EL TONTO EN LA COLINA
Tachas 576 • Nowhere man • Jorge Luis Flores Hernández
Jorge Luis Flores Hernández

Llegué a Barcelona desde Tallin, Estonia, en avión, el martes 19 de septiembre del 2023, pero por razones aduanales y torpezas personales que no se comentarán aquí, mi fecha oficial de entrada al territorio español es el miércoles 4 de octubre, por tren, desde Andorra la Vella, Andorra. Es decir que pasé 15 días en ningún sitio, mi cuerpo, desprovisto de peso legal, deambulando por los barrios del Clot y Navas mientras mi ánima oficial se paseaba por Andorra para luego tomar un tren y reunirse finalmente en el Complejo Policial La Verneda. Ya han pasado unos meses y muchos de los detalles se han esfumado. Con el tiempo, pienso, las fechas se confundirán y tal vez un día, si algo o alguien me obliga a recordar mi fecha de entrada en España, deba recurrir a los documentos y lo oficial terminará de suplantar a lo real.
Lo preveo basándome en mi experiencia. Aunque mi memoria me enorgullece: (aún recuerdo datos leídos una sola vez: Esmirna y Quíos son un par de islas que pelean por ser el lugar de nacimiento de Homero, Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón el 4 de noviembre de 1922, el Teatro Juárez, de Guanajuato, se inauguró en 1903 con la ópera Aida, de Verdi) la vida me ha demostrado que aun las transiciones en apariencia más trascendentales pueden difuminarse. En 2017 me mudé de México a Estonia y por mucho tiempo juré que mi fecha de llegada al Báltico había sido el 20 de agosto, sin embargo, al encontrarme con el boleto de avión usado como separador en un libro hace tiempo acabado, entreví la desdibujada cifra de arribo: “19”. ¿Cómo lo olvidé? Nunca antes había vivido fuera de México, fuera de León, fuera de casa de mi madre. Si algo debiera poder recordar era esa mudanza radical. Más dudas vinieron a mi mente: Recuerdo que llegué a Tartu, la ciudad donde viví y estudié durante casi dos años, en autobús durante la noche, que mi maleta de ruedas rotas me dificultó llegar al edificio departamental, que me entregaron unas sábanas y una descolorida toalla amarilla, pero ¿cuándo fue? ¿Cuánto tiempo viví en los dormitorios de Raatuse 22? ¿Cuánto en los de Narva 27? ¿Cuál era el nombre de mi vampiresco compañero de habitación brasileño que dormía durante el día y jugaba videojuegos durante la noche? ¿Cuál el del letón simpático pero narcisista que se vanagloriaba de su cabello perfecto, de su atletismo, de su resistencia al alcohol? Ni idea. Conviví con ellos meses, pero apenas recuerdo algo sobre ellos: a uno le gustaban las Pringles de crema y especias, al otro el vodka. Al buscarme en esos días encuentro en la memoria las salidas a correr junto al río Emajõgi, mis paseos sin rumbo en la ciudad sepultada por la nieve, el sabor mediocre de la barata cerveza Rock, las reuniones con amigos de la maestría en el gélido balcón tapizado por caca de paloma, para fumar y quejarme de las crípticas clases de semiótica, el último departamento en que viví: un estudio diminuto en el barrio “más peligroso” de Tartu, donde dormía sobre unas sábanas en el suelo pues mi colchón inflable se había ponchado. En marzo del 2019 me fui a vivir a Tallin y ahí me quedé cuatro años. Si cierro los ojos ahora, mientras escribo en el calor de Barcelona, puedo recobrar películas, libros, vecinos, amplios parques boscosos, un cine soviético que, según contaban, fue inaugurado por el mismísimo Stalin, una hermosa casa abandonada, visible desde mi ventana, donde drogadictos se reunían a inyectarse heroína, una ciudadela medieval que en octubre era visitada por la niebla. Estonia fue la nieve y fue largas noches de invierno. Fue también el verano húmedo, verde y sus días inacabables. Estonia fue una aventura extraordinaria y compartida, acompañada siempre por la certeza agazapada, sigilosa, de que el barco iba encaminado en una dirección definida, pero sus tripulantes buscaban encallar en islas distintas. Ahora los paisajes, rostros y voces se acumulan, se reúnen y se mezclan en el caudal del tiempo.
¿De dónde viene el afán de documentar? ¿Por qué ese miedo al olvido? Es muy probable que su origen se halle en la mudanza original, la verdadera partida, que fue mucho tiempo antes. No soy siquiera capaz de recordar el año. Fue después del divorcio de mis padres. Mi madre decidió vender la casa donde vivíamos pues, ella decía, ese lugar estaba habitado por demasiados malos recuerdos. No decía mentiras: los recuerdos, como espectros, poblaban la casa y muchos de ellos eran tristes, pero también los había alegres, simpáticos, entrañables, y el diálogo entre fantasmas creaba un espacio habitable, el único que mi hermano y yo conocíamos. En la víspera del abandono de la casa tomé una cámara portátil y me paseé por el estudio, la sala, los pasillos y las habitaciones, grabando todo minuciosamente, poseído por el miedo atroz de dejar atrás algo esencial, insustituible, una pieza clave del futuro rompecabezas que sería mi vida. No pasaron muchos días antes de que derrumbaran el edificio, excavaran el jardín y con él los restos de las mascotas muertas y enterradas, y erigieran en ese sitio una gasolinera y un Oxxo, frecuentados seguramente por almas en pena que, desorientadas, se consuelan espantando a los viajeros.
La cámara está refundida en un cobertizo, cubierta por una densa capa de polvo. El casete tal vez siga adentro. Nadie lo ha visto. Yo evité verlo, primero por tristeza, luego por miedo, finalmente por falta de interés. Lo que ahí me espera es un simulacro: la versión oficial que no podrá nunca remplazar la realidad vivida. Fui de León a Tallin, a Barcelona, recolectando siempre diminutos museos de la memoria, pero en ellos solo hay cifras en tinta que se borra. Con calendarios, billetes, documentos y citas no se reconstruye una casa.
Es extraño para alguien de temperamento melancólico haber elegido el camino del errante. Uno va llenándose de adioses, dejándose partes en distintos sitios como carteras olvidadas en una mesa de bar. Quizá me he equivocado con el título que he decidido darle a esta columna, ‘El tonto en la colina’, una referencia a una de mis canciones preferidas de The Beatles y que cuenta la historia de un hombre sencillo, a quien todos juzgan como un loco, pero él se sienta tranquilo a ver el mundo girar, comprendiendo algo que a los demás nos elude. Pues de tranquilo yo no tengo nada y mi comprensión de la realidad es cada día más frágil. En realidad, la canción del cuarteto de Liverpool que parece irme mejor es ‘Nowhere man’: “Es un auténtico hombre de ningún lugar, sentado en su tierra de ninguna parte, haciendo todos sus planes sin destino para nadie. No tiene un punto de vista, no sabe a dónde va, ¿acaso no es un poco como tú y como yo?”.
Pero si algo caracteriza a aquel que se pone en movimiento es, tal vez, que quiere alejarse de lo que fue e ir en busca de lo que desearía ser, y sospecho que todos conocemos una versión de nosotros mismos que no nos avergüenza, que asoma de vez en cuando para recordarnos que, después de todo, merecemos el aire que respiramos. En mi caso ese alguien es un tonto que mira la vida con serenidad, que encuentra los momentos en que la realidad se muestra en su belleza más sutil, los momentos, digamos, en que la maraña del día a día se despeja lo suficiente para recordar que la vida es otra cosa; alguien que, ante todo pronóstico negativo mantiene la esperanza y ante cada revés, la capacidad de reírse. Estos textos buscarán ser la colina donde se dé voz a ese loco que contadas veces visita mi mente, y donde se haga homenaje a los muchos, incontables tontos que me muestran el camino.
En el fondo, intuyo, a uno le son dados solamente dos hogares en la vida: aquel en que creció y uno potencial. El primero es irrecuperable, pero cierto; el segundo es ficticio y se busca sin tregua. Quizá sea una ilusión absurda, digna de un tonto, pero creo que aquí puedo encontrarlo. Entonces no importará si llegué en avión o en tren, si fue el 19 de septiembre o el 4 de octubre. Habré llegado. Mientras continúo mi búsqueda, me entretendré escribiendo.