ENSAYO
Tachas 598 • La fertilización entrecruzada entre feminismo y economía solidaria • Jean-Louis Laville
Jean-Louis Laville
Existe hoy por hoy un entusiasmo internacional por un conjunto de prácticas que con frecuencia se denominan economía social y solidaria. Este auge se evidencia en que, desde comienzos del siglo XXI, más de treinta países en todos los continentes han adoptado políticas públicas o leyes en esta área. Ciertamente, numerosas contradicciones se relacionan con este proceso de institucionalización, que al mismo tiempo manifiesta un cambio en comparación con los debates del siglo XX, enfocados en el peso respectivo del mercado y del Estado. Este reconocimiento al menos parcial ha sido posible gracias a la existencia de empresas y organizaciones no capitalistas que tienen el estatuto de asociaciones, cooperativas o mutualidades. Todas estas organizaciones han sido reunidas bajo la etiqueta de economía social porque tienen una serie de reglas comunes: limitar el ánimo de lucro, constituir un patrimonio colectivo durable y mantener la igualdad de voto para todas las personas integrantes. Este conjunto fue criticado por una multitud de iniciativas ciudadanas y populares que aparecieron al final del siglo XX, primero en América del Sur y en Europa, y luego de manera más amplia bajo la denominación de economía solidaria.
Algunos feminismos críticos, especialmente los de corriente materialista, comparten con la economía social y solidaria (ESS) la idea decisiva de que la opresión se ejerce ampliamente por medio del modelo económico dominante. Esta constatación es especialmente pertinente en la actualidad conel neoliberalismo, pues sus teóricos han indicado claramente que otorgan la primacía al principio de competencia, incluso si para defenderlo se requiere ir hacia una “democracia limitada” (Hayek, 1983). Numerosas demandas sociales y ecológicas se objetan afirmando que estas no pueden aceptarse porque irían en contra de las leyes económicas a las que es “necesario adaptarse” (Stiegler, 2019).
Teniendo en cuenta la radicalización inducida por el neoliberalismo, es entonces el futuro de la democracia lo que está bajo amenaza si no operamos una deconstrucción de las representaciones ortodoxas de la economía. Las perspectivas feministas de la economía han abordado esta cuestión y han evidenciado la jerarquización inherente del imaginario “capitalocéntrico” que valoriza la producción mercantil en detrimento de la reproducción, que engloba las actividades de cuidado de otras personas y el trabajo doméstico (Delphy, 1998). Las investigaciones que se interesan en el trabajo que las mujeres hacen dentro de los hogares muestran la importancia de este tipo de labores.
La economía social y solidaria, también subvalorada, debería entonces lógicamente aproximarse al feminismo para hacer valer la complejidad de las prácticas económicas reales, en oposición al discurso uniformizante y totalizante de la competencia generalizada. Sin embargo, la incomprensión mutua entre estas dos literaturas es todavía muy grande. En un primer momento, esta contribución propone discutir las razones que explican esta falta de reconocimiento mutuo. En un segundo momento, con base en esa discusión, se propone la elaboración de una teoría integrada que se basa en los aspectos complementarios de estas dos miradas, y a través de esa exploración establece también un nuevo diálogo entre el Sur y el Norte.
Las razones de un desconocimiento mutuo
La primera razón por la que se dificulta la convergencia entre feminismos críticos y economía social y solidaria nace en el segundo siglo XIX, retomando la expresión de Hobsbawm (1978, 1980), con la que diferencia la era “del capital y de los imperios” de la “era de las revoluciones” del primer siglo XIX. En la primera era reside la génesis misma de los movimientos sociales y de la economía social.
Teorías compartimentadas
En ese segundo siglo XIX, el movimiento obrero fue considerado como el movimiento social central que uniría las luchas que probablemente triunfarían sobre el poder capitalista. Bajo el impulso de Engels que pretendía fundar un socialismo científico y tras las disensiones de la Primera Internacional,la vulgata marxista que se impuso con la Segunda y la Tercera Internacional se caracteriza por la conjunción de un determinismo económico y de un fetichismo político.
El determinismo económico reside en una perspectiva evolutiva que distingue sucesivas fases históricas, sinónimos de progreso humano y civilizatorio. La revolución aparece en esa visión como inevitable desde el momento en el que el desarrollo de las fuerzas productivas resulta ser suficiente, y supone que esta conduce a una etapa final del progreso humano. Por tanto, el determinismo económico y el fetichismo político están aquí vinculados. Se supone que la centralización del movimiento obrero aumenta la eficiencia de la organización de masas y la toma del poder estatal debe desencadenar una liberación tan repentina como definitiva a través de los cambios estructurales que permite. Este mesianismo salvaguarda el objetivo de construir una sociedad nueva y lógicamente devalúa todos los intentos previos a este gran cambio, y evade las conflictividades y compromisos propios de las democracias.
En la misma época, la economía social se va volviendo autónoma en torno a otra variante del determinismo económico que sobreestima el emprendimiento: se distingue por la creencia en empresas no capitalistas que podrían difundirse a través de sus valores ejemplares. El modelo cooperativo se configura como un vector privilegiado de transformación, pero a costa de olvidar mediaciones políticas indispensables. En esto, las críticas feministas al capitalismo, como la de Federici (2012), pueden extenderse a la economía social, cimentada sobre un marco de referencia productivista alimentado por la creencia de que las empresas son el único vector del cambio social. En efecto, tal concepción mantiene la ilusión de que la multiplicación de las cooperativas sería suficiente para generar la deseada transformación en las relaciones de producción, lo que deja en la sombra todas las relaciones propias de la esfera doméstica. Finalmente, estas empresas inicialmente diferentes se muestran incapaces de modificar el sistema, observándose más bien su banalización paulatina. Las cooperativas están sujetas al fenómeno del isomorfismo institucional, que las lleva a parecerse cada vez más a las empresas capitalistas con las que compiten en una misma actividad. La economía social, a diferencia de los movimientos sociales, restringe la dimensión política a lo que concierne a la organización interna de las empresas.
Desarrollos recientes
De esta forma, se hace claro que el desconocimiento entre los movimientos sociales y la economía social es antiguo. Pero también tiene causas más recientes. En la segunda mitad del siglo XX, los nuevos movimientos sociales buscaron deshacerse del determinismo económico que tanto había afectado al movimiento obrero. El deseo de distanciarse del economismo anterior conduce a lo que las y los observadores han llamado el punto de inflexión cultural, en otras palabras, a enfocarse en las reivindicaciones centradas en las identidades. Existe entonces el riesgo, preocupación que Fraser (2015) expresa especialmente en relación con el movimiento feminista occidental, de que se arraigue el culturalismo. El énfasis en las dimensiones de las identidades puede derivar, dice ella, hacia “lazos peligrosos” entre el movimiento feminista y el nuevo capitalismo. El feminismo puede abandonar las cuestiones sociales y luego ser instrumentalizado por este “nuevo espíritu del capitalismo” (Boltanski y Chiappelo, 1999) que retoma el discurso de la autenticidad, del respeto por las diferencias y de la autorrealización. También puede eludir los problemas económicos al considerar que estos fundamentaron las protestas de ayer pero que hoy por hoy son obsoletos.
Si bien los análisis sobre los movimientos sociales parecen olvidar la economía, la economía social, por su parte, es desafiada por la aparición de iniciativas solidarias, propuestas por algunos/as de los/as actores/as de estos movimientos que desean enriquecer su repertorio de acción llevando a cabo acciones concretas en sus territorios de vida. Esta efervescencia exige la negociación con los poderes públicos y para fortalecerla se perfila un compromiso estratégico: la economía social y solidaria propone unir las entidades más consolidadas de la economía social y las dinámicas más contestatarias de la economía solidaria. Pero, aunque este compromiso es empíricamente útil, no podemos olvidar las diferencias teóricas. En el plano de la investigación, acabamos de mencionar la limitación de la concepción de la economía social basada en el emprendimiento, que la lleva a buscar el éxito de las cooperativas en el mercado, que resulta en una tendencia a que estas se vuelvan muy similares a empresas capitalistas estándar. Pero hay que considerar que un cierto enfoque de economía solidaria se inscribe en la prolongación de la economía social. Este es el caso de Paul Singer, en Brasil, quien abogó en sus primeros trabajos y durante su ejercicio en el cargo de secretario de Estado, en 2003, por una economía solidaria compuesta principalmente por cooperativas que encuentran sus fundamentos más allá de su estatuto legal, mediante el despliegue de la autogestión interna. Esta visión es apoyada por los sindicatos y reforzada con las tomas de empresas por parte de las y los asalariados en casos de reestructuraciones capitalistas. El desconocimiento mutuo en la historia reciente entre economía social y solidaria y feminismos se debe entonces a malentendidos entre el culturalismo de ciertos feminismos occidentales centrados en las diferencias e identidades, que no se preocupan lo suficiente por las cuestiones económicas, y el persistente imaginario productivista de la economía social y solidaria.
Este imaginario es sacudido por la multiplicidad de prácticas y es todo el mérito de Singer y de su equipo el haber acogido a colectivos muy diferentes (comunidades de descendientes de personas esclavizadas llamadas quilombolas, cocoteros/as, trabajadores/as del caucho, pescadores/as artesanales, recolectores/as de mariscos, y toda una miríada de artesanos/as, bordadores/as, apicultores/as, productoras/es de plantas medicinales, etc.). Singer y su equipo en la Secretaría Nacional de Economía Solidaria del gobierno federal brasileño tuvieron de 2003 a 2016 la capacidad de abrirse a todas estas variantes de una economía popular, particularmente en las regiones menos industrializadas de Brasil.
Del desconocimiento mutuo al trabajo conjunto
Pero esta diversificación de experiencias ha quedado casi siempre al margen de las políticas públicas, que se siguen enfocando sobre todo en las cooperativas, por ejemplo, en aquellas que resultan de la toma de empresas industriales por parte de sus trabajadores/as. Sin embargo, es necesario ir más allá: esta diversificación también exige una reformulación teórica de la economía solidaria, que salga de la órbita de la economía social. Esto se puede hacer desde las epistemologías del Sur que abogan por una sociología de las ausencias y las emergencias. La sociología de las ausencias “pretende mostrar que lo que no existe se produce de hecho activamente como inexistente, es decir, como una alternativa no creíble a lo que se supone que existe” (de Sousa Santos, 2011: 34). La no existencia toma la forma de aquello que se ignora, se considera atrasado, inferior, local y particular, improductivo y estéril. Cuando se hacen visibles, ciertos fenómenos como el trabajo doméstico hecho por mujeres pueden integrarse a la reflexión sobre los desafíos que presentan todo un conjunto de iniciativas emergentes. Complementaria a la de las ausencias, la sociología de las emergencias “consiste en sustituir lo que el tiempo lineal presenta como vacío de futuro por posibilidades plurales y concretas, que son a la vez utópicas y realistas”. Esta “extiende el presente agregando a la realidad existente las posibilidades futuras y las esperanzas que estas posibilidades despiertan, reemplaza la idea mecánica de determinación por la idea axiológica de cuidado” (ibíd.: 36-37). El objetivo es acentuar los rasgos emancipadores de las alternativas para fortalecer su visibilidad y credibilidad. Sin renunciar a un análisis riguroso y crítico, esta mirada busca consolidar iniciativas en lugar de socavar su potencial, como es habitual cuando los experimentos son desechados por considerarse que están contaminados por el sistema dominante.
En esta perspectiva, se puede plantear la hipótesis de una congruencia entre feminismo y economía solidaria, cuando se inscriben en las epistemologías del Sur, es decir, identificando facetas de la realidad que han sido invisibilizadas para luego situar mejor el tema de las emergencias actuales. Las dos conceptualizaciones pueden proponer otra forma de ver la economía y lo político al mismo tiempo que critican su separación, respaldada frecuentemente por teorías centradas en las experiencias occidentales.
Repensar la economía
La concepción ortodoxa de la economía se centra en la creación de riqueza a través del mercado, lo que no ha sido cuestionado ni por las teorías marxistas ni por las perspectivas desarrollistas. Estas, al igual que las propuestas iniciales de la economía social y los nuevos movimientos sociales, respaldaron la concepción productivista de la economía; en los dos primeros casos para sumarse a ella, y en el último caso para priorizar las luchas fuera de la economía. Solamente la versión socialdemócrata del marxismo admitió que existe una economía no mercantil que emana de la redistribución pública y corrige los efectos indeseables de la dinámica del mercado, legitimando así un Estado social cuyas funciones se ampliaron con la emergencia de lo que se denomina Estado-providencia. Por otro lado, se han ocultado los flujos de riqueza que se dan a través de la economía no monetaria, lo que significa ignorar el rol de la esclavitud en la división internacional que se consolida a partir de fines del siglo XVII, que permitió la producción de bienes importantes para la Revolución Industrial como el algodón, el azúcar, el tabaco o el té. Smith omitió este tipo de trabajo no remunerado en su explicación sobre la riqueza de las naciones, y Marx apenas analizó su importancia.
La economía moderna también se ha construido sobre el desconocimiento del proceso de reproducción de la vida, en particular ese otro tipo de trabajo no remunerado: el cuidado; considerado por Fisher y Tronto (1990) “como una actividad genérica que incluye todo lo que hacemos para mantener, perpetuar y reparar nuestro ‘mundo’ para que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestra persona y nuestro entorno, tres elementos que buscamos vincular en una compleja red de apoyo a la vida”. Esta definición engloba “una ecología social (salud) y una ecología ambiental (protección de la naturaleza)” (Larrère, 2017: 32). Ella sugiere que la negación de estos dos aspectos de la reproducción, así como su separación, se debe a la concepción propia de la modernidad según la cual el sujeto pensante se sitúa en el exterior de su propio cuerpo y de la relación con los demás, ya que es capaz de determinarse a sí mismo autónomamente sin depender de ninguna forma de intersubjetividad, independiente también de la naturaleza, cuyas reglas debe conocer con el fin de domarla y doblegarla. El conocimiento a través de la razón se convierte entonces en sinónimo de dominio y omnipotencia.
Retomando el debate sobre el cuidado, economistas como Carrasco, Faber y Nelson, Folbre y Larrère critican esta visión dominante que olvida las actividades de aprovisionamiento (provisionning) que no tienen como objetivo final el lucro sino la preservación de la vida y la búsqueda del buen vivir. Por el contrario, ellas afirman que, para reintegrar las dimensiones de raza y género en la economía, es fundamental tener en cuenta todas las formas de producción, tanto las que generan flujos monetarios como las que transitan por flujos no monetarios y “reintegrar la producción a la reproducción” (Larrère, 2017: 31).
La renovada perspectiva de la economía así iniciada se ve reforzada por el enunciado de la pluralidad de principios económicos formulado por Polanyi (2011): estos últimos refutan que la economía sea solamente formal, es decir, fundada en cálculos de utilidad para cada participante; argumentan que la economía puede entenderse de manera sustantiva, es decir, enfocada en la satisfacción de las necesidades, a través de interacciones sociales y con la naturaleza, delimitadas por procesos institucionalizados. Según estos principios, al mercado y la redistribución que, como se recordó anteriormente, configuraron el marco institucional del siglo XX a través de la oposición y sinergia entre mercado y Estado se agregan los principios de reciprocidad y de householding (administración doméstica). La reciprocidad es un modo específico de interdependencia de las actividades y uso de los recursos que establece una complementariedad voluntaria entre individuos y grupos (Servet, 2013: 193). La administración doméstica asegura la producción y el intercambio de recursos para satisfacer las necesidades de un grupo cerrado, pero no necesariamente autosuficiente (Hillenkamp, 2013b: 222). Estos dos principios se han pasado por alto precisamente porque se manifiestan en gran parte a través de la economía no monetaria.
La intersección de los aportes de las teorías feministas y polanyianas muestra que la narrativa oficial de la economía está incompleta ya que deja de lado la economía no monetaria, que incluye tanto las actividades productivas que se realizan a través del despojo y la violencia, como sucede en la esclavitud, como las actividades reproductivas que se basan en gran medida en los principios de reciprocidad y de administración doméstica.
Repensar lo político
Un reduccionismo político hace eco del reduccionismo económico que analiza solamente la economía formal. Este reduccionismo limita el campo político a los mecanismos de elección a través de los cuales se designan representantes, que ejercen el papel de autoridades públicas y tienen el monopolio de la violencia legítima en una democracia, según Weber. Sin embargo, autores como Arendt o Habermas afirman que lo político no se puede limitar a la delegación, es también el proceso a través del cual las sociedades logran establecer reglas de vida en común, que requiere una esfera pública en la que se ejercen modalidades de deliberación y toma de decisiones basadas en la participación de la ciudadanía. Así como la visión únicamente productiva de la economía ignora algunos de sus componentes, la comprensión de la democracia se debilita cuando no tiene en cuenta las dinámicas de la esfera pública. Este concepto es importante porque permite superar “ciertas confusiones que han perjudicado a muchos movimientos sociales progresistas y las teorías políticas que se asocian a ellos”, por ejemplo, esta incapacidad “de larga data de la corriente dominante de la tradición socialista y marxista para tomar plena conciencia de la importancia de la distinción entre aparatos estatales, por un lado, y espacios públicos de expresión y asociación ciudadana por otro lado” (Fraser, 2005: 108).
El aporte de Habermas, decisivo para el concepto de esfera pública, merece ser aclarado porque ha sufrido varios desarrollos sucesivos. El primer desarrollo que data de 1962, en gran parte influenciado por Arendt, es pesimista: la esfera pública burguesa al volverse permeable al dominio privado ha perdido su consistencia crítica y se presta a la manipulación (Habermas, 1997: 186) a través de los medios de comunicación que la ponen a su servidumbre. La reformulación realizada en 1990 (Habermas, 1992 [1990]: I-X) es una respuesta tanto a los comentarios sobre su obra como al colapso de los países del Este. La historiografía del siglo XIX (Calhoun, 1992) y las resistencias ciudadanas a fines del siglo XX revalorizaron la sociedad civil. Habermas se da cuenta de la necesidad de pluralizar el enfoque y de distinguir las esferas públicas sujetas a los sistemas de aquellas que nacen desde la autonomía. Honneth (2013) sugiere que las raíces de estas últimas se encuentran en la falta de reconocimiento, que socava los principios democráticos, y que surgen de la acción colectiva. En lugar de anclar la dimensión de la comunicación solamente al lenguaje, la vincula a las luchas contra la injusticia y el desprecio. Negt (2007), por su parte, pasa de la identificación de esferas públicas plurales al estudio de las oposiciones entre escenarios burgueses y escenarios plebeyos o proletarios.
Es a partir de este esbozo de esferas públicas posburguesas que Habermas se encuentra con las asociaciones. En efecto, para que la solidaridad intersubjetiva recupere un poder regulador, frente a la economía y al Estado, es necesario tener en cuenta “las asociaciones en torno a las cuales se pueden cristalizar los espacios públicos autónomos” (Habermas, 1997: XXXII). Por tanto, desde un punto de vista teórico y práctico, las asociaciones no pueden asimilarse a simples organizaciones privadas. Como muestran los detallados estudios realizados (Laville y Sainsaulieu, 2018), las asociaciones tienen una dimensión política. Estas deben abordar la cuestión del significado y la legitimidad de la acción colectiva a través de discusiones internas, y de cómo organizarse para transformar un marco institucional que de otro modo les sería desfavorable. Si “la sociedad no se reduce a una simple masa amorfa” es gracias a este tejido asociativo que forma el sustrato “de este público plural, que emerge por así decirlo del ámbito privado, formado por ciudadanos/as que buscan dar interpretaciones públicas a sus vivencias e intereses sociales, y que influyen en la formación institucionalizada de la opinión y de la voluntad” (Habermas, 1997: 394).
Este fenómeno es central para las movilizaciones, especialmente para las prácticas ecofeministas que, como dice Larrère, “traen la vida privada a la arena pública” o, como dice King, luchan porque “el sufrimiento privado de las mujeres irrumpa en el escenario público”. De acuerdo con Fraser, esta irrupción en lo público solo puede ocurrir si las personas que no han tenido anteriormente acceso a la esfera pública pueden unirse para consolidar su visión colectiva a través del aprendizaje entre grupos de pares. La presencia de protagonistas con estatuto social más aventajado en esos escenarios, más acostumbrados a los discursos públicos, comporta el riesgo de impedir que se dé esta irrupción. Para Fraser, los movimientos afroamericanos y de mujeres demuestran esto porque funcionan “como espacios de reunión, pero también como terrenos de prueba para actividades de agitación”. Ella califica estos colectivos como contrapúblicos subalternos, para enfatizar que estos deben constituirse separadamente, para fortalecer primero sus posiciones antes de confrontarlas a otros grupos mejor dotados de saberes reconocidos. Fraser precisa la forma en que surgen los espacios públicos autónomos de los que ella habla, que aparecen al hacer públicas ciertas cuestiones no discutidas anteriormente.
Repensar las mediaciones entre economía y política
El resumen de las ausencias en materia económica y política da argumentos para comprender mejor la especificidad de las emergencias, iniciativas que se han aglutinado bajo el nombre de economía solidaria, muchas de las cuales son concebidas por mujeres. Para poder definir claramente su contenido, es importante reapropiarse de la memoria olvidada de las realidades invisibilizadas. Entonces se hace posible, desafiando la historia dominante, llevar a cabo investigaciones en el presente que no estén encerradas en reduccionismos, sino que, por el contrario, estén abiertas a la pluralidad de lo económico y de lo político. Así se puede establecer un vínculo entre la sociología de las ausencias y las emergencias y la perspectiva de las epistemologías del Sur puede conducir a la elección metodológica de este trabajo que tiene dos etapas: en primer lugar, hacer una relectura del pasado y, en segundo lugar, una descripción detallada de experiencias actuales. Esta descripción “sólida” debe ir acompañada de “una teoría frágil” según las provocadoras recomendaciones de Gibson Graham, es decir, es aconsejable detallar las singularidades de las prácticas sin enmascararlas a través de conceptualizaciones preconcebidas. Si respetamos este enfoque, que arroja luz sobre las rutas de emergencia a través de la amplitud de las ausencias previas, se aclaran las especificidades de las iniciativas solidarias, siempre y cuando se consideren al mismo tiempo los ámbitos económico y político, así como sus interacciones.
El tratamiento público de las cuestiones privadas contribuye a pasar de modalidades desiguales a métodos más igualitarios para declinar los principios económicos de householding y de reciprocidad. Los debates llevados a cabo en grupos de mujeres cuestionan las formas de dominación ejercidas en el ámbito doméstico y promueven una reorientación del principio de householding para renegociar los roles de género (Hillenkamp, 2019b; Hillenkamp y Nobre, 2018). Desarrollos comparables pueden transformar la idea de reciprocidad, tradicionalmente anclada en las membresías heredadas. La democracia (Lefort, 1986) permite ir más allá de las comunidades heredadas, hace posible constituir comunidades elegidas y recíprocas en las que la libertad de asociación se puede combinar con la igualdad entre quienes participan voluntariamente. Los principios de householding y reciprocidad pueden asumir formas muy diversas, jerárquicas o igualitarias. Tocamos aquí las ambivalencias de la modernidad, que generan discriminaciones sin precedentes, como se mencionó anteriormente, pero que también tienen potencial emancipador. Este “rostro janusiano de la Modernidad”, para usar las palabras de Puleo (2017), implica una estrategia dual: luchar contra “las nuevas formas de opresión y explotación” que suscita y al mismo tiempo reivindicar las “ideas de libertad e igualdad que promueve”. Incluso si estas no se materializan, los grupos subalternos pueden protestar contra las desigualdades y exclusiones que los afectan, como señala Lefort. Eso es lo que hacen cuando se estructuran como contrapúblicos, agrega Fraser.
Fraser señala claramente que estos contrapúblicos tienen dos facetas, una de ayuda mutua y otra de lucha. Sin embargo, ella sigue centrada en un registro agonista que se alinea con la teoría crítica occidental. Por eso es importante ampliar el enfoque para dar cabida a los espacios públicos locales, dedicados a proyectos que pretenden mejorar la vida cotidiana y menos centrados en oponerse discursivamente al sistema. Al identificar tales espacios, las investigaciones sobre la economía solidaria convergen con los feminismos del Sur que se rebelan contra el elitismo de cierto feminismo del Norte nublado por la atención exclusiva a la protesta. Las mujeres del Sur no son víctimas como creen sus homólogas del Norte, sino que se involucran en asociaciones más praxeológicas, y sus resistencias se centran en la valoración de la experiencia vivida y en los discursos que facilitan la emancipación (Mohanty, 1988).
Por tanto, hay también un cambio de perspectiva que permite la percepción de una política más abierta a los problemas cotidianos, que admite la construcción de actividades económicas como los comedores populares de América del Sur y África Occidental, los circuitos comerciales cortos en Senegal, los comedores colectivos de Perú, la Asociación de Mujeres Empleadas por Cuenta Propia en la India, etc. (Guérin, Hillenkamp y Verschuur, 2019). Integrar tales experiencias al campo de las acciones transformadoras y ponerlas en el centro del análisis requiere partir de la constatación de que lasasociaciones que sirven de soporte a los espacios públicos populares, a diferencia de los espacios públicos burgueses, abordan cuestiones económicas porque se relacionan con las problemáticas que se consideran más urgentes.
Conclusión
Al inscribirse en una sociología de las ausencias, esta contribución ha querido resaltar las consecuencias de la invisibilización de la reproducción social en la economía, y del espacio público en lo político. Además de estas reducciones que se mencionan a lo largo del presente texto, falta señalar una última, que consiste en desarrollar una visión prometeica del cambio social, obsesionada con la lucha de clases en los lugares de producción y por la toma del poder del Estado. Esta visión parte de un paradigma del desgarro, que ve la transformación como una ruptura que facilita el advenimiento de un hombre nuevo, todopoderoso y autorreferencial (Azam, 2016: 293). En este contexto, la emancipación es “una salida de un estado anterior de dependencia, de heteronomía” y “una entrada a un estado final de plena y completa autodisposición”, de “perfecta integridad, de una esencia en suma realizada” (Fraser, 2012).
La sociología de las emergencias proporciona los medios para escapar de este paradigma. En lugar de permanecer obsesionada con ese “hombre finalmente rendido a sí mismo”, la ruta a través de la descripción detallada de experiencias feministas como las de la economía solidaria lleva a pensar en la democracia y la fraternidad como experiencias “presentes aquí y ahora” (ídem) siempre y cuando la emancipación y la protección se piensen juntas. En este punto retomamos a Fraser, quien, partiendo del doble movimiento de mercantilización y protección destacado por Polanyi, sugiere introducir un tercer término: la emancipación. En medio de los vínculos peligrosos antes mencionados entre los movimientos que se definen como culturales y la mercantilización, Fraser aboga por “una nueva alianza entre protección y emancipación”. Esta intuición debe ampliarse teniendo en cuenta las iniciativas solidarias, ya que estas justamente se esfuerzan por construir dicha alianza. El desafío es entonces no darles a estas prácticas una mirada economicista ni culturalista, sino descifrar la tensión entre innovación y normalización que las atraviesa. Si nos movemos en esta dirección, de la compartimentación pueden surgir hibridaciones entre las lógicas de diferentes actores, y el paradigma del desgarro puede ser reemplazado por un paradigma de la transición. Estas posibilidades impulsan el desarrollo de un programa de investigación en el que converjan las “innovaciones sociales transformadoras” y la “perspectiva multinivel sobre transiciones de sostenibilidad” (Callorda Fossati et al., 2019).
Esta atención compartida a las innovaciones transformadoras y a las transiciones nos lleva a subrayar la propuesta que emana de los aportes feministas y polanyianos sobre la economía solidaria: articular un enfoque crítico y posibilista. Dos campos de investigación fraccionados se han constituido. Uno se enfoca en los movimientos sociales que denuncian las múltiples formas de dominación y reproducción, y que considera que esto solo se puede superar a través de acciones de protesta. El otro valora los microensamblajes que emanan de las experiencias económicas. Estos dos universos resultan insuficientes, el primero porque reprueba cualquier acción transformadora que tenga una dimensión económica y por tanto conduce a una crítica radical del sistema existente, pero sin ninguna posibilidad concreta de ir más allá de este, y el segundo porque ignora cómo las estructuras que pesan sobre ella dan forma a la acción económica local. La economía solidaria abordada desde una perspectiva polanyiana y los feminismos críticos convergen en la recomendación formulada por Hirschmann (1971, 1995) de agregar a la perspectiva crítica una mirada posibilista (Laville, 2010) que tiene en cuenta la multidimensionalidad de las acciones concretas, que despliega repertorios de demandas al mismo tiempo políticas, culturales, económicas y ambientales… La promoción de la búsqueda de otro sistema no puede argumentar que tiene una racionalidad superior, sino que debe ser llevada a cabo de manera más modesta a partir de una “orden de los pueblos y las personas” (Peemans, 2002), así como de una “mejor comprensión de las interacciones entre lo político y lo económico” (Hirschman, 1995: 329).
Esta propuesta es retomada con fuerza en el ya citado texto de Guérin, Hillenkamp y Verschuur (2019), enriquecido por las relevantes visiones feministas sobre las iniciativas solidarias. Incita a desarrollar un programa de investigación transdisciplinar basado en “un análisis crítico y posibilista” que siga examinando “la economía solidaria a través del prisma del género”.