FILOSOFÍA
Tachas 595 • Flores intempestivas • Jacques Rancière
Jacques Rancière
¿Por qué esos jarrones con dalias, dispuestos sobre las mesas del banquete de La Communion solennelle (1976), atrajeron mi mirada desde el primer plano? ¿Por qué he experimentado con ello la evocación de una exasperación antigua, la que se había apoderado de mí, en la época de Le Joli Mai (1962), al ver a Chris Marker, antepasado del voyeurismo de izquierdas actual, pasear su cámara por los patios de los barrios populares y felicitar amablemente a una casera por su plantación? «Los pensamientos, ¿eh?», decía más o menos, «¿son difíciles de traer?». Más allá de mi risa burlona al evocar el gran pedículo de pensamientos que crecía entonces por sí solo entre las piedras del umbral de mi puerta, había otra cosa: el sentimiento de que su similitud con las flores tenía algo que revelamos sobre el comportamiento de los amigos/voyeurs del pueblo.
Para discernir mejor ese algo, deberíamos echar mano de la historia del izquierdismo: una cierta inquietud tras la visita al pueblo, las demostraciones de cariño a él dedicadas, las peticiones para ser instruidos; algo que al mismo tiempo querríamos y no querríamos saber de él: un asunto de familia un poco diferente a aquel con el que habitualmente nos machacan los oídos, y que la pregunta-respuesta de Chris Marker permitiría entrever: ya no se trata de la pregunta sobre los niños: ¿de dónde vienen los niños?, sino de la pregunta de los intelectuales que saben todo lo que tienen que saber sobre la ingenuidad de los niños: ¿de dónde vienen las coles?
Amor del pueblo, cuestión de coles, lugar de un quid pro quo fundamental cuya fórmula me fue facilitada durante una reunión de intelectuales de la izquierda proletaria, en el punto culminante del gran amor por la buena gente y por las caseras sembradoras de pensamientos de nuestro pueblo francés. La reunión, como suele suceder, se celebraba en un apartamento un poco demasiado lujoso en un barrio un poco demasiado hermoso y, según la costumbre, los participantes expresaron con sus observaciones que ese ambiente no era el suyo. Alguien se fijó en un jarrón con anémonas azules: «¡Qué amanerado!», suspiró, «¡amapolas azules!». Una anécdota que podría definir así al intelectual amigo del pueblo: el que toma las verdaderas anémonas por unas falsas amapolas y que cree, gracias a la refutación de los floristas, haber encontrado unas flores que crecen en los campos de trigo del pueblo. No me sorprendí, pues, al ver, unos años más tarde, al mismo intelectual desarrollar ese quid pro quo en una filosofía del pueblo que trenzaba en guirnaldas de retórica las falsas-verdaderas amapolas obtenidas con la refutación de las falsas-falsas amapolas.
Sobre todo no me sorprendía en absoluto que las decepciones experimentadas en el terreno del amor del pueblo y de la cuestión de las coles hubiera llevado esa doblez hacia la crónica familiar, que adquiere actualmente dos figuras: el psicoanalismo izquierdista interrogando sobre el amor del Padre al principio del servicio del pueblo, el etnologismo de izquierdas dispuesto, a través de las crónicas pueblerinas y de las memorias del pueblo, a transformar la relación voyeurista con el pueblo en relación de herencia y, remitiendo la pregunta «¿De dónde vienen los niños?» no a la ley sino al vigor campesino que la desbarata, encontrar, identificándose precisamente con esos niños cuyo origen nos es explicado, la ocasión de dar al mismo tiempo con la mesa servida con coles a punto.
En efecto, aquí tenemos la respuesta a una pregunta que planteé el año pasado en los Cahiers (n° 268/269, julio de 1976): ¿cómo podemos unir las miradas sobre una ficción del tipo: venimos de allí? ¿Las particularidades de nuestra historia nacional no nos obligan acaso a reemplazar de una vez por todas la representación en un cuadro de la foto de familia? Los cineastas del Programa Común que necesitan esa imagen unanimizante han facilitado una solución: proponer una ficción de origen siempre plegable a la foto de familia: familiarización de la historia heroica (L’Affiche rouge [1976]) o historización de la foto de familia (La Communion solennelle), donde el acordeón de la memoria se despliega a partir de un lugar de la comunión en el que el pasado viene a plegarse sobre el presente y los personajes sobre los actores, en el que la crónica de los héroes viene a identificarse con la de los antihéroes: lugar de recogimiento y de reconocimiento donde las mesas están servidas para el festejo.
La historia/foto de familia permite a la «memoria del pueblo» evitar las rupturas que dividen a la conciencia de izquierdas. Todavía hay que entender y desbaratar la trampa que se nos tiende. Sólo es, nos dice Féret, el álbum de mis fotos de familia. Hojéalo y compón el tuyo. Ahora bien, lo que funciona en La Communion solennelle es ciertamente una cierta forma-familia y una cierta forma-foto, pero no justamente la foto de familia. Lo que se nos muestra es siempre precisamente lo que hay detrás de la foto de familia: lo real del adulterio tras el cliché del matrimonio, notas que se entregan a escondidas del marido, visitas nocturnas a la prometida a hurtadillas del padre, deseos que pasan de la mujer a su hermana o a su prima; juegos donde los unos deben no ver o no oír, los otros responder a la mirada que significa el deseo. Lo que organiza el espacio de lo visible en La Communion solennelle no es la disposición de los cuerpos vueltos hacia el operador familiar, es el dispositivo voyeurista —llevado aquí hasta su extremo vodevilesco— de la preparación del espectáculo sexual. La referencia a la foto de familia tiene de hecho la simple función de denegación. Porque precisamente en esa mirada llevada sobre el revés de la foto se instala una cierta política, pero una política que sólo extrae su fuerza de su denegación: (no es más que una foto de familia).
Esa falsa foto de familia es de hecho una cierta idea de la familia que constituye también una cierta idea de Francia, la de la joven izquierda que aspira a la herencia de la Francia profunda. En la representación de la continuidad familiar, que es al mismo tiempo desviación irreprimible de los cuerpos, en ese naturalismo de la fuerza sexual viva que constituye la trama de la crónica familiar, una cierta historia se hace significativa: la que permite reconocer en la Francia burguesa y pequeñoburguesa de hoy en día la sangre y la savia de los campesinos trazando lentamente su surco, de los comerciantes ávidos de trabajo y de ganancias, de los trabajadores de la mina, una familia obrera arquetípica, ajustada a la familia natural. Una nueva ideología de izquierdas que, más que retomar los principios y las banderas pasadas de moda, quiere prevalerse de su naturalidad, encontrar de nuevo en su sangre la savia rural de los plantadores de coles y de los sembradores de niños. Es lo que nos propone el nuevo espectáculo de izquierdas: una imagen de la densidad humana del pueblo/nación/familia de la que deberíamos sentimos herederos. El presente de La Communion es aquel en el que, por mediación de la actualización de los cuerpos históricos, absorbemos la carne y la sangre del pueblo: eucaristía del pueblo que está claramente significada en la película por la elevación de la copa de champaña del comulgante, que repite la elevación del vaso de cerveza consagrando el primer descenso del niño minero a la mina. Iniciación al trabajo, iniciación sexual, iniciación política. Absorbemos la sustanciapueblo del niño que ha descendido por nosotros, si no al infierno, al menos a la mina. Comunión: fiesta de la primavera, sacramento de la juventud que es al mismo tiempo una fiesta de la cosecha y de las vendimias.
Es entonces cuando volvemos a encontrar las dalias. Se dirá que son flores bien colocadas, flores prolíficas y opulentas, tanto en las vitrinas de los floristas como en los patios de las granjas y en los jardines de los obreros. A decir verdad, Féret no parece haberse preocupado mucho por ello. El guión sólo habla de flores en un párrafo donde dispone el decorado ideológico: comunión, primavera, niño, flores. Mayo hermoso, hermosa foto de familia; trata, pues, tal y como se te invita, de rehacerla por tu cuenta, y aparecerán las dificultades; por culpa de las dalias, porque las dalias no son unas flores de primavera, sino de verano. Más concretamente, se plantan hacia la época de las comuniones y empiezan a florecer hacia la época de las cosechas. Además, basta con mirar al otro lado de la carretera hacia esos campos dorados y pelados. Ya se ha hecho la siega. Evidentemente, porque había que cocer el pan de la mesa de la comunión.
¿Qué ocurre con toda esta historia de las pobres dalias? ¿Las comuniones se celebran en mayo y se han rodado en agosto? Se rueda cuando se puede, y con lo que cuesta un día de rodaje interesa hacerlo en la buena temporada. Y además, el arte transfigura la realidad y hace también lo que quiere con su propio tema. ¿Es que no saben ustedes que ahora se interpreta a Wagner vestidos con monos de trabajo?
¡Desde luego! ¡Desde luego! Si se puede rodar en agosto, no vamos a esperar al mes de mayo siguiente. Sólo que habría que plantear la pregunta al revés: ¿por qué la reunión de familia, que es el motivo de esa crónica familiar, debe ser una Comunión? ¿Por qué no una boda? ¿Por qué una fiesta infantil que es una fiesta de iniciación y una fiesta de crecimiento? ¿Por qué un sacramento que no puede celebrarse más que durante el hermoso mes de mayo?
Si se interpreta a Wagner en overol de trabajo, ¿también podemos hacer que las dalias florezcan en mayo? ¿Pero es que no hay una confusión de géneros? ¿La cultura de izquierdas no se ofrece hoy en día bajo dos grandes figuras complementarias? Tenemos, por un lado, la gran cultura que colocamos «en todos sus estados», y por otro la foto de familia, la imagen de los olvidados de la gran cultura, los trabajos y los días, las temporadas y las fiestas populares que se siguen fielmente. Ante el frenesí voyeurista/etnologista de hoy, ¿cómo no vamos a sentir a la larga una cierta perplejidad a fuerza de ver esas luces de finales del verano alumbrar las fiestas de primavera del pueblo?
¿Por qué nosotros? Quizá los jardineros encontrarían que algo falla en la foto de familia. Pero la cultura de izquierdas no está hecha para los jardineros. La foto de familia, que es la foto de familia del pueblo, se enseña entre intelectuales. Más concretamente, el asunto se plantea entre los que se creen los herederos de la última gran fiesta de primavera y aquellos que preparan las próximas cosechas electorales, entre esas «criaturas de mayo» que no han conseguido encontrar, en la lucha contra las anémonas de Pascua, las amapolas de junio y aquellos que quieren desde mayo hacer florecer las dalias de la cosecha. Esa etnología fuera de temporada es quizá el modo de hacer converger sus miradas, de unir la clase de los que saben tantas cosas sobre los niños y tan poco sobre las coles, sobre una imagen que al mismo tiempo presentifica y deniega la ideología de los nuevos hijos del pueblo: nuestros antepasados han sembrado y plantado; nos toca a nosotros, que somos su carne y su sangre, recolectar el trigo maduro.
¿Cómo se hace la colecta de mayo? ¿Cómo hacer la colecta en mayo? Tal es el desafío de todos esos juegos de identificación: mi familia, su familia, nuestro pueblo, su calendario.
(*Texto aparecido por primera vez en Cahiers du cinéma, n° 278, julio de 1977.)
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Jacques Rancière (Argel, Argelia - 1940). Filósofo francés, profesor de Filosofía de la European Graduate School en Saas-Fee y profesor emérito de Filosofía en la Universidad de París (Saint-Denis), quien saltó a la fama cuando fue co-autor de Para leer El capital (1968 ), con el filósofo marxista Louis Althusser.