EL TONTO EN LA COLINA
Vuelta al origen
Jorge Luis Flores Hernández
“Tu boleto para alejarte de la civilización” leía el anuncio. No se explicaba ni cuál era el destino ni cuál la duración, pero se garantizaba una vuelta total a la naturaleza. Z, cansada de una vida entera encajonada en asfalto y cables y hierro y vidrio; harta de la opresión de las miles de máquinas con sus pitidos y vibraciones; fastidiada de la esquizofrenia de las millones de pantallas y la cacofonía de los millones de parlantes, no dudó ni un segundo en apuntarse.
Instalada en su asiento de avión, sintiéndose ligera y por lo tanto muy apta para el vuelo, Z sacó su tablet e hizo la primera entrada en su bitácora de viaje: “9 de la mañana. Cielo nublado. Estamos a punto de despegar. Ya ronronea el motor del avión. La orilla del mundo me espera. Ojalá también ahí encuentre la paz”. Guardó el aparato y se dispuso a mirar por la ventana: la carrera embravecida, la súbita pérdida de peso, el horizonte que se inclina en la ventana mientras la tierra se deja atrás, la ciudad y el paisaje que van abstrayéndose en curiosas geometrías y colores. Al alcanzar las nubes, Z cayó dormida. Despertó con las piernas entumidas por las muchas horas de viaje. Se disculpó con los compañeros de compartimiento y salió al estrecho pasillo donde la imponente visión de las montañas le arrebató el aire de los pulmones. Se dirigió al coche-comedor, ordenó una copa de brandy y sacó de nuevo libreta y bolígrafo para apuntar sus impresiones: “3 de la tarde con 5 minutos. El tren atraviesa el bosque y el silbido de sus vapores es el único rumor humano en estas tierras. El aire es limpio, el cielo muy claro. Yo misma me estoy purifican…”. Un salto interrumpió su escritura y la hizo deslizar la pluma de ganso sobre el papel de algodón, creando una gran cicatriz de tinta en el cuaderno. Z se asomó y preguntó al chófer qué había pasado. Este le respondió que un grupo de conejos se había atravesado en el camino y los caballos se habían asustado. Resguardada de nuevo en la carroza y quizá por el frío repentino, quizá por el paisaje cada vez más austero de la estepa, quiso por un momento rendirse a la nostalgia, sin embargo, por más que intentó, no logró invocar muchas imágenes de su vida previa, repleta de comodidades que daba por sentado pero que a la vez la alejaban de su auténtico yo. Inspirada, retomó sus apuntes: “Pronto caerá la noche. Aún falta mucho camino por recorrer. El aire está poblado de silencios. Las voces de mi mente también comienzan a callar”. En este punto decidió que era hora de descansar. Encendió una fogata y amarró al caballo cerca del calor. Pasó sus manos por la crin y acarició el hocico cálido agradeciéndole el trabajo de ese día. Durmió bajo las estrellas. La despertó el sol austral lamiéndole la cara. Estaba sola. Tomó su cuchillo y en el tronco de un árbol grabó sus iniciales y algunos signos indescifrables. La tierra fría, las rocas y el musgo moldeaban sus pasos. El aire seco y gélido le arañaba la cara. Su consciencia se diluía suavemente en el andar, se perdía en el vasto horizonte y renacía de pronto cuando algún ruido anunciaba la cercanía de un animal. Sus músculos, sus entrañas, su mente, todo se comunicaba entre sí sin necesidad de que mediaran pensamientos. Caminó hasta que un cielo púrpura anunció la noche. Se metió en una cueva, encendió un fuego nuevo, y con serenidad se puso a moler roca de color rojizo. Humedeció el polvo carmesí con su saliva y con esa pasta continuó su diario sobre los muros de piedra. Sería difícil decir qué quiso comunicar con esas figuras, pero parecía contenta.