NARRATIVA
Tachas 610 • En el que nos adentramos en el universo de la economía y nos preguntamos quién era la madre de Adam Smith • Katrine Marçal
Katrine Marçal

¿Cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa? Esta es la pregunta fundamental de la economía. Puede parecer simple, pero en realidad se trata de una cuestión extremadamente compleja.
La mayoría de nosotros produce solo un pequeño porcentaje de todo lo que consumimos a diario. El resto lo compramos; cogemos el pan del estante del supermercado y la corriente eléctrica nos es suministrada a través de los cables de la luz en cuanto encendemos la lámpara. Sin embargo, para producir dos barras de pan y un kilovatio de electricidad es precisa la actividad coordinada de miles de personas en todo el mundo.
El agricultor que cultiva el trigo para venderlo a la panificadora; la empresa que vende bolsas para empaquetar el pan; la panificadora que vende pan al supermercado que, a su vez, nos lo vende a nosotros. Para que el pan nos esté esperando en el estante un, pongamos por caso, martes por la mañana, es necesario todo esto y, además, que haya personas que fabriquen y suministren herramientas a los agricultores, que transporten los alimentos a la tienda, que realicen labores de mantenimiento de los vehículos de transporte, que limpien los supermercados y desembalen las mercancías.
Todo este proceso ha de tener lugar más o menos en el orden correcto, respetando los tiempos y plazos, así como repetirse las veces necesarias para que los estantes del supermercado destinados al pan no se queden vacíos. Y lo mismo cabe decir no solo de las barras de pan, sino también de los libros, las muñecas Barbie, los balones, las bombas y cualquier otra cosa que se nos ocurra comprar y vender. Las economías modernas son estructuras intrincadas.
Por lo tanto, los economistas también se hacen esta pregunta: ¿qué es lo que cohesiona estas estructuras?
La economía ha sido definida como la ciencia de preservar el amor[1]. La idea básica reza: el amor es un bien escaso. Es difícil amar a nuestros semejantes, por no hablar de los que no se parecen tanto a nosotros. Por consiguiente, tenemos que economizar el amor y no despilfarrarlo innecesariamente. Si lo utilizamos como motor de impulso de nuestras sociedades, no nos quedará nada para usarlo en nuestra vida privada. El amor es difícil de encontrar, y aún más difícil de mantener.
Por esa razón, los economistas han llegado a la conclusión de que necesitamos otra cosa que sirva de fundamento organizativo de nuestra sociedad.
¿Por qué, pues, no recurrimos al egoísmo en vez de al amor? Ese no parece ser un bien escaso, sino hallarse en abundancia.
Adam Smith, el padre de la ciencia económica, escribió en 1776 unas palabras que forjaron nuestra visión moderna de la economía: «No de la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero, sino de sus miras al interés propio, es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento».
La tesis de Smith era que el carnicero hace su trabajo no porque sea un tipo majo, sino para tener a los clientes satisfechos y, en consecuencia, ganar dinero. El panadero cuece los panes y el cervecero fermenta la cerveza no porque quieran hacer feliz a la gente, sino para obtener beneficios. Si la carne, el pan y la cerveza están buenos, la gente los comprará. Por esa razón los carniceros, panaderos y cerveceros producen sus bienes. No es que realmente les preocupe que la gente tenga buena carne, buen pan y buena cerveza; no, esa no es la fuerza motriz. La fuerza impulsora es el interés propio.
Y el interés propio es algo en lo que se puede confiar de verdad, pues es un bien inagotable.
No ocurre lo mismo con el amor; el amor es un bien escaso. No alcanza para toda la sociedad, de manera que debe conservarse en un frasco destinado solo a usos privados. De lo contrario, todo se va al garete.
«¿Qué es lo que tiene cientos de metros de largo, se mueve a paso de tortuga y vive solo de col?»
Respuesta: «La cola para comprar el pan en la Unión Soviética».
Este era un chiste que se oía con frecuencia en la antigua Unión Soviética y que expresa un sentir común: no queremos vivir como en ese país.
Adam Smith nos contó el cuento de por qué el libre mercado era la mejor manera de crear una economía eficaz. Con ello introducía por primera vez ideas revolucionarias y radicales acerca de la libertad y la autonomía. Su razonamiento era el siguiente: eliminemos los aranceles y las regulaciones, ya que cuando permitamos al mercado funcionar libremente la economía marchará sobre ruedas, con el interés propio como combustible inagotable. Si todos y cada uno de nosotros perseguimos nuestro propio interés, el conjunto de la población podrá tener acceso a los bienes que necesita; el pan nos esperará todos los días en el estante del supermercado, la corriente eléctrica circulará por los cables de la luz y tendremos la comida asegurada.
De manera que el interés propio de todas y cada una de las partes hará que el conjunto funcione correctamente. Y ello sin que nadie tenga que pensar en el conjunto. Es algo casi mágico, que se ha convertido en uno de los cuentos más populares de nuestra época. Para la temprana ciencia de la economía, era una verdad evidente e indiscutible que el interés propio constituía el motor que hacía girar el mundo. «El principio fundamental de la economía es que las personas actúan movidas exclusivamente por el interés propio», decían los economistas a finales del siglo XIX[2]. La economía moderna se construyó sobre el pedestal del interés propio, que todos debíamos idolatrar[3].
Así pues, desde sus comienzos, el núcleo de la ciencia económica no era el dinero, sino una particular visión del ser humano. La idea de que, básicamente, en todas las situaciones en que nos halláramos, actuábamos para obtener un beneficio. Con todas las consecuencias que de ello se siguen.
Este sigue siendo el punto de partida de las teorías económicas más comunes. Cuando coloquialmente hablamos de «pensar como un economista», nos referimos al hecho de considerar que la gente hace lo que hace para obtener algún beneficio. Puede que no sea la imagen más halagadora del ser humano, pero es la más realista. Y si queremos lograr algo en esta vida, mejor partir de la realidad. La ética nos dice cómo queremos que el mundo funcione, mientras que los economistas nos dicen cómo funciona realmente[4]. O, al menos, esto es lo que ellos mismos afirman a menudo.
La verdad es que no necesitamos saber mucho más para conducirnos por la vida; con este elemental principio rector nos basta. Y es ese mismo principio rector el que cohesiona la sociedad, como una mano invisible. Esa es la gran paradoja. Pero, como todos sabemos, Dios nos habla siempre con paradojas.
«La mano invisible»; he aquí la expresión más famosa de la ciencia económica. Aunque Adam Smith acuñó el término, fueron sus sucesores en el gremio quienes lo popularizaron[5]. La mano invisible lo mueve todo, lo controla todo, lo decide todo, a pesar de que (como su propio nombre indica) no puedes verla ni percibirla de otra forma. No es algo que intervenga desde lo alto o desde el exterior, no es un puntero que señale y mueva las cosas. Es algo que surge de las acciones y decisiones individuales, una mano que hace girar el sistema desde el interior. El concepto ha cobrado mucha más importancia para los economistas recientes de lo que la tuvo para el propio Adam Smith. El padre de la ciencia económica menciona el término una sola vez en La riqueza de las naciones, pero hoy en día es considerado a menudo el fundamento de la economía moderna y de su propio y particular universo.
Un siglo antes de que Adam Smith nos hablara acerca de esta mano invisible, el inglés Isaac Newton publicó su obra Philosophiæ naturalis principia mathematica.
Astrónomo, matemático, científico y alquimista, Newton describió la fuerza que mantiene a la Luna en su órbita y nos explicó por qué las manzanas caen al suelo, controladas por la misma fuerza gravitatoria que sostiene a los cuerpos celestes en su regazo. Newton nos dio así la ciencia moderna y una nueva visión de la existencia.
En aquel tiempo a las matemáticas se las consideraba un lenguaje divino; a través de ellas, Dios había puesto a disposición del ser humano «el libro de la naturaleza». Dios nos dio las matemáticas para que pudiéramos entender su creación. Los descubrimientos de Isaac Newton embriagaron a todo el mundo, especialmente a Adam Smith y su emergente ciencia económica.
Las leyes del sistema solar, que antes solo Dios conocía, podían de repente estudiarse con el método científico. La imagen del mundo cambió; de uno en el que Dios intervenía, opinaba, castigaba, separaba los mares, movía montañas y abría un millón de flores todos los días, se pasó a otro del cual Dios estaba ausente, a un universo que Dios había creado y al que había dado cuerda, pero que ahora marchaba solo, sin necesidad ya de ningún poder externo.
El cosmos se convirtió era un dispositivo automático, en un enorme engranaje, en un gigantesco proceso mecánico en el que las diferentes partes funcionaban como componentes de una máquina. Los intelectuales empezaron a estar cada vez más convencidos de que, así como Newton había explicado el movimiento planetario, a la larga seríamos capaces de explicar todo lo demás. Isaac Newton había revelado las leyes de la naturaleza, y con ello el verdadero plan que Dios había concebido para el universo. El mismo enfoque, pensó Adam Smith, debería ser capaz de revelar las leyes naturales de la organización social, y con ello el verdadero plan que Dios había concebido para la humanidad.
Si había una mecánica en la naturaleza, tenía que haber una mecánica en el sistema social. Si había leyes que determinaban el movimiento de los cuerpos celestes, tenía que haber leyes que determinaran el movimiento de los cuerpos humanos. Y estas debían poder ser formuladas de manera científica. Una vez que fuéramos capaces de entenderlas, podríamos hacer que la sociedad se adaptase a ellas con fluidez, podríamos vivir en armonía con el plan real y originario del Creador. Nadaríamos a corriente, no a contracorriente, y de paso comprenderíamos todo el conjunto. La sociedad habría de convertirse en un reloj que funcionase a la perfección, marcando la hora de la manera más conveniente para nosotros.
Esa fue la tarea que asumió la ciencia económica fundada por Adam Smith. Una tarea en absoluto baladí: ¿cómo íbamos a alcanzar aquella armonía natural?
La fuerza que supuestamente iba a desempeñar en el sistema social la misma función que la gravedad en el sistema solar era el interés propio.
«Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente», argumentó el propio Newton[6]. Pero a nadie le importaba. Adam Smith parecía haber revelado el auténtico plan de Dios para el mundo, un sistema de libertad natural concebido como un reflejo natural de la física newtoniana.
En esencia, el método científico de Newton consistía en dividir un todo en pedazos más pequeños. Si quieres entender algo, desmóntalo. Si todavía sigues sin entenderlo, divide de nuevo las piezas en trozos aún más pequeños. Y así hasta llegar a la mínima parte en que se pueda dividir la totalidad, a la pieza básica de Lego a partir de la cual se construye todo lo demás (la partícula elemental, el átomo, el componente más pequeño posible). A continuación, puedes estudiarlo. Si entiendes la pieza básica, entenderás el resto.
Cualquier cambio en la totalidad no se debe a que sus partículas elementales hayan mutado; estas son indiferentes a lo que ocurra en el conjunto del que son parte integrante. Cada variación tan solo denota que estas partículas se han organizado siguiendo un patrón distinto. Sus movimientos son controlados por las leyes naturales. Y el mundo tiene la lógica de un reloj.
Los economistas intentaron reproducir este ardid. Si quieres entender la economía, desmóntala. Divide todos los complejos procesos coordinados que son necesarios para que el filete esté expuesto en la carnicería cualquier día de la semana, esperando a ser comprado. Si aún sigues sin entenderlos, divídelos de nuevo en pedazos aún más pequeños. Tras todas estas operaciones divisorias, los economistas llegaron a la unidad mínima en que pensaban que el conjunto podía dividirse. Y lo llamaron «individuo».
Su razonamiento era que, en cuanto comprendiéramos al individuo, comprenderíamos todo lo demás[7]. Del mismo modo que la física contemporánea se dedicaba a estudiar los átomos indivisibles, la emergente ciencia económica se dedicaba a estudiar a los individuos independientes. La sociedad es solo una suma de estos individuos. Los cambios en la economía no obedecen a que el individuo haya cambiado, pues la identidad de este permanece siempre al margen de los demás. Sin embargo, el individuo, a la hora de actuar, se encuentra con opciones. Cada cambio significa que se ha organizado siguiendo un patrón distinto, de acuerdo con nuevas y diferentes opciones que se le han presentado en su relación con los demás. Porque, aunque los individuos no se influyen mutuamente, sí interactúan. Al igual que las bolas de billar. La conciencia individual, que pertenece al dominio exclusivo de su dueño, permanece inmutable.
El resto es silencio.
El mayor logro de Adam Smith fue que desde el principio consiguió introducir la naciente ciencia económica en la nueva concepción del mundo proveniente de la física newtoniana. Lógica, racional y predecible; esas eran las características de la física en aquella época, antes de que el tiempo y el espacio se fusionaran en un espacio-tiempo indivisible, antes de que el universo se dividiera, en cada medición, en tantas partes como posibles resultados de la medición. Pero los economistas sucesores de Adam Smith no se interesaron especialmente por la moderna física cuántica y siguen mirando impertérritos el cielo estrellado de Newton.
¿Tuvo Dios alguna elección en la creación del mundo? Eso se preguntaba el padre de la física moderna, Albert Einstein, a principios del siglo XX[8]. ¿Existía una alternativa aún desconocida a las leyes de la física newtoniana? ¿Otra manera de hacer las cosas? Sus contemporáneos dedicados a la ciencia económica raramente se plantearon estas cuestiones. Estaban muy seguros de sus ideas. La teoría económica es «un conjunto de generalizaciones cuya exactitud e importancia medular solo discuten los ignorantes o los perversos», escribió el economista británico Lionel Robbins en 1945[9]. Se trataba precisamente de demostrar que no había alternativa. El mercado formaba parte de la naturaleza humana, así que los economistas estudiaban el mercado y, luego, al ser humano.
En el pasado, los reyes empleaban consejeros que leían las entrañas de cadáveres de animales. Examinaban su color y su forma para informar al rey de cómo los dioses podrían reaccionar a tal o cual decisión política. Los etruscos de la antigua Italia dividían las partes externas de un hígado de oveja en dieciséis piezas separadas. Pero el mundo ha evolucionado desde entonces. Hoy en día, el papel de estos asesores ha sido asumido por los economistas, que, con mayor o menor acierto, intentan predecir la reacción del mercado a las decisiones políticas.
Muchos de nosotros queremos vivir en una economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado. Hemos aprendido que lo uno va con lo otro. Fidel Castro dice que la única cosa peor que ser explotado por una multinacional capitalista es no ser explotado por una multinacional capitalista. Puede que tenga razón. «No hay alternativa», decía Margaret Thatcher. El capitalismo parecía (al menos hasta la crisis financiera de 2008) haber logrado aquello en lo que habían fracasado todas las principales religiones del mundo: unir a la especie humana en una sola comunidad, el mercado global.
El mercado puede determinar el precio del hierro y la plata; las necesidades del ser humano, el salario de las niñeras, de los pilotos y de los directores generales; lo que la gente ha de pagar por una barra de labios, un cortacésped o una histerectomía. El mercado decide cuánto vale la quiebra de un banco de inversión financiada con las reservas de los contribuyentes estadounidenses (70 millones de dólares al año)[10]. O cuánto vale sostener la mano agonizante de una anciana de ochenta y siete años antes de que exhale su último suspiro en un estado del bienestar escandinavo (96 coronas la hora)[11].
Cuando Adam Smith se sentaba a cenar, pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque les cayera bien al carnicero y al panadero, sino porque estos perseguían sus propios intereses por medio del comercio. Era, por tanto, el interés propio el que le servía la cena.
Sin embargo, ¿era así realmente? ¿Quién le preparaba, a la hora de la verdad, ese filete a Adam Smith?
Adam Smith nunca se casó. El padre de la ciencia económica vivió la mayor parte de su vida con su madre[12], que se encargaba de la casa mientras un primo gestionaba sus finanzas. Cuando Smith ocupó el puesto de director de aduanas en Edimburgo, su madre se mudó a vivir con él. Toda su vida se dedicó a cuidar de su hijo; a la hora de responder a la pregunta de cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa, ella es la parte que Adam Smith pasó por alto.
En la época en la que Adam Smith escribió sus teorías, para que el carnicero, el panadero y el cervecero pudieran ir a trabajar, era condición sine qua non que sus esposas, madres o hermanas dedicaran hora tras hora y día tras día al cuidado de los niños, la limpieza del hogar, preparar la comida, lavar la ropa, servir de paño de lágrimas y discutir con los vecinos. Se mire por donde se mire, el mercado se basa siempre en otro tipo de economía. Una economía que rara vez tenemos en cuenta.
La niña de once años que todas las mañanas recorre quince kilómetros en busca de leña para su familia desempeña un papel enorme en el desarrollo económico de su país. A pesar de ello, su trabajo no es reconocido. La chica es invisible en las estadísticas económicas. En la magnitud del PIB, por la cual medimos la actividad económica total de un país, ella no cuenta[13]. Su actividad no se considera importante para la economía o para el crecimiento económico. Parir niños, criarlos, cultivar el huerto, hacerles la comida a los hermanos, ordeñar la vaca de la familia, coserles la ropa o cuidar de Adam Smith para que él pueda escribir La riqueza de las naciones; nada de esto se considera «trabajo productivo» en los modelos económicos estándar.
Fuera del alcance de la mano invisible se encuentra el sexo invisible.
La escritora y feminista francesa Simone de Beauvoir describió a la mujer como «el segundo sexo»[14]. Es el hombre quien va primero. Es el hombre el que cuenta. El hombre define el mundo y la mujer es «lo otro», todo lo que él no es, pero de lo que él depende para poder ser lo que es.
Para poder ser el que cuenta.
Así como hay un «segundo sexo» hay una «segunda economía». El trabajo que tradicionalmente han hecho los hombres es el que cuenta, el que define el panorama económico mundial. El trabajo de la mujer es el que va en segundo lugar, «lo otro»: todas las labores que él no desempeña pero de las que, al mismo tiempo, depende para poder realizar sus propias tareas. Para poder hacer el trabajo que cuenta.
Adam Smith logró responder la pregunta fundamental de la economía solo a medias. Si tenía asegurada la comida no era solo porque los comerciantes sirvieran a sus intereses propios por medio del comercio.
Adam Smith la tenía también asegurada porque su madre se encargaba de ponérsela en la mesa todos los días.
Hoy en día se señala a veces que la economía no solo se cimienta sobre una «mano invisible», sino también sobre un «corazón invisible»[15]. Es quizá una visión demasiado idealizada de los deberes que la sociedad ha asignado históricamente a las mujeres. No sabemos por qué la madre de Adam Smith cuidó de su hijo.
Solo sabemos que, efectivamente, cuidó de él.
Texto cedido por los editores con fines promocionales. Aparece en el libro ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?. Katrine Marçal. Editorial Debate. 1997. Traducción de Elda García-Posada.
***
Katrine Marçal (Lund, Suecia. 1983) Se graduó en la Universidad de Uppsala. escritora y periodista sueca. Vive actualmente en Londres.
[Ir a la portada de Tachas 610]
[1] McCloskey, 2000, p. 13.
[2] Edgeworth, 1967, p. 16.
[3] Stigler, 1971, p. 265.
[4] Véase el Prólogo de Freakonomics. (Levitt y Dubner, 2006.)
[5] La expresión «mano invisible» aparece una sola vez en La riqueza de las naciones, referida a las restricciones a la importación (véase el libro IV, cap. 2).
[6] Cita atribuida a Newton, que aparece por primera vez en la obra de Henry Richard Fox Bourne The Romance of Trade, 1871.
[7] Véase, por ejemplo, Davis, 2003.
[8] Citado, entre otros, en Hawking, 1993, p. 113.
[9] Robbins, 1945, p. 1
[10] Se estima que Richard S. Fuld Jr., director gerente de Lehman Brothers, ganó 500 millones de dólares entre 2000 y 2007. Véase también Bebchuk, Cohen y Spamann, 2010.
[11] Este es aproximadamente el salario mínimo de las enfermeras en Suecia.
[12] Phillipson, 2010.
[13] Sobre el trabajo femenino en el cómputo del PIB, véase Waring, 1999
[14] Beauvoir, 1949.
[15] Folbre, 2001.