ENSAYO
Tachas 577 • Las andanzas de un marsupial • Alfredo López Austin
Alfredo López Austin
¡Cómo que hurtó lo que es tuyo: tu flor de riqueza, el fuego, engendrador de todo arte, para darlo a los mortales! Pague esa culpa a los dioses: aprenda a someterse al dominio de Zeus y a no andar con intentos de amor a los hombres.
Esquilo, Prometeo encadenado
Lector, éste es un ensayo. Estoy convencido de que la mayor parte de las tareas a las que nos entregamos con pasión en la vida son ensayos; pero algunas veces hay que reconocer solemnemente su carácter para restar solemnidad a nuestras obras. Al calificar mi trabajo como ensayo no sigo el criterio que guió a Locke y a Malthus en sus sistemáticos y profundos tratados. Es otra la acepción que aquí elijo: deseo escapar, en lo posible, de la rigidez de las formaciones discursivas usuales en la exposición de temas mitológicos. Busco una vía más flexible que me permita desarrollar y argumentar libremente sobre el mito, y espero que el lector apruebe mi decisión.
Al trabajar en este ensayo he tenido presente un campo paralelo: el de la iconografía. Mitología e iconografía no son objetos de estudio tan diferentes como a primera vista pudiera parecer, sobre todo si se siguen de cerca las ideas de Voloshinov sobre el lenguaje[1]. Mito e imagen, como signos, pueden ser estudiados desde el punto de vista de la ideología. Sus especificidades como formas de expresión pierden nitidez en un contexto social en el que sus respectivos valores estéticos, lógicos e históricos se complementan. Una proporción considerable de las obras pictóricas y escultóricas de Mesoamérica se refieren directa e indudablemente a la mitología. Las escenas de las paredes de los vasos, los hechos narrados en los muros de los edificios, los diálogos que parecen brotar de los dinteles de chicozapote o de piedra caliza, los personajes de complejos atavíos pintados en láminas de piel o de papel, nos remiten a episodios del mundo de los dioses. Las imágenes de barro y de piedra nos hacen suponer que detrás de cada uno de sus detalles hay un conjunto de acciones atribuidas a los seres invisibles. ¿Cómo separar mito e imagen?
Cualquier aproximación al mito -o a la imagen- nos hace replantear viejas cuestiones: ¿Existió en Mesoamérica un grado de unidad considerable entre las diversas formas regionales de concebir el mundo? De existir una base común, verdaderamente sustentante del pensamiento mesoamericano, ¿qué profundidad temporal tuvo, y cómo se fue transformando, tanto general como regionalmente, a través de los siglos? ¿Qué extensiones geográficas abarcaron las concepciones afines, y en qué aspectos particulares se diluía o se conservaba la afinidad? Son viejas preguntas que conservarán su validez por mucho tiempo; pero preguntas, al fin, que se van contestando paulatinamente con el desarrollo de las investigaciones. Reaparecerán obstinadamente a lo largo del libro.
Es indiscutible que la precisión de las interpretaciones iconográficas depende en buena parte de las dimensiones del acervo mitológico del que dispongamos, no sólo por las correspondencias mecánicas que pudieran establecerse entre mitos e imágenes, sino -sobre todo- por la posibilidad de reconstrucción de un orden mitológico que se confrontaría, en recíproco proceso de elucidación, con uno iconográfico. Los mitos registrados en épocas tempranas coloniales forman un conjunto considerable. Sin embargo, son insuficientes para una confrontación satisfactoria. Existe la atrayente posibilidad de complementarlos con la narrativa indígena producida desde la conquista hasta nuestros días. Hoy existen creencias, mitos y ritos derivados de los antiguos, y no pueden pasar inadvertidos en el estudio del pensamiento mesoamericano. Sin duda han sido transformados por una historia en la que han pesado condiciones de opresión, penetración ideológica, explotación y expolio; pero pertenecen a una tradición vigorosa convertida en instrumento de resistencia. Creencias, mitos y ritos ni pueden entenderse sin la referencia a su origen remoto, ni es prudente estudiar la ideología de las sociedades anteriores a la conquista sin tomar en cuenta su legado.
Lo anterior nos coloca ante dos realidades incontrovertibles y de naturaleza opuesta: si no puede negarse la importancia del pensamiento indígena colonizado como fuente para el estudio de las antiguas sociedades mesoamericanas, tampoco puede desconocerse la radical transformación de dicho pensamiento a partir de la conquista, y sobre todo bajo los tremendos embates de la sociedad capitalista. ¿Qué hacer frente a ambas verdades? De mucho tiempo atrás historiadores y etnólogos hemos aprovechado para nuestros estudios la cadena tradicional en toda su extensión, y esto ha producido grandes avances tanto en la comprensión de las antiguas sociedades como en la de las actuales. Hay que reconocer, sin embargo, que nuestras proyecciones no han estado exentas de excesos, y que el método no ha sido suficientemente discutido. Debemos continuar en el debate sobre este recurso: es necesario que encontremos caminos más sólidos, más científicos, para el manejo de esta información con la que recíprocamente se enriquecen historia y etnología. La polémica debe intensificarse y profundizarse.
Llego así, en el camino a la comprensión de mitos e imágenes, a plantear una de las preocupaciones centrales de este libro: exponer las vías de aprovechamiento de una información actual como fuente complementaria para el estudio del pasado mesoamericano, de tal manera que queden explícitos los escollos mayores del proceso de beneficio de los datos, los peligros más graves en la utilización del material y las formas que otorguen al recurso metodológico una seguridad aceptable. Todo girará en torno al lazo existente entre el mito antiguo y el mito actual; y con la referencia pertinaz -que no única- a un importante personaje mítico: el tlacuache.
Si alguno puede jactarse de ser indígena en territorio americano, éste es el tlacuache. Descendiente de marsupiales precenozoicos vastamente distribuidos por el globo, los antepasados del tlacuache quedaron aislados en América del Sur cuando ésta, separada de África, formó una inmensa isla. Siguieron existiendo didélfidos en Europa durante el Terciario; pero al extinguirse dejaron como únicos parientes cercanos a los didélfidos sudamericanos. Millones de años después de la separación, ya en el Plioceno, se formó con el istmo de Panamá un puente entre América del Norte y América del Sur. La unión permitió enormes migraciones de animales, en ambos sentidos, y así los didélfidos viajaron hacia otros territorios, extendiéndose desde la Pampa argentina hasta muy septentrionales costas del Pacífico en América del Norte. Poco a poco hicieron de América su dominio, del Canadá meridional a las tierras sureñas en las que habían iniciado su expansión. Los didélfidos ocuparon ampliamente, pues, tanto la región Neártica como la Neotropical, con excepción de sus extremos fríos y las zonas desérticas, que no les han sido gratas. Lo han hecho tan a placer, que su conformación poco ha variado. En ellos la evolución parece haberse detenido: ningún mamífero tiene, como los didélfidos, una semejanza tan grande con sus antepasados remotos. Es como si de mucho tiempo atrás -y perdónenme los biólogos la herejía- se hubieran instalado en la filogenia óptima, para desde allí hacer frente a las catástrofes del Pleistoceno y a la presencia dominante de los mamíferos modernos. En resumen, que los didélfidos se distribuyeron en un territorio que hasta después, ya desprendido, a la deriva, sería en su insularidad principio de 10 que hoy se considera suelo americano. AquÍ han sido fieles, como buenos adaptados en millones de años, a las remotas cadenas de la herencia, y con dichas armas se han extendido por las dos grandes regiones que ocupa la fauna americana. Frente a ellos todos los demás habitantes del continente somos unos advenedizos.
¿Cómo han sobrevivido a la competencia vital de los placentarios? Uno de los factores de su adaptación es la amplitud de régimen alimenticio y la peculiaridad de que en él los insectos ocupan una parte nada despreciable. Esto reduce considerablemente la competencia de animales más desarrollados. Los didélfidos comen, además, pequeños mamíferos, aves, huevos, anfibios, culebras, frutos, tubérculos, maíz, y aceptan, cuando es preciso, la carroña. El yapok es la excepción, por ser el único tlacuache estrictamente carnívoro[2]. Se alimenta de moluscos y crustáceos; es mal atrapador de peces, pero muy voraz de sus frezas. Afirma su selectividad con la adaptación -él sÍ- a un medio reducido. Tiene las particularidades anatómicas de gran nadador: membranas interdigitales en las patas traseras, pelaje corto, fino y denso, cuerpo fusiforme y un marsupio provisto de esfínter, con el que su bolsa se hace ocluible cuando, con las crías dentro, la madre se zambulle en busca de presas acuáticas[3].
Poseen los didélfidos otras armas que han contribuido notablemente a su supervivencia. Varias de las especies acostumbran "hacerse tlacuaches": caen exánimes frente a sus enemigos, la lengua de fuera, los ojos vidriosos, en una muerte aparente que las protege de los predadores no carroñeros. También hace desistir a los acosadores un fuerte olor a ajo que emanan los tlacuaches cuando están asustados. Para amedrentar a sus adversarios, los tlacuaches abren desmesuradamente el hocico inmenso, mostrando largas filas de dientes. En períodos de frío, sequedad y hambruna, alcanzan un estado de letargo semejante a la hibernación de los euterios[4]. Por último, viven junto al hombre en condiciones ventajosas: éste los persigue para proveerse de alimento; pero la carne es gorda y no muy apetecible[5]. En cambio los tlacuaches, hábiles, trepadores y burladores de obstáculos, aprovechan mejor la vecindad, pues roban al hombre el maíz de sementeras y trojes. También, cuando el campesino hace el cuenco en la parte central del maguey a fin de que ahí se junte el aguamiel, el tlacuache se adelanta al hombre, remueve el obstáculo que tapa el recipiente y bebe el jugo azucarado[6]. Además de ladrón es sanguinario, porque degüella aves domésticas, convertido en el terror de los gallineros. Esto le ha valido el incorrecto nombre de comadreja, sin que lo una el menor vínculo con las mustelas[7], y el de zorros[8] y zorras[9].
Hay extendidos en el continente 12 géneros, 76 especies y 163 subespecies de didélfidos[10]. En los géneros Didelphis, Chironectes y Phi/ander existe un marsupio desarrollado; en otros hay rudimentos, dos pliegues de piel que protegen a las crías[11]. Como en muchas marsupiales, existen en las dacuachas dos úteros y dos vaginas[12], de donde deriva el nombre de didélfidos, y los machos tienen el pene bifurcado[13]. Muy prolíficas, las hembras tienen dos o tres camadas al año, y las crías de cada camada van de 8 a 18. Tras un brevísimo período de gestación de 13 o 14 días, las crías salen escalando a ciegas, con sus aún no completas extremidades, por un camino de saliva materna que las lleva hacia la bolsa. Firmemente pegadas a los pezones durante unos dos meses, terminan su desarrollo en un cálido y viciado ambiente, y salen después, poco a poco, a descubrir el mundo. Unos tres meses después del ir y venir de follajes a marsupio, los pequeños tlacuaches son abandonados por la madre. Así inician su vida crepuscular y nocturna, nómada, solitaria salvo en época de brama, dotados para su subsistencia de una larga cola prensil, generalmente desnuda y escamosa, pulgar oponible en el pie y cuerpo macizo y fuerte.
Éstos son los tlacuaches, churchas, opossums, filandros, zarigüeyas, cuicas, catitas, zorras mochileras, llacas, coyopollines o cayopollines, comadrejas overas, mucuras, carachupas, micures, mucamucas, picazas, runchos, paricatas, guaquis, cuchas ... que viven tan próximos al hombre. Con sus características y costumbres reales o imaginarias el hombre de todo el Continente Americano los ha incorporado vigorosamente a sus tradiciones. Es innecesario acentuar el valor de su presencia en los mitos del continente, en cuanto Lévi-Strauss reconoce en el tlacuache a uno de los personajes más im portantes de sus estudios y escribe por él su "Cantata de la zarigüeya"[14].
No puede ser de otra manera en México. Existen en nuestro territorio cinco géneros de tlacuaches (Chironectes, Didelphis, Marmosa, Philandery Caluromys), y una de las especies es endémica (Marmosa canenscens)[15]. La variedad se expresa en términos vernáculos como los de tlacuachito flor, tlacuaches de cerro, de totoles, espinudos y ratones[16]; la importancia, en muchísimos mitos y cuentos que proceden de épocas remotas. El tlacuache es un personaje popular. Lo es y lo ha sido por siglos. Hay un interesante artículo en el que se resalta la figura del tlacuache en la mitología de México y Mesoamérica. Munn, su autor, intenta tender lazos entre el pasado prehispánico y nuestros días[17].
Los restos arqueológicos del tlacuache son buen testimonio de la persistencia de su fama. Hay representaciones primitivas muy simples: en Tlapacoya apareció una pequeña figurilla de barro cuya factura se calcula hacia el año 1000 ac.[18] Con el tiempo la figura del tlacuache fue cargándose de símbolos muy variados[19]. Sus imágenes en códices tan importantes como el Fejérvdry Mayer, Vindobonensis, Vaticano B, de Dresde y Nuttall, lo vinculan al juego de pelota, al cruce de caminos, a la decapitación, a las ceremonias de año nuevo, a la Luna, al pulque. Luce mantos multicolores, tocados ricos, bastones de sonajas, y se sienta en taburetes cubiertos con la piel del jaguar. Su morada se distingue en los documentos pictográficos: su emblema es una larga cola de pelos hirsutos colocada repetidas veces, como elemento arquitectónico, en la parte superior del edificio[20]. Una orden de guerreros llevó su nombre entre los mayas septentrionales. Según el Chilam Balam de Tizimín, dos cuerpos militares sostuvieron en Mérida a un gobierno usurpador: los balam ochil ("jaguares-tlacuaches") y los balam ch'amacil ("jaguares-zorros")[21]. En lai cerámica hay remotas representaciones que nos hacen entender la categoría del animal por la riqueza del simbolismo anejo: orejeras redondas, tocados complejos, pectorales con glifos, mazorcas atadas al cuello y lo que se ha descrito como "una especie de trenza sobre la nariz"[22], que es una de las características más notables de los dioses mexicas de la lluvia. No falta el marsupial entre las joyas mixtecas de oro encontradas en la Tumba 7 de Monte Albán; entre ellas hay tres pequeñas piezas que representan al dios de la lluvia, al jaguar y al tlacuache[23]. En los textos mayas, ya en el Popol vuh, ya en el Chilam Balam de Tizimín, aparece el tlacuache como señor del crepúsculo matutino o como representación de los dioses que sostienen el cielo en cada una de las cuatro esquinas del mundo.
La complejidad de sus ligas con lo invisible remonta los siglos. Si bien no es posible saber cuándo empezó el hombre a asociar la figura del tlacuache con las proezas míticas, se ha hecho notar que ya para el Clásico hay en la región zapoteca representaciones suficientes para afirmar la divinización del marsupial[24]. Asimismo aparecen en Teotihuacan, en un taller ubicado al norte de la Ciudadela, moldes para fabricar pequeñas figurillas de tlacuache que posiblemente eran adheridas a vasijas de culto[25]. Y su importante presencia continúa. Una de las 18 veintenas o "meses" que dividen el año de los tzotziles recibe su nombre.[26] A principios de este siglo, los nahuas de San Pedro Jícora, Durango, consideraban que el tlacuache era el nahual de la diosa Tonantzi[27]. Villa Rojas registró que los mayas creen que la basura algodonosa de las madrigueras de los tlacuaches puede mezclarse con la pólvora para matar un venado fabuloso: un venado que es de "puro aire" y que pertenece a San Jorge[28]. Y aquí y allá su efigie colgada en templos y chozas[29], sus despojos usados como medicamentos, su presencia en los cuentos y en los mitos, hablan de una tradición en la que nuestro personaje ocupa un lugar prestigioso. Es el jefe del mundo, el resistente a los golpes, el despedazado que resucita, el astuto que se enfrenta al poder de los jaguares, el jefe de los ancianos consejeros, el civilizador y benefactor, el abuelo respetable y sabio, el arrojado, y en la moral popular no contradice estos atributos el que sea astuto, ladrón, borracho, fiestero, parrandero y lascivo.
El mito más importante del tlacuache, sumamente extendido y rico en variantes, es el que relata las proezas del marsupial como un prometeo americano. Una síntesis más o menos homogeneizante de las distintas versiones nos remite a los tiempos en los que la humanidad carecía de fuego, y éste era poseído por seres celestes en algunos casos, por habitantes del inframundo en otros. La vieja avara es uno de los dueños más mencionados; pero en una bella versión recogida entre los chatinos por Bartolomé y Barabas, son los demonios los que tienen el fuego, la fiesta, el mezcal y el tabaco[30]. El tlacuache, comisionado u oficiosamente, va con engaños hasta la hoguera y roba el fuego, ya encendiendo su cola, que a partir de entonces quedará pelada[31], ya escondiendo la brasa en el marsupio[32]. Gran benefactor, el tlacuache reparte su tesoro a los hombres. Sin embargo, el mito no siempre concluye con el don del fuego. Entre los coras, por ejemplo, el mundo se enciende cuando recibe el fuego, y la Tierra lo apaga con su propia leche[33]. Entre los huicholes el héroe civilizador es hecho pedazos; pero se recompone uniendo sus partes y resucita[34].
El mito del robo del fuego ha confluido con la tradici6n cristiana, y algunas versiones lo ligan al nacimiento de Jesús. La Virgen y el Niño padecen frío, y el tlacuache roba el fuego para calentarlos. Llega a ser recompensado con la facultad de la resurrecci6n o con el marsupio en el que cuida a sus hijos[35].
Como manipulador -aunque torpe- del fuego, el tlacuache aparece en otros mitos. En el mito zoque-popoluca del Espíritu del Maíz, el tlacuache es el aliado del héroe que intenta rodear con lumbre la palma en la que se refugia su enemiga. Fracasado, se quema el rabo, que desde entonces queda pelón[36]. Otras versiones del mito del fuego sustituyen al marsupial con otros animales: el zorrillo[37], la zorra[38], el mono[39], el perro[40], el ratón[41] y el sapo[42]. El mito del tlacuache (o sus sustitutos) es hoy, sin duda, el más importante de la donaci6n del fuego a los hombres; pero no es el único: otros héroes civilizadores de mitos muy diferentes son Quanomoa o Hatsikan entre los coras[43], al Rayo entre los mochós[44] y al muchacho que se transforma en Sol, entre los tzotziles[45].
Dicen los mazatecos que los animales discutieron un día sobre la forma del río. Opinaron que debía correr por un cauce recto que permitiera la pesca; pero, inseguros de la eficacia de la solución, buscaron al viejo sabio. Recorrieron cantina tras cantina, hasta encontrarlo en una muy pequeña, donde se embriagaba alegremente, cantando y tocando la guitarra con sus amigos. Consultado el abuelo, respondió que era indispensable que el río tuviera curvas y ligeros remolinos para que todos los animales pudieran pescar y dormir dentro de los botes. La asamblea aplaudió, y así adquirió el río su forma definitiva[46].
Dos mitos triques se refieren al origen de las características del animal: el primero, a la posición de sus testículos; el segundo, a su supuesta capacidad de resurrección. En el primero, el día de la boda de su hijo, el tlacuache subió a la espalda de su nuera y bailó trepado en ella. Los testículos se le recorrieron, y los conserva en una extraña posición respecto al pene. En el segundo, el tlacuache invitó a su compadre a comer a la casa. Pidió al convidado que lo esperara mientras él iba a bañarse al río, y allá ordenó a su esposa que tomara su carne para preparar el guiso del compadre. El tlacuache se mató en el río y su esposa preparó el guiso. Tuvo ella el buen cuidado de dejar los nervios pegados a los huesos de su marido. A partir de esta unión, el tlacuache se recompuso en el agua, resucitó y regresó como buen anfitrión a conversar con su compadre[47].
El tlacuache es también el personaje principal de muchos cuentos populares. Él y el jaguar son los equivalentes regionales de la famosa pareja del conejo y el coyote[48]. En estos cuentos el personaje débil, pero astuto, burla la fuerza de su adversario, poderoso y cruel. Los cuentos tienen remotos orígenes, y han venido a fructificar en nuestro suelo. Son parientes de los famosos relatos del Tío Remus. Otras de sus aventuras tienen semejanzas más que casuales en todo el mundo: el tlacuache nos recuerda a Dalila la Taimada, la malvada vieja de ojos azules que con engaños convenció a un ingenuo beduino para que la sustituyera en el lugar del castigo. También nos recuerda a Renart, que confundió a Isengrino haciéndole ver un queso en la imagen lunar del espejo del agua. En los cuentos se ha convertido en animal de mundo, eco revitalizado de voces africanas, asiáticas y europeas que se oye en los corros de niños indios.
El americanísimo tlacuache navegó hacia el Viejo Mundo desde tiempos tempranos: fue el primer marsupial conocido por los europeos, y sorprendió su presencia a los mismos Reyes Católicos. Sin embargo, en Europa su fama fue más bien libresca, y la originaria fantasía de nuestro personaje influyó en grabados y dibujos. Así, por ejemplo, se representó a la hembra con la cola levantada, en calidad de percha, para el engarce de los rabos de sus crías, actitud desconocida en las tlacuachas, pero que sirvió de inspiración a nuevas ilustraciones ya las reconstrucciones de los cuerpos disecados en los viejos museos.
Nuestro personaje es, en resumen, animal casi casero, ladrón doméstico, pero al mismo tiempo dueño de secretos maravillosos, el viejo sabio apestoso que es capaz de recomponerse y resucitar. Será el compañero en este viaje en el que se replantea el problema de las formas de persistencia histórica de k, tradición mesoamericana. El tlacuache será el guía en la casa de los dioses.
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Alfredo López Austin (Ciudad Juárez, 1957 – CDMX, 2021). Investigador, historiador, académico y traductor mexicano. Licenciado en Derecho e Historia. Maestro en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM. Especialista en la antigua religión, cosmovisión, mitos, magia e iconografía mesoamericana. Fue investigador Emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas iia (unam) y profesor de asignatura en la Facultad de Filosofía y Letras ffyl (unam) en el Posgrado de Antropología de la misma casa de estudios. Fue Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores SNI. Su tema central de investigación era la historia y el pensamiento mesoamericanos. Ganador del Premio Nacional de Artes y Literatura 2020 en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía.
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[1] Voloshinov, El signo ideológico, p. 120. Sintetiza Matieyka al decir que "el estudio de los signos es para Voloshinov un estudio de ideología, y la filosofía del lenguaje es la filosofía del signo". Matieyka, ''Acerca de los primeros prolegómenos de semiótica en Rusia", p. 197.
[2] Chironectes minimus. Este animal recibe en Chiapas los nombres de tlacuachillo acuático y zorra de agua. Allí se encuentra en los municipios de ]uárez, Reforma, Catazajá y Ocosingo. Álvarez del Toro, Los mamíferos de Chiapas, p. 13.
[3] Walker y otros, Mammals ofthe World, v. 1, p. 25.
[4] Gewalt y Grzimek, "Opossums", p. 60-63.
[5] Leopold, Fauna silvestre de México, p. 373-374. Hay, sin embargo, quien dice que la carne es aceptable, siempre y cuando que los buenos guisos le quiten su olorcillo desagradable. Álvarez del Toro, Los mamíferos de Chiapas, p. 11.
[6] CebaIlos González y Galindo Leal, Mamíferos silvestres de la Cuenca de México, p. 47.
[7] Santamaría, Diccionario de mejicanismos, v. comadreja.
[8] En territorio maya se le dice zorro desde el siglo XVI. Véase el apéndice 6 de este ensayo. Entiéndase que el mito titulado "El zorro" en la obra de Abreu Gómez se refiere en realidad al tlacuache. Cuando el animal reclama al creador Tamaychí una forma de burlar a sus enemigos, éste le concede que cuando sea atrapado no se mueva, agache las orejas y parezca estar muerto. Abreu Gómez, Leyendas y consejas del antiguo Yucatán, p. 109. Otro tanto puede decirse de la "Historia de don Zorro y el hombre"; el personaje central se distingue por su capacidad de fingirse muerto. Incháustegui, Las márgenes del Tabasco chontal, p. 331- 333. En Tabasco suele hacerse la distinción entre el zorro cola peluda y el tlacuache o zorro cola pelada. Véanse en el apéndice 10 de este ensayo las coplas de Choco Tabasqueño.
[9] Así, por ejemplo, hay un mito mopán en el que la zorra roba el maíz con el auxilio de las hormigas y los dioses del trueno. J. E. S. Thompson, Historia y religión de los mayas, p. 418- 419. Como veremos más adelante, al tlacuache corresponde la gloria de este robo.
[10] Gewalt y Grúmek, "Opossums", p. 57.
[11] Hall y Kelson, The Mammals of North America, v. 1, p. 4.
[12] Heinemann y Thenius, "The Marsupials", p. 50.
[13] Hartman, "Traditional belief concerning the generation of the opossum", p. 322.
[14] Lévi-Strauss, Mitológicas*. Lo crudo y lo cocido, tercera parte, cap. xi.
[15] Ramírez-Pulido y Müdespacher, "Estado actual y perspectivas del conocimiento de los mamíferos de México", p. 52 Y 58. Los cuatro primeros géneros pertenecen a la familia Didelphinae; el quinto, a la Caluromynae.
[16] Uejkauitl nauaueuejtlatoli, p. 28-32.
[17] Munn, "The opossum in Mesoamerican mythology”
[18] En Zohapilco, un sitio lacustre del sureste de la Cuenca de México, Fase Manantial. Niederberger, Zohapilco, p. 31, lamo ii-2. Véase la lámina 10, figura e de este ensayo.
[19] Puede consultarse como guía a Seler, "Die Tierbilder der mexikanischen und der MayaHandshriften", p. 506-513. Hay referencias a interesantes figuras en Brambila Paz y otros, El animal en la vida prehispánica, p. 51-53.
[20] Munn, "The opossum in Mesoamerican mythology", p. 47.
[21] 1 The ancient fotttre 01 the ltza. The Book 01 Chilam Balam de Tizimin, traducido por Edmonson. Véase la nota de Edmonson, p. 64. El nombre de ch'amacil corresponde, efectivamente, a "zorros", pues zorro es en maya yucateco chamac, ch'amak y ch'ttmak. Barrera V ásquez y otros, Diccionario maya Cordemex, 2a parte, p. 94, p. 292 Y 360. Véase más abajo, en los capítulos 18 y 19, la oposición coyoteltlaettache entre los quichés.
[22] Ramón, Dioses zapotecos, p. 12-13. Sobre estos torzales formados en la nariz de las representaciones zapotecas de los tlacuaches, véase Caso y Bernal, Urnas de Oaxaca, p. 267- 268 Y 271-272.
[23] Caso, El tesoro de Monte Albdn, lamo iii y p. 94-95.
[24] Caso y Bernal, Urnas de Oaxaca, p. 265-266, Y Baus de Czitrom, "El tlacuache en el mundo mesoamericano", fol. 10-11.
[25] Carlos Mónera proporcionó estos datos a Carolyn Baus de Czitrom. Baus de Czitrom, "El tlacuache en el mundo mesoamericano", p. 11.
[26] Guiteras Holmes, Los peligros del alma, p. 35-36.
[27] Ziehm, "Introducción" a Preuss, Mitos y cuentos nahuas de la Sierra Madre Occidental, p.: 49.
[28] Villa Rojas, Los elegidos de Dios, p. 295.
[29] Zingg, Los huicholes, v. i, p. 332 Y v. ii, p. 277, nota 15; Lumholtz, El México desconocido, v. ii, p. 148.
[30] Barrolomé y Barabas, Tierra de la palabra, p. 111-112.
[31] Por ejemplo, Incháusregui, Relatos del mundo mágico mazateco, p. 67-68.
[32] Por ejemplo, en el mito huichol narrado por Rentería.
[33] Preuss, Die Nayarit-Expedition, Y. i, p. 169-181.
[34] Zingg, Los huicholes, v. i, p. 358, nota 13 y v. ii, p. 187. P. T. Furst, "El concepto huichol del alma", p. 9-11.
[35] Por ejemplo, entre los totonacos, Williams García y García Ramos, Tradición oral en Tajín, p. 31, e Ichon, La religión de los totonacas de la sierra, p. 95-96. Entre los nahuas, Taggart, Nahuat myth and social structure, p. 103-104. Entre los tepehuas, Williams García, Mitos tepehuas, p. 67.
[36] Técnicos bilingües... , Agua, mundo, montaña, p. 21. Puede verse también Elson, "The Homshuk: a Sierra Popoluca text", p. 202
[37] Entre nahuas, Técnicos bilingües ... , Agua, mundo, montaña, p. 135-136.
[38] Entre cuicatecos, Relatos, mitos y leyendas de la Chinantla, p. 56-57. Hay que tomar en cuenta que en algunos mitos puede tratarse del propio tlacuache, que recibe los nombres de zorra y zorro.
[39] Comunicación personal de Jacques Galinier, 23 de marzo de 1987, referente a otomíes del sur de la Huasteca.
[40] María Montoliu recogió un relato en Chan Kom, Yucatán, en 1973.
[41] En la parte noroccidental del estado de Morelos. Comunicación personal de Ingrid Rosenblueth, 5 de agosto de 1985.
[42] Giddings, Yáqui myths and legends, p. 63.
[43] Dahlgren, Grupo cora, fol. 57
[44] Petrich, "Los mochós cuentan de dónde vino el fuego".
[45] Rubel, "Dos cuentos tzotziles de San Bartolomé de los Llanos", p. 789.
[46] Incháustegui, Relatos del mundo mdgico mazateco, p. 53-56.
[47] Hollenbach, "El mundo animal en el folklore de los triques de Copala", p. 458-459. En cuanto a las características físicas de los tlacuaches: "el marsupio de las hembras, así como el escroto anterior al pene en los machos, son características peculiares de estos animales". Ceballos González y Galindo Leal, Mamíferos silvestres de la Cuenca de México, p. 47.
[48] Basten aquí tres ejemplos: el cuento publicado por Rendón, "El tlacuache y el coyote en zapoteco"; el cuento tzeltal "El tlacuache y los leones", publicado en la revista México indígena, y el cuento nahua publicado por Pury, "Cuentos y cantos de Tlaxcalancingo, Puebla", p. 71 y 86-92.