NO FICCIÓN
Tachas 608 • La Comida Es Cosa Buena • Anthony Bourdain
Anthony Bourdain

Tuve el primer indicio de que la comida era algo más que una sustancia para meterse en la boca cuando uno tiene hambre como si cargara gasolina, al terminar el cuarto grado de la escuela primaria. Viajaba con toda la familia de vacaciones a Europa en el Queen Mary. Estábamos en el comedor de primera clase. Por ahí tengo una foto: mi madre con gafas de sol Jackie O, mi hermano menor y yo con nuestros lamentables y monísimos trajes de crucero, a bordo del gran transatlántico de la Cunard. Todos entusiasmados con el primer cruce del océano, el primer viaje a Francia, la tierra ancestral de mi padre.
Sirvieron la sopa. ¡Una sopa fría!
Menudo descubrimiento para un niño curioso de cuarto grado que, hasta ese momento, no tenía más experiencia en sopas que la crema de tomate Campbell con menudos de pollo. Desde luego no era la primera vez que comía en un restaurante, pero sí el primer plato que de verdad me llamó la atención. Fue el primer plato del que disfruté y, lo que es más importante, del que todavía disfruto cuando lo recuerdo. Le pregunté a nuestro paciente camarero inglés qué era ese delicioso y sabroso líquido frío.
«Vichyssoise», fue la respuesta, una palabra que hasta el día de hoy —aunque ahora sea un viejo caballo de batalla en cualquier menú y lo haya preparado miles de veces— tiene resonancias mágicas para mí. Recuerdo todos los detalles de aquella experiencia: cómo la sacaba el camarero de la sopera de plata para echarla en mi cuenco; los minúsculos cebollinos picados que ponía a cucharadas a guisa de tropezones; el rico y cremoso sabor de los puerros y las patatas; la agradable impresión y la sorpresa de que estuviera fría.
No recuerdo mucho más de la travesía del Atlántico. En el cine del Queen’s vi Boeing Boeing con Jerry Lewis y Tony Curtis, y una película de la Bardot. El viejo transatlántico se estremeció, crujió y vibró espantosamente durante todo el viaje —la explicación oficial fue que el casco estaba cubierto de percebes— y, desde Nueva York hasta Cherburgo, me pareció estar montado en lo alto de un gigantesco cortacésped. Mi hermano y yo nos aburrimos enseguida y pasábamos muchas horas en el Salón Juvenil escuchando «La casa del sol naciente» que, por una moneda, le pedíamos a la gramola. O en la piscina de agua salada de la cubierta inferior, contemplando la suave marea de olas que se formaba en la superficie.
Pero no olvidé la sopa fría. La sentía en mí, me despertaba, me daba conciencia de tener lengua y, en cierto modo, me preparaba para futuros acontecimientos.
El segundo anticipo de epifanía en mi larga ascensión al reino de la cocina también lo viví en aquel primer viaje a Francia. Después de desembarcar, mi madre, mi hermano y yo nos quedamos con unos primos en el pequeño pueblo costero de Cherburgo, un inhóspito y frío lugar de descanso en Normandía, sobre el canal de la Mancha. El cielo estaba casi siempre nublado; el agua demasiado fría. Todos los chavales de los alrededores creían que yo conocía personalmente a Steve McQueen y a John Wayne. Como era estadounidense daban por sentado que éramos colegas, andábamos por ahí de correrías juntos, cargándonos a tiros a los malos. De modo que no tardé en gozar de cierta celebridad. En las playas no se podía nadar pero, en cambio, estaban salpicadas de casamatas nazis y emplazamientos de artillería, algunos con visibles huellas de bala y señales de lanzallamas. Había túneles bajo las dunas, demasiado fríos para que un niño los explorara. Me quedé atónito al ver que a mis amigos franceses les dejaban fumar un cigarrillo los domingos, les daban vin ordinaire aguado en las comidas y, lo que era todavía más asombroso, tenían motos Velo Solex. Recuerdo haber pensado que ésa y no otra era la manera de criar a los hijos pero, desgraciadamente, mi madre no pensaba lo mismo.
De modo que durante mis primeras semanas en Francia exploré los pasadizos subterráneos en busca de nazis muertos, jugué al minigolf, fumé a hurtadillas, corrí a toda pastilla en las motos de mis amigos, leí un montón de tebeos de Tintín y Asterix y, a fuerza de observación, aprendí unas cuantas cosas de la vida. Por ejemplo, que monsieur Dupont —amigo de la familia— unos días llegaba a comer con su amante y otros con su mujer, ante la aparente indiferencia de su numerosa prole por semejantes veleidades.
La comida no me impresionó en absoluto.
Para mi inexperto paladar, la mantequilla tenía un extraño sabor a queso. La leche, un alimento básico —no, un ritual obligatorio— en la vida del sesenta por ciento de los chavales estadounidenses, era allí imbebible. La comida parecía consistir siempre en un sándwich au jambon o croque-monsieur. Todavía faltaba tiempo para que me impresionaran siglos de cocina francesa. Lo que notaba en la comida estilo francés es lo que no tenía.
A las pocas semanas tomamos el tren nocturno a París, donde nos encontramos con mi padre y un veloz Rover Sedan Mark III nuevo, nuestro coche para hacer turismo. Nos alojamos en el Hotel Lutétia, en aquella época una gran mole un poco venida a menos, situado en el Boulevard Raspail. Para mi hermano y para mí ampliaron un tanto el menú: incluyeron steak-frites y steak haché (hamburguesas). Hicimos todas las cosas predecibles en un turista: subimos a la torre Eiffel, fuimos de picnic al Bois de Boulogne, pasamos delante de las obras maestras del Louvre, empujamos veleros de juguete en la fuente de los Jardines de Luxemburgo… algo no demasiado divertido para un chaval de nueve años, que ya tenía muy desarrollada su inclinación de delincuente. Lo que más me interesaba en ese momento era aumentar mi colección de traducciones inglesas de las aventuras de Tintín. Los cuentos esmeradamente redactados de Hergé sobre contrabando de drogas, templos antiguos, culturas desconocidas, lugares extraños y remotos eran de verdad exóticos para mí. Convencí a mis pobres padres de que gastaran cientos de dólares en W. H. Smith —la librería inglesa— con tal de no oír mis lloriqueos por las penurias que pasaba en Francia. Mis breves y cortísimos shorts eran para mí una afrenta permanente y me convertí en muy poco tiempo en un cabroncete difícil, huraño, temperamental. Me peleaba continuamente con mi hermano, me quejaba de todo y, por todos los medios posibles, no hacía más que estropear la Gloriosa Expedición de mi madre.
Mis padres hacían cuanto podían. Nos llevaban a todas partes, de restaurante en restaurante, sin duda pasando vergüenza ajena cada vez que insistíamos en los steak haché (con ketchup, faltaría más) y en la Coca-Cola. Soportaban en silencio mi constante refunfuñar por la mantequilla que parecía queso, la eterna gracia de gritar «¡Quiero mierda, quiero mierda!», cuando veía los anuncios de una bebida dulce de la época llamada «Pschitt» [en inglés shit es «mierda»]. Se las arreglaban para ignorar el revoleo de ojos y la impaciencia que me entraba si hablaban francés. Se empeñaban por encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera divertirme.
Y llegó el momento en que, por fin, decidieron no llevar a los niños a ninguna parte.
Lo recuerdo muy bien porque fue como recibir una tremenda bofetada. Fue el aldabonazo que me espabiló y me hizo considerar que la comida podía ser importante. Un desafío para mi natural belicoso. Al verme privado de algo, se abrió una puerta.
El nombre de la ciudad de mi segunda epifanía gastronómica es Vienne. Habíamos hecho kilómetros y kilómetros para llegar allí. A mi hermano y a mí se nos habían acabado los Tintín y estábamos de un humor de perros. La campiña francesa con sus preciosas carreteras bordeadas de árboles, los setos verdes, los campos labrados, los pueblos que parecían sacados de un libro ilustrado no nos servían de distracción alguna. Para entonces, nuestros ancestros habían tenido que aguantar semanas de despiadadas quejas a lo largo de muchas comidas, cada vez más tensas y desagradables. Entraron en un restaurante. Para determinada hora encargaron, como es debido, nuestro steak haché, crudités variées, sándwich au jambon y otras cosas por el estilo. Habían soportado nuestras jeremiadas porque las camas eran demasiado duras, las almohadas demasiado blandas, los cabezales, la grifería y los váteres demasiado estrafalarios. Nos permitían tomar un poco de vino aguado, para seguir la costumbre francesa pero también, creo, para hacernos callar. A los dos americanitos más cerriles del mundo los habían llevado a todas partes.
En Vienne cambiaron las cosas.
Metieron el reluciente Rover nuevo en el aparcamiento del restaurante —que tenía el prometedor nombre de La Pyramide—, nos entregaron lo que parecía un alijo de Tintines que habían ido acumulando… ¡Y nos dejaron en el coche!
Fue un verdadero golpe. Estuvimos más de tres horas en ese coche, una eternidad para dos pobres chavales ya aburridos hasta el hartazgo. Tuve tiempo de sobra para imaginar: «¿Qué puede haber de grandioso detrás de esas paredes?». Ahí se comía. Eso lo sabía. Y era una gran cosa. Hasta en plena edad del pavo me daba cuenta de la ansiosa expectativa, el entusiasmo, la casi veneración con que mis atribulados padres veían acercarse la hora de la comida. Y todavía tenía fresco el recuerdo de la vichyssoise. Por lo visto, la comida era asunto serio. Podía ser un acontecimiento. Tenía sus secretos.
Como es natural ahora sé que, en 1966, La Pyramide era el centro del universo culinario. Bocuse, Troisgros, lo mejor de lo mejor había pasado por ahí. Habían hecho chuletones bajo la supervisión del legendario y tremebundo propietario Ferdinand Point. En esos tiempos Point era el Gran Maestro de la cocina y La Pyramide, la Meca de los sibaritas. Para mis decididamente francófilos padres, aquello era una peregrinación. Con cierta reserva, la idea se abrió paso a través de mi diminuto y vacío cerebro allí, en el asiento trasero del sofocante coche aparcado.
A partir de ese momento cambiaron las cosas. Y cambié yo.
Al principio me puse furioso. Impulsado por el despecho —siempre una gran fuerza motivadora en mi vida—, me convertí de repente en audaz innovador cuando de comida se trataba. Allí y entonces decidí no ser menos que mis sibaríticos padres. Al mismo tiempo podría asquear a mi hermano menor, que todavía no era un iniciado. ¡Ya les iba yo a enseñar quién era el gourmet!
¿Sesos? ¿Quesos apestosos y blanduzcos, que olían a pies de muerto? ¿Carne de caballo? ¿Mollejas? ¡Marchen…! Elegía cualquier plato, siempre que fuera lo más chocante posible. El resto del verano y los veranos siguientes comí de todo. A paladas el empalagoso Gruyère. Aprendí a gozar con la rica mantequilla normanda, que parecía queso. Más rica aún untada en baguettes sopados en chocolate amargo caliente. Siempre que podía echaba vino tinto a hurtadillas en cualquier plato. Probé las fritangas —pescados diminutos enteros, fritos con perejil—, encantado de comerme cabezas, ojos, espinas y todo. Comí raya con trocitos de mantequilla, salchichón al ajo, callos, riñones de ternera, morcillas negras que me chorreaban sangre babilla abajo.
Y pedí mi primera ostra.
Fue todo un acontecimiento. Lo recuerdo como recuerdo la pérdida de la virginidad… Y, por muchas razones, con más satisfacción.
Pasamos el mes de agosto de aquel primer verano en La Teste-sur-Mer, un pequeño pueblo pesquero en la cuenca de Arcachon —Gironda, al sudoeste de Francia—, famoso por sus ostras. Nos alojaron mi tía —tante Jeanne— y mi tío —oncle Gustav— en la misma casa estucada de blanco con techo de tejas rojas, donde de niño veraneaba mi padre. Tante Jeanne era una antigualla con gafas, ligeramente maloliente. Oncle Gustav, un vejete con mono de trabajo y boina, que liaba sus cigarrillos a mano y los fumaba hasta que desaparecían en la punta de la lengua. La Teste había cambiado poco durante los años transcurridos desde que mi padre pasara allí las vacaciones. Todos los vecinos eran todavía pescadores de ostras. Las familias aún criaban conejos y cultivaban tomates en los patios traseros. Las casas tenían dos cocinas: una interior y otra al aire libre para cocinar pescado. Había una bomba de mano para sacar agua del aljibe y un excusado al fondo del jardín. Lagartijas y caracoles aparecían por todas partes. Las principales atracciones turísticas eran la cercana Duna de Pyla (¡la duna de arena más grande de toda Europa!) y el también cercano pueblo de descanso Arcachon, adonde los franceses acudían en manada durante Les Grandes Vacantes. La televisión era el Gran Acontecimiento. A las siete en punto de la tarde —cuando las dos estaciones nacionales iniciaban las transmisiones—, oncle Gustav aparecía solemnemente en la puerta de su habitación con una llave colgada de la cadena que llevaba sujeta a la cadera y, con mucha ceremonia, abría las puertas de la vitrina donde guardaba el aparato.
Allí mi hermano y yo éramos más felices. Podíamos hacer muchas cosas. Las playas eran templadas y el clima semejante al que conocíamos en nuestro país, con la atracción añadida de las consabidas casamatas nazis. Había lagartijas para darles caza con pétards, cohetes que estaban a nuestro alcance porque podíamos comprarlos libre y legalmente (¡). Podíamos ir a pie hasta un bosque, donde vivía un auténtico ermitaño. Mi hermano y yo pasábamos horas allí espiándolo, escondidos entre la maleza. A esas alturas ya podía leer y disfrutar historietas en francés y, desde luego, comía… ¡comía de verdad! Sopa de pescado marrón oscura, ensalada de tomate, mejillones a la marinera, pollo a la vasca (estábamos a pocos kilómetros del País Vasco). Hacíamos excursiones a Cap Ferret, a orillas del Atlántico, una playa fantástica y solitaria de una belleza increíble, con enormes olas que nos revolcaban. Llevábamos baguettes, salchichón, rodajas de queso, vino y Evian (en Estados Unidos no habíamos visto nunca agua embotellada). Pocos kilómetros al oeste estaba Lac Cazeaux, un lago de agua fresca donde mi hermano y yo alquilábamos botes de pedales y nos metíamos en aguas profundas. Comíamos barquillos, deliciosos gofres calientes cubiertos de crema batida y azúcar glacé. Las dos canciones de moda aquel verano en la gramola de Cazeaux eran «Whiter Shade of Pale» de Procol Harum y «These Boots Were Made for Walking» de Nancy Sinatra. Los franceses ponían las dos canciones una y otra vez. Interrumpía la música el bramido de los jets de la Fuerza Aérea francesa, que bajaban en picada hacia el lago, camino de una base de bombarderos próxima. Con tanto rock and roll, buena comida y estruendosos explosivos a mano, yo estaba razonablemente contento.
De modo que cuando nuestro vecino monsieur Saint-Jour, pescador de ostras, invitó a mi familia a salir en su penas (así llamaban a las barcas que pescaban ostras), no pude ocultar mi entusiasmo.
A las seis de la mañana nos embarcamos en la pequeña barca de madera con nuestras cestas de picnic y el calzado apropiado. Monsieur Saint-Jour era un viejo cabrón cascarrabias, vestido como mi tío con un gastado mono de mezclilla, alpargatas y boina. Tenía la piel curtida y bronceada, a fuerza de estar azotada por el viento y al sol, mejillas hundidas y las pequeñas venas quebradas en los pómulos y la nariz, que todos allí parecían tener de tanto beber burdeos. Monsieur Saint-Jour no explicó de antemano a sus invitados en qué consistían esas excursiones diarias. Enfilamos hacia la boya que señalaba su zona submarina, un sector señalado por estacas al fondo de la bahía, y nos quedamos ahí sentados, quietos… quietos… quietos, bajo el sol de justicia de agosto, a la espera de que bajara la marea. La idea era pasar el bote flotando por encima de la estacada y dejarlo allí para que se fuera hundiendo al bajar el nivel del agua, hasta que descansara sobre el fondo del bassin. En ese momento, Monsieur Saint-Jour —y supuestamente sus invitados— se dedicarían a rastrillar las ostras, a recoger unos cuantos buenos ejemplares para venderlos en el puerto y a quitarles los parásitos que pudieran estropear la cosecha. Recuerdo que todavía quedaba más de medio metro de agua, cuando ya nos habíamos despachado el brie y las baguettes, y bebido la botella de Evian. Pero yo seguía hambriento y lo dije con toda franqueza.
En cuanto me oyó, como si quisiera poner a prueba a los americanos, Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer ostras.
Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuales flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.
Pero yo, arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas.
Y, en ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento todavía más vívido en mi memoria que tantos otros momentos iniciáticos —el primer coño atisbado, el primer porro, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier otro primer— disfruté de mi día de gloria. Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado — que más parecía zarpa— una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban. Mi hermano menor se encogió y se apartó del bicho reluciente —con vagas reminiscencias sexuales—, que todavía chorreaba y estaba medio vivo.
La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente Monsieur Saint-Jour y me la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.
Ya todo fue diferente. Todo.
No sólo sobreviví. Disfruté.
Supe que aquello era la magia hasta entonces apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura y todas cuantas la siguieron en la vida —la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva—, todas han sido fruto de aquel momento.
En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente —de alguna manera precursora un tanto sexualmente— aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.
La comida tenía poder.
Poder para inspirar, asombrar, provocar, excitar, deleitar y deslumbrar. Tenía poder para hacerme gozar a mí y a los demás. Era una información valiosa.
Durante el resto del verano y en los veranos posteriores me escabullía con frecuencia hasta los pequeños puestos del puerto, donde era posible comprar en bolsas de papel de estraza ostras sin lavar y cubiertas de negro por docenas. Después de unas pocas lecciones recibidas de mi nueva alma gemela, hermano de sangre y mejor compinche, Monsieur Saint-Jour —que también compartía ya conmigo sus cuencos de vin ordinaire azucarado, una vez acabadas las horas de faena—, yo podía abrir las ostras solo. Metía el cuchillo por detrás y hacía saltar la juntura, como si fuera la cueva de Aladino.
Solía sentarme en el jardín, entre los tomates y las lagartijas, y beber Kronenbourgs (Francia era el País de las Maravillas para los bebedores menores de edad), leer tan a gusto Modesty Blaise, los Katzenjammer Kids y las encuadernadas bandes dessinés[1] en francés, hasta que los dibujos bailaban ante mis ojos cuando fumaba algún Gitane escamoteado. Sigo asociando el sabor de las ostras con aquellos espléndidos y embriagadores días de colocones ilícitos a última hora de la tarde. Con el aroma de los cigarrillos franceses, el sabor de la cerveza, la inolvidable sensación de estar haciendo algo que no debía hacer.
Hasta entonces no tenía planeado meterme a cocinero profesional. Pero con frecuencia miro atrás, en busca de ese tenedor en mi ruta, tratando de adivinar en qué momento preciso tomé por mal camino y me convertí en buscador de sensaciones, en un sensual hambriento de placeres, siempre con el afán de provocar, divertir, aterrorizar y manipular. Siempre con el afán de llenar ese lugar vacío de mi alma con algo nuevo.
Y me complace pensar que fue culpa de Monsieur Saint-Jour. Pero la verdad es que nunca ha dejado de ser culpa mía.
Texto cedido por los editores con fines promocionales. Aparece en el libro Confesiones de un Chef. Anthony Bourdain. RBA libros. 2018.
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Anthony Bourdain (Nueva York, 1956 – Alsacia, 2018) Marcó un antes y un después en la forma de ver la alta cocina, con una visión rompedora y sin prejuicios. Chef de fama internacional, combinó durante años su habilidad tras los fogones con la escritura y la aparición en diferentes medios de comunicación. También colaboró en numerosas ocasiones con la prensa, desde The New York Times y The Times hasta la revista Food Arts. Ha publicado los libros Confesiones de un chef, Viajes de un chef, La cocina de Les Halles, Malos tragos y En crudo.
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[1] Comics