en su pretensión de plasmar la temporalidad real se centrara en el futuro, en lo que viene después, en el final del proceso y se hubiese ido a hurgar en la basura, a escarbar entre los escombros, el desorden y la homogeneidad de los desechos, para encontrar un momento de belleza, de emoción, a veces efímero, que le permita transformar esos restos consiguiendo convertir la entropía en arte.
***
Carmen Mataix es doctora en Filosofía con Premio Extraordinario en la Universidad Complutense. Ha sido Profesora Titular de Filosofía en esta Universidad donde ha desarrollado su docencia en Filosofía de la Naturaleza e Historia de la Ciencia y en la UNED. Asimismo, ha coordinado durante varios años cursos de verano en la Universidad Complutense (El Escorial) y ha participado en la docencia de la Universidad para Mayores de la Complutense. Ha publicado los libros: "Arte y ciencia: Una visión especular", (Ed. La Palma, Madrid,1992) en colaboración con Ana Leyra, donde se hace un análisis de las estrechas relaciones que mantienen el arte y la ciencia, como expresiones ambas no solo del conocimiento humano sino también del momento histórico en el cual se desarrollan. "Newton", (Ed. del Orto, mayo 1995), donde se recogen y analizan una selección de textos de este autor. "El Tiempo cosmológico" (Síntesis, Madrid 1999), exponiendo las distintas concepciones del tiempo desde las planteadas por la filosofía (Aristóteles o Newton) hasta las desarrolladas por la ciencia en teorías como la de la Relatividad o la Termodinámica del siglo XIX. También ha participado en los libros coordinados por el profesor J.L. Gonzalez Recio: “El Taller de las Ideas. Diez lecciones de Historia de la Ciencia”, (,Plaza y Valdés, 2005) escribiendo los capítulos 7 y 8: “El proyecto de una geometría universal: Albert Einstein” y “Entropía y la flecha del tiempo”. Y en el libro que lleva por título Átomos almas y estrellas, el capítulo que se titula Los confines de la materia.
Asimismo, ha coordinado con Andrés Rivadulla una serie de artículos conmemorativos del centenario de Max Planck que ha dado lugar al volumen "Física cuántica y realidad", (Complutense, 2002).
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[1] FEYNMANN, R., El carácter de la ley física, Barcelona, Antoni Bosch, 1983, p. 94.
[2] Ídem, p. 95.
[3] Ídem, p. 95.
[4] Ídem, p. 96.
[5] Ídem, p. 97.
[6] DAVIES, P., Otros mundos, Barcelona, Antoni Bosch, pp. 195-196.
[7] DAVIES, P., Otros mundos, ed. cit., p. 196.
[8] PARDO, J. L., Ciclo: Distorsiones urbanas de basura, La Casa Encendida, 17 de mayo de 2006