NARRATIVA
Tachas 592 • Goya • Ivo Andric
Ivo Andric
(1928)
La primavera pasada, España celebró el centenario de la muerte de uno de sus más grandes pintores, Francisco de Goya. Particularmente interesante y útil fue la gran exposición de cuadros de Goya en el Museo del Prado de Madrid. En ella, además de las obras permanentemente expuestas, podían verse retratos y bocetos que pertenecen a colecciones privadas de ciertas familias aristocráticas españolas y que durante siglos habían permanecido ocultas en salones particulares. Ahora, una vez terminada la celebración, todas estas extrañas figuras, retratos de princesas y nodrizas, o escenas fantásticas, han regresado «a sus castillos como fantasmas nocturnos», a los salones desde donde fueron trasladados.
Ante todo, la exposición permitió que las obras que siguen pudiendo verse ahora en el Museo del Prado se iluminaran con un resplandor que no es meramente terrenal ni tampoco estrictamente celestial. Goya nos atrapa, nos aturde, nos sobrecoge y nos deja sin aliento. Y el visitante abandona el museo para seguir recorriendo mundo y contemplando otras obras, pero jamás olvidará a Goya.
La vida de este extraño hombre y gran maestro es en buena medida una leyenda llena de luces y sombras. En parte recuerda a la de Miguel Ángel y Beethoven, aunque es más turbia y aterradora, menos sublime: no hay nada en ella prometeico o faustiano. Es un mártir sin ningún consuelo: la suya es ante todo la tragedia de los sentidos, y su orgulloso silencio el de quien padece en la tierra sin esperanza ni ilusión.
Goya nació el 30 de marzo de 1746, en la pequeña villa aragonesa de Fuentedetodos, hijo de una familia humilde. Cuenta la leyenda que un fraile vio al pequeño Francisco intentando dibujar en una pared un cerdo que andaba por el patio y, al reparar en el talento del niño, se lo llevó al pintor de Zaragoza José Luján. Se sabe que Goya pasó seis años en Zaragoza con aquel maestro severo y desmañado, aunque entusiasta. Y, por lo visto, ya desde entonces el temperamento original e irrefrenable del joven era evidente. La vida en la Zaragoza de la época, con sus intensos claroscuros, atrajo al joven Goya mucho más que las áridas lecciones de su profesor. Sin lugar a dudas, el joven pintor y aprendiz entró en contacto con las clases populares y los personajes marginales que más tarde retrataría con fervor y destreza. Parece que su franqueza y libertad de espíritu lo pusieron en conflicto con la Inquisición, y a la edad de diecinueve años tuvo que abandonar Zaragoza. Partió entonces a Madrid, donde tenía compañeros de escuela y amigos.
Aunque se ignoran los detalles de la vida de Goya a partir de ese momento, la leyenda lo imagina igual que en Zaragoza: estudiante dotado, pendenciero, mujeriego y pícaro, ahora a lo grande, al estilo de la capital. Una desafortunada aventura nocturna, en la que fue herido con un cuchillo, volvió a enfrentarlo con las autoridades y se vio obligado a abandonar Madrid y regresar a Zaragoza. Tenía veinticinco años cuando se marchó a Italia, y su estancia en ese país es otro de los oscuros períodos de su vida de los que lo poco que se sabe es que fue tumultuoso y que se prolongó, con interrupciones, durante cuatro años.
También se cuenta que Goya participó en corridas de toros como un típico torero profesional para ganarse algún dinero. Sin duda amaba apasionadamente este brutal y cautivador espectáculo español, a juzgar no sólo por su autorretrato con traje de torero y sus muchos dibujos y grabados sobre tauromaquia, sino por las cartas a sus amigos que firmó como Francisco de los Toros.
Del período italiano consta que secuestró en un monasterio de Roma a una niña—asunto condenado en aquella época con la pena de horca—y que, capturado, tan sólo salvó la cabeza gracias a la intervención del embajador español.
En 1775 Goya regresó a Madrid en el esplendor de su vida. Sin lugar a dudas ya era un pintor reputado. Mengs, que entonces era en la corte española una especie de árbitro de las bellas artes, encargó a Goya los diseños para la Real Fábrica de Tapices. A partir de entonces, y durante los siguientes dieciséis años, Goya creó sus originales escenas de gran formato, no siempre perfectas desde el punto de vista técnico, pero geniales tanto por su concepción como por su expresividad. Los tapices decorativos que hizo en la Real Fábrica de Santa Bárbara, a juzgar por los cartones que se han conservado, a menudo carecen de delicadeza en la ejecución, porque Goya tuvo que sacrificar mucho, tanto en el color como en el trazo, para asegurarse de que era posible trasladarlos al tapiz. Incluso si los tapices no son la realización pictórica más relevante o más perfecta de Goya, resultan interesantes porque el pintor plasmó en ellos su exuberante individualidad e insólita fantasía, así como su pasión por las diversas formas y los ambientes de la vida española. En este sentido, Goya se erige en los tapices como el pintor más importante del pueblo español, puesto que lo pinta más y con mayor audacia que Velázquez: pinta con maravillosas pinceladas tabernas al borde de carreteras, a unos hombres marchando bajo la nieve, a un albañil herido tras caerse del andamio al que asisten dos compañeros, a los ciegos en las ferias, y corridas de toros, bodas en los pueblos, corros femeninos y alegres pasatiempos. A veces, en estas composiciones ya asoma algo tenebroso e inquietante, aunque sea una nube inofensiva, anunciando la oscuridad que más tarde envolverá tanto la obra como la vida del artista. Sin embargo, todavía queda un largo trecho por recorrer. Ésta no era una etapa de claroscuros, sino un momento febril de su vida.
Goya tenía entonces treinta años. Trabajaba para la Corte y estaba a un paso de convertirse en pintor oficial. Fue nombrado académico de mérito de la Academia de San Fernando. Se casó con la hermana de los pintores Bayeu, la callada y elegante Josefa, conocida también como Pepa, que dio a luz nada menos que a siete retoños.
Gracias a las cartas que escribió a su amigo de juventud Martín Zapater, quien vivía en Zaragoza, y que se publicaron más tarde, es posible conocer al Goya de esa época. Verdadero representante de su país y de su tiempo, caballero extravagante y sibarita, era, como dice un casto biógrafo, «un admirador del sexo femenino», admiración que cultivó con desenfreno. Directo e impetuoso, todo lo que pensaba, escribía y hacía atestiguaba de forma indudable su genialidad. De hecho, era más noble que bueno y más afable que gentil. Es conmovedora la sencillez con la que aquel baturro[1] aragonés se hizo famoso y rico en la capital. Hasta su pobre ortografía tiene encanto, aunque es tan endiablada que puede llevar a la desesperación a cualquier filólogo español. Esas cartas nos revelan cómo era Goya en la Madrid de entonces, y a través de ellas descubrimos su agitada y trepidante vida, el contacto con las clases populares y sus costumbres, el egotismo ingenuo y saludable, el deseo de vivir y de disfrutar. En ellas le describía extensamente a su amigo, modesto provinciano, sus mulas y el nuevo carruaje con el que se desplazaba por Madrid, tan dorado y reluciente que la gente se detenía para contemplarlo. En 1786 le comunicó a Zapater la magnífica noticia de que había sido nombrado pintor real. Sus ingresos habían aumentado y sus conocidos eran poderosos. Goya le confesaba también que gastaba mucho, en primer lugar porque así lo exigía su nueva posición, y en segundo, porque le complacía hacerlo y era incapaz de refrenarse.
En aquel momento Goya no era sólo un famoso pintor de tapices, sino también un retratista de moda. Pintó dos retratos del rey Carlos III y, una vez muerto éste, retratos de Carlos IV y de su familia. Todos los duques y duquesas le encargaban retratos. Realizó uno del joven Godoy, el todopoderoso amante y favorito de la reina. «Los reyes están locos por tu amigo», le escribió a Zapater. Además, era amante de la mujer más bella y divertida del Madrid de entonces, lo cual no era poca cosa para un advenedizo aragonés: él, don Francisco, era hijo de Engracia Lucientes y José Goya (quien, como sabemos por el certificado de defunción expedido en Fuentedetodos, «murió sin testamento, porque nada tenía que legar»), mientras que ella era ¡la sabia y bella María del Pilar Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, la decimotercera duquesa de Alba y marquesa de Villafranca!
¿Qué era la duquesa para él? ¿Una mujer fatal o un ángel de la guarda? En España, donde se habla mucho y con gracia, pero también se sabe guardar un cauteloso silencio sobre lo que no se desea contar, es difícil confirmar algo. Y lo que se rumoreó en los salones de la época de Goya fue olvidado hace mucho tiempo. Aunque el pintor realizó varios retratos de la duquesa, tampoco éstos revelan nada. Delgada, de talle fino, ojos negros expresivos pero enigmáticos, manos delicadas, aspecto de maniquí. Sólo en dos retratos aquella beldad parece un poco más expresiva: en uno, señala su propio nombre, «Duquesa de Alba», situado en la esquina izquierda del cuadro; y en el otro señala una sola palabra que destaca a sus pies, solitaria: «Goya». Asimismo, por el cuerpo de las dos majas (vestida y desnuda) se diría que la modelo fue la duquesa. En ambas pinturas el cuerpo perfecto de la mujer retratada posee la serena sensualidad y altivez de las fieras en reposo, pero también la gelidez de las criaturas sin alma.
Pero, más allá de su aspecto, ¿fue la duquesa, como dicen, compañera y amiga, musa y protectora? Al respecto sólo disponemos de especulaciones: los biógrafos del pintor lo acercaron o lo alejaron a la duquesa de acuerdo con las exigencias y el gusto de la época en que escribieron.
Ciertamente, en esos años Goya estuvo a la altura de su popularidad. Y fue en ese momento cuando el artista inició su descenso personal, es decir, cuando se adentró en esa otra mitad oscura de su vida que tantas obras desiguales y extrañas le hizo crear, algunas de una inmensa importancia, sin las cuales Goya no sería lo que es y no ocuparía un lugar tan distinguido entre los pintores de España y Europa.
Los primeros signos de la deriva crepuscular del pintor están vinculados, de hecho, al nombre de la duquesa de Alba. En 1784 Goya escribió una carta que permite sospechar su insatisfacción y su mala salud, donde explicaba que había perdido todas sus fuerzas, trabajaba muy poco y no estaba seguro de recuperar las ganas de trabajar. Nueve años más tarde, en 1793, ya estaba gravemente enfermo. La duquesa de Alba lo llevó a Sanlúcar de Barrameda, cerca de Cádiz, para que se recuperara allí. Pero ¿cuál fue la en fermedad de Goya? ¿Y su causa? Nada relacionado con la extraña vida del pintor se sabe con certeza, ni siquiera eso. En uno de los fantásticos dibujos realizados durante su enfermedad, Goya añadió en el dorso que se trataba de una pesadilla que tuvo sin lograr despertarse y deshacerse de ella; y al pie del dibujo escribió a pluma, en letras grandes: «La enfermedad de la razón». ¿Fue ésa su enfermedad? ¿O simplemente tuvo una crisis temporal debida al cansancio, al exceso de trabajo y de diversiones? Sea como fuere, algo se había ensombrecido y quebrado en aquel hombre que un día había sido fuerte. En 1795 Goya tuvo que renunciar a su puesto en la Academia de San Fernando porque para entonces ya estaba completamente sordo. ¿No es la sordera una de las peores desgracias? ¡Cómo debió de llorar este hombre vital añorando las risas femeninas y el habla humana! Se habían acabado las palabras y la música para él—en España, donde todo son palabras y música—, el tañido de las campanas, las canciones, las bromas de la multitud en las calles o en las playas, las interjecciones con que el torero provoca al toro en el ruedo, «¡Je, toro, je!». Todo eso había muerto para Goya, sordo a una edad muy temprana. Sólo podía sospechar lo que otros decían observando con la mirada desconcertada de quien aún no se ha adaptado y acostumbrado a leer los movimientos de los labios.
Cuando, después de la larga convalecencia en Sanlúcar, regresó a Madrid, continuó haciendo retratos para la corte. El todopoderoso Godoy lo invitó a almorzar un día. Goya rezongó, pero no pudo negarse. Y la escena que se produjo recuerda mucho a la tragedia de Beethoven. Tan pronto como se sentó a almorzar, Godoy le preguntó amablemente: «Bueno, ¿qué tal, Goya?». Goya, que no oyó una palabra, respondió con amargura y en un tono de voz demasiado elevado, como todos los sordos: «¿Pero no sabe que ahora tiene que hablar conmigo con signos?». Por lo visto, el amigo de la reina y primer ministro español se quedó muy confundido. Y más tarde, Goya escribió con cierta amarga vanidad que de ese modo había enseñado a hablar con las manos a Godoy, quien tenía que dejar de comer cuando quería decirle algo.
Por primera vez, la enfermedad aisló a Goya y lo llevó a prestar atención a temas más oscuros, como la miseria y las desgracias de las clases humildes, que conocía de antes, pero en las que, aún feliz y joven, no se había detenido. Durante años los encargos de la nobleza lo habían abrumado, pero al enfermar se quedó solo por primera vez y dispuso de libertad para pintar lo que quisiera. Fue entonces cuando elaboró su gran colección de grabados titulada Caprichos. En esta serie de grabados, como en la posterior titulada Disparates o Proverbios, los fantasmas nocturnos o las enfermedades nerviosas se entremezclan con la crítica social cargada de ironía y sarcasmo. Entre los Caprichos de esa época hay uno que representa a un fantasma sin rostro ni nombre que lleva un significativo título: «¿Qué quiere este fantasmón?». También creó por esos años la serie de nueve dibujos Visiones de una misma noche, en la que aparecen criaturas medio humanas y medio animales en poses grotescas: en el primer dibujo leemos «Visión burlesca»; en los siguientes «Otra en la misma noche», «3.a en la misma»… Tales visiones no son otra cosa que las nocturnas apariciones de los fantasmas de Goya, de todo lo que le ofendía, le perturbaba y le indignaba. Porque el alma de este aragonés temperamental anhelaba justicia, luz y sinceridad. Y al realizar sus distintas series sobre las debilidades humanas, las pasiones y los vicios, no sólo elaboraba las líneas y las sombras, sino también la dimensión dramática de la profunda piedad, la ironía y la crítica feroz. Cualquiera de estas tres series podría llevar los versos de Baudelaire como epígrafe, pues parecen describirlas con absoluta precisión: «Voilà le noir tableau qu’en un rêve nocturne | Je vis se dérouler sous mon œil clairvoyant» [Éste es el negro cuadro que en un sueño nocturno | vi desplegarse ante mis ojos clarividentes].
Cuando, en vida de Goya, aparecieron las primeras reproducciones de estos Caprichos, se produjo un escándalo. De pronto, la sociedad madrileña empezó a reconocerse en los rostros de algunas de las figuras grotescas. Entre las caricaturas implacables, algunos reconocieron a Godoy, otros a la reina y a las damas de la nobleza, e incluso a la propia duquesa de Alba. Cada cual descalificaba a su adversario afirmando que aparecía en los Caprichos. Goya se defendió en vano arguyendo que no había pintado a nadie en particular, sino los errores y los vicios del género humano, y que puesto que estaba enfermo tan sólo deseaba que lo dejaran tranquilo. Por lo visto, también a él le asustaron sus propios monstruos, pues comenzó a dar explicaciones banales y moralizantes de los Caprichos. Tenía motivos para temer al omnipotente clero, el cual, no sin razón, vigilaba a los «liberales» y a los volterianos. (En sus dibujos, Goya no había escatimado caricaturas de la Iglesia ni de sus representantes, especialmente de la Inquisición. Los dibujos más críticos, que ni siquiera pudieron reproducirse, se encuentran hoy en el Museo del Prado. Son bosquejos en pequeño formato que llevan títulos cargados de ironía, desprecio o lástima). Para poner fin a la persecución, Goya regaló toda la serie de Caprichos al rey, quien la acogió sabiamente y, así, cortó de raíz todas las suspicacias y habladurías.
(Fragmento cedido por los Editores. Andric, Ivo. Goya. Acantilado. Barcelona. 2019)
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Ivo Andric (Travnik, Bosnia, 1892). Comenzó a escribir desde los once años. Fue un firme defensor de la causa yugoslava, y miembro del movimiento nacionalista progresista Mlada Bosna (Joven Bosnia). En julio de 1914 fue arrestado y permaneció como preso político por casi un año. En los años treinta, su carrera como diplomático fue en ascenso hasta el punto de recibir condecoraciones internacionales. Su posición le sirvió para interceder ante las autoridades alemanas para salvar a estudiosos y escritores de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Las obras de Andric se convirtieron en clásicos de la literatura moderna serbia, bosnia y croata; entre ellas, destacan Un puente sobre el Drina, La crónica de Travnik y El lugar maldito. En 1961 recibió el Premio Nobel de Literatura y ha sido el autor más traducido de la zona de los Balcanes.
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[1] En español en el original. (N. del T.)