viernes. 04.10.2024
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EL TONTO EN LA COLINA

Tachas 577 • John estaba intentando contactar aliens • Jorge Luis Flores Hernández

Jorge Luis Flores Hernández

John Shepherd en su centro de operaciones
John Shepherd en su centro de operaciones
Tachas 577 • John estaba intentando contactar aliens • Jorge Luis Flores Hernández

Hace un par de años vi, por recomendación de mi papá, un documental llamado ‘John estaba intentando contactar aliens’. Es muy breve, de apenas 16 minutos, pero en esos 16 minutos se condensa la vida y la obra de un hombre.

Ya el título nos dice mucho. El uso del verbo “intentar” y el pretérito continuo parecen adelantar que la búsqueda acabó en fracaso, mientras que la construcción de la frase puede indicar que algo no previsto ocurrió mientras John intentaba contactar aliens que interrumpió o alteró la naturaleza del esfuerzo. Ambas conjeturas, se verá pronto, son correctas y es eso, el fracaso aunado al encuentro de lo inesperado, lo que me parece que hace de este pequeño retrato un símbolo cautivador. Cuando menos a mí no me ha abandonado y lo he visto en varias ocasiones.

Antes de seguir, si no han visto el documental, los invito a pausar la lectura y dedicar un cuarto de hora de su vida a esta historia que bien valdrá su tiempo.

El corto nos presenta a John Shepherd, un hombre ya viejo que parece un Karl Marx desaliñado, y en un inicio estaremos tentados a creer que es un loco cualquiera entre los muchos que habitan los pueblos rurales de Estados Unidos, tan aptos para ser objeto de escrutinio (y de ridiculización para nuestro entretenimiento) de las cámaras. Pero pronto nos damos cuenta de que ni él es un lunático del montón ni la lente de Matthew Killip está interesada en explotarlo, sino en comprenderlo.

John encontró la obsesión que lo definió en la adolescencia, en 1972, y desde entonces hasta 1998, pasó la vida dedicado en cuerpo y alma, como se dice, pero también en mente y bolsillo (y el bolsillo de sus adorables abuelos) a tratar de establecer contacto con inteligencia extraterrestre. ¿Su método? Enviar señales radiofónicas al espacio. ¿Su mensaje? Música “cultural”, como le llama él, que consiste en jazz, afro beats, reggae y bandas como Kraftwerk, Tangerine Dreams, Harmonia, Can y Cluster. ¿Sus herramientas? Construidas por él mismo con ayuda de su abuelo: equipos de comunicación por satélite, tubos de microondas de alta potencia, un acelerador transmisor de alto voltaje, múltiples consolas de monitoreo, etc. ¿Su centro de operaciones? Su habitación, el estudio y la sala de estar de sus abuelos. Hay fotos cómicas y entrañables en las que se ve un costado de la casa repleto de maquinaría salida de un programa de ciencia ficción de los cincuenta, mientras en una esquina unos ancianitos tejen o se relajan.  Eventualmente la ambición de John excedió el espacio que la casa ofrecía, así que su abuela, Irene Lamb (a quien el corto está dedicado) unió sus ahorros a los de su nieto para construir un hangar desde el cual el muchacho podía continuar su proyecto, ahora profesionalizado bajo el acrónimo: STRAT: Special Telemetry Research And Tracking.

Mientras el viejo John narra sus peripecias, vemos fotografías análogas digitalizadas mostrando al adolescente John, al joven John y al adulto John, siempre con la misma mirada, mitad de niño extraviado, mitad de viajero que desafía a los elementos. Es obvio, por todo cuanto construyó de manera autodidacta, que es un tipo con una gran inteligencia técnica, aunque también es claro que esa inteligencia estuvo siempre bajo el mando de una ingenuidad casi infantil que, ya de entrada, lo condenaba a la derrota. Por ejemplo: la señal que envió durante años tenía un alcance del doble de distancia de la Tierra a la Luna, distancia excesivamente corta en el plano del cosmos; por otro lado transmitía música, pensando que se trata de un “lenguaje universal”, cuando en realidad no podría saber si una forma de vida extraterrestre tendría sentido del oído, o si podría escuchar en esa frecuencia, o si tendría la tecnología exacta para captar y reproducir señal de radio; y más enternecedor aún, iniciaba y terminaba sus transmisiones hablando en inglés y pidiendo que volvieran a sintonizar a las 9PM, como si los alienígenas obedecieran el tiempo humano y las horas antes o pasado meridiano.

Nada de lo dicho hasta ahora contribuye a separar a John del resto de los locos a los que antes aludí, pero es aquí donde Matthew Killip demuestra que no está interesado en la caricatura sino en la persona. Luego de introducir sus rarezas (admirables, pero rarezas, al fin), el documental nos lleva de manera muy delicada, casi impresionista, al pasado de John: su padre lo abandonó al nacer y sus abuelos lo adoptaron, su madre, no sabemos por qué, casi no figura en su vida: “Mi madre siempre fue un poco diferente a mí”, dice, “casi alienígena”, continúa, corrigiendo de inmediato su conspicua elección de vocablo: “no, no es la palabra correcta”. A los doce años, John descubrió además que era homosexual. Así que tenemos a un chico diferente en muchos sentidos, abandonado por sus padres, viviendo con sus abuelos en un área gélida y despoblada de Michigan que, en un arrebato de inspiración (o desesperación, que muchas veces son hermanas), decidió mirar al cielo y esperar que allí afuera hubiera alguien con quién comunicarse. “Mi cuerpo estaba aquí, en esta pequeña comunidad, pero mi mente estaba afuera, viajando, viajando por el cosmos”, dice John.

Y es eso, creo, esa elocuencia y esa sensibilidad lo que hace a John tan singular. En un momento de autorreflexión resume así su destino: “A veces tomar el curso que yo he tomado en mi vida es como, tal vez, andar por un solitario camino de montaña para llegar a elevaciones más altas, para disfrutar de la vista” y termina: “No es un camino con mucha compañía”.

A pesar de sus sacrificios personales, y de su increíble tesón ayudado siempre por sus leales abuelos, John nunca encontró respuestas, ni datos científicos de valor. En 1998, obligado por falta de recursos, tuvo que clausurar el proyecto STRAT. En el documental, John guía a la cámara por el viejo centro de operaciones ahora convertido en el cementerio de un sueño. Poniendo su mano sobre las carcasas de su pasión, John sentencia con una resignación casi digna de un maestro zen: “estos son pedazos de pensamiento descartados”. Sin hacer aspavientos ni regodearse en el dolor de lo que parecería una vida desperdiciada a ojos de muchos, John atesora el camino: “Llenó mi vida. Le dio algo. Significado”.

En un giro de tuerca final, descubrimos que John sí encontró algo, a su otra mitad, que es justamente otro John que quedaría también finalista en el concurso de imitadores de Marx. Al final del documental vemos a John y a John, sentados en su sillón, contando cómo sintieron el flechazo. Nuestro John, sin perder nunca su sentido poético, dice: “Hay gente que se pasa toda la vida buscando esto y no lo encuentran. Yo fui uno de los afortunados. Se hizo contacto”.

Y ya. Eso es todo. Eso basta. John estaba intentando contactar aliens, pero en realidad, como cualquiera de nosotros, lo que está buscando es conectar, un sitio en el mundo, algo que dote de significado a su vida. Y sin embargo no es eso lo que a mí más me interpela, aunque igual me conmueva. Lo que me sorprende es cuán perfectamente John representa una metáfora del quehacer artístico. De la locura que es dedicarse a crear algo profundamente, íntimamente nuestro para ponerlo ahí afuera y esperar, sin ninguna garantía, que alguien lo encuentre, le preste atención y (esto ya parece demasiado pedir) lo valore. John es, digamos, el tonto en la colina perfecto que me recuerda varias cosas: que la apuesta en el arte debe ser total, que hay que hacerlo con humildad y con amor por el proceso, que los resultados son secundarios e incluso incidentales y que nunca hay que perder el entusiasmo y una, en ocasiones, absurda esperanza: “Nunca dejé de intentar establecer contacto y la emoción siempre estuvo ahí, la expectativa de que en cualquier momento algo podía pasar”. Gracias, John.



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