ENSAYO
Tachas 620 • Panaceas Universales Antagónicas • Max Horkheimer
Max Horkheimer

Rige actualmente un consenso casi general acerca de que nada ha perdido la sociedad con el ocaso del pensar filosófico, ya que este ha sido reemplazado por un instrumento cognoscitivo más poderoso: el pensamiento científico moderno. Se dice a menudo que todos los problemas que la filosofía ha intentado resolver o carecen de significado o pueden ser resueltos mediante métodos experimentales modernos. En efecto, una tendencia dominante en la filosofía moderna hace transferir a la ciencia lo que no pudo lograr la especulación tradicional. Tal tendencia a hipostasiar la ciencia caracteriza a todas las escuelas que hoy día se llaman positivistas. Las observaciones que siguen no intentan una discusión detallada de esta filosofía: su único objetivo es relacionarla con la crisis cultural actual.
Los positivistas atribuyen esta crisis a una “neurastenia”. Hay muchos intelectuales faltos de vigor —dicen— que, tras declarar que desconfían del método científico, buscan refugio en otros métodos cognoscitivos, como la intuición o la revelación. De acuerdo con los positivistas, lo único que nos hace falta es confianza suficiente en la ciencia. Desde luego, no desconocen las prácticas destructivas a que la ciencia debe echar mano; pero afirman que semejante uso es una perversión de la ciencia. ¿Es realmente así? El progreso objetivo de la ciencia y su aplicación a la técnica no justifican la creencia corriente de que la ciencia es destructiva sólo cuando se pervierte, y necesaria mente constructiva cuando se la entiende en forma adecuada.
Es incuestionable que podría darse a la ciencia un mejor uso. Pero no puede darse por descontado, en absoluto, que el camino para realizar las buenas posibilidades de la ciencia corresponda en general a su itinerario actual. Los positivistas parecen olvidar que las ciencias natu rales tal como ellos las entienden son, antes que nadar medios de producción adicionales, un elemento entre muchos otros dentro del proceso social. Resulta por lo tanto imposible determinar a priori cuál es el papel que le toca desempeñar a la ciencia en el efectivo progreso o retroceso de la sociedad. Sus efectos son tan positivos o negativos como la función que adopta dentro de la tendencia general del proceso económico.
Hoy día la ciencia —a diferencia de otras fuerzas y actividades intelectuales, y debido a su división en dominios específicos, a sus procedimientos, a sus contenidos y a su organización— sólo puede comprenderse con referencia a la sociedad para la cual funciona. La filosofía positivista, que ve en la herramienta “ciencia” un defensor automático del progreso es tan engañosa como otras glorificaciones de la técnica.
La tecnocracia económica lo espera todo de la emancipación de los medios de producción materiales. Platón quiso convertir en amos a los filósofos; los tecnócratas quieren hacer de los ingenieros un consejo de vigilancia de la sociedad. El positivismo es tecnocracia filosófica. Para el positivismo, si se quiere ingresar corno miembro en los gremios de la sociedad, es condición previa profesar una fe exclusiva en la matemática. Platón, panegirista de la matemática, concebía a los gobernantes como peritos administrativos, como ingenieros de lo abstracto. De un modo parecido los positivistas tienen a los ingenieros por filósofos de lo concreto, puesto que ellos aplican la ciencia de la cual la filosofía —en la medida en que de algún modo se la tolera— es un mero derivado. Sin desmedro de todas sus diferencias, tanto Platón como los positivistas sostienen la opinión de que el camino para salvar a la humanidad consiste en someterla a las reglas y a los métodos de la razón científica, Los positivistas, empero, adaptan la filosofía a la ciencia, esto es, a las exigencias de la praxis, en lugar de adaptar la praxis a la filosofía. Para ellos el pensar, precisamente cuando funciona como ancilla administrationis, se convierte en rector mundi.
Hace algunos años, la valoración positivista de la actual crisis cultural fue expuesta en tres artículos que analizan con gran claridad las debatidas cuestiones de que allí se trata[1]. Sidney Hook afirma que la crisis cultural contemporánea surge de una “pérdida de confianza en el método científico”[2]. Se lamenta de los numerosos intelectuales que se afanan por una verdad y un conocimiento que no son idénticos a la ciencia. Dice que ellos confían en la autoevidencia, la intuición, la percepción esencial por iluminación, la revelación y “en otras fuentes de información dudosas, en lugar de dedicarse a una investigación decente, a experimentar y a sacar sus conclusiones científicamente. Denuncia a los defensores de todo tipo de metafísica y amonesta a las filosofías protestante y católica y a su alianza intencional o no intencional con las fuerzas reaccionarias. No obstante adoptar una actitud crítica frente a la economía liberal, se pronuncia a favor de la “tradición del mercado libre en el mundo libre de las ideas”[3].
John Dewey ataca al antinaturalismo que “impidió a la ciencia completar su curso y dar cumplimiento a sus posibilidades constructivas”. Ernest Nagel, al discurrir sobre “filosofías malignas”, refuta diversos argumentos específicos alegados por metafísicos, que le niegan a la lógica de la ciencia natural la condición de base espiritual suficiente para actitudes morales. Estos tres artículos polémicos, como muchas otras comprobaciones de sus autores, merecen gran respeto debido a la posición no comprometida que toman frente a los diversos heraldos de ideologías autoritarias. Nuestras observaciones críticas se refieren rigurosa y exclusivamente a diferencias teóricas objetivas. Pero antes de analizar la panacea positivista, examinemos la cura recomendada por sus adversarios.
No hay duda de que el ataque positivista a ciertos calculados y artificiales revivals de ontologías anticuadas se justifica. Los defensores de estos revivals, por elevada que pueda ser su formación cultural, traicionan sin embargo los últimos vestigios de la cultura occidental al hacer de la salvación su negocio filosófico. El fascismo retomó viejos métodos de dominio que, bajo las condiciones modernas, resultaron ser indeciblemente más brutales que sus formas originales; tales filósofos reaniman los sistemas de pensamiento autoritarios que, bajo las condiciones modernas, demuestran ser mucho más ingenuos, mucho más arbitrarios y falaces que lo que fueron originariamente. Metafísicos bien intencionados, con sus testimonios semidoctos a favor de lo verdadero, lo bueno y lo bello como valores eternos de la escolástica, destruyen la última huella de sentido que pudieran tener tales ideas para pensadores independientes que intentan oponerse a los poderes vigentes. Tales ideas son recomendadas hoy como si fuesen mercancías, cuando en otro tiempo servían, por cierto, para combatir los efectos de la cultura comercial.
Se observa actualmente una tendencia general a reanimar teorías pasadas pertinentes a la razón objetiva, con el fin de dar un fundamento filosófico a la jerarquía —en proceso de rápida descomposición— de los valores generalmente aceptados. Junto con curas psíquicas seudorreligiosas o semicientíficas, con el espiritismo, la astrología, variantes baratas de filosofías pretéritas como el yoga, el budismo o la mística, o adaptaciones populares de filosofías objetivistas clásicas, se recomiendan ontologías medievales para uso moderno. Pero la transición de la razón objetiva a la subjetiva no se debió a ninguna casualidad, y no puede darse marcha atrás arbitrariamente, en un momento dado, en el proceso de la evolución de ideas. Si la razón subjetiva, bajo la forma de iluminismo, logró disolver la base filosófica de artículos de fe que habían sido parte esencial de la cultura occidental, sólo pudo hacerlo porque esa base había demostrado ser demasiado débil. Su reanimación resulta por lo tanto enteramente artificial: sirve para rellenar un vacío. Se ofrecen las filosofías de lo absoluto como magnífico instrumento para salvarnos del caos. Compartiendo el destino de todas las doctrinas, las buenas y las malas, sometidas a la prueba de los mecanismos sociales de selección de la actualidad, las filosofías objetivistas son estandardizadas para fines específicos. Las ideas filosóficas sirven a las necesidades de grupos religiosos o ilustrados, progresista o conservadores. Lo absoluto mismo se convierte en medio, y la razón objetiva en proyecto destinado a fines subjetivos, por más generales que estos puedan ser.
Los tomistas[4] modernos describen en determinadas ocasiones su metafísica como suplemento saludable y útil para el pragmatismo, y probablemente tienen razón. De hecho las adaptaciones filosóficas de religiones establecidas cumplen una función que sirve a los poderes establecidos: transforman los restos supérstites del pensar mitológico en recursos útiles para la cultura de masas. Cuanto más se esfuerzan tales renacimientos artificiales por mantener intacta la letra de las doctrinas originales, tanto más deforman el sentido original; pues la verdad se va formando a lo largo de una evolución de ideas que se modifican y se rebaten unas a otras. El pensamiento permanece leal a sí mismo en un sentido amplio, al mostrarse dispuesto a contradecirse, conservan do no obstante —en calidad de momentos de verdad inmanentes— el recuerdo de los procesos a los que debe su existencia. El conservadorismo de los intentos modernos de reanimación filosófica relacionados con elementos culturales es un autoengaño. Al igual que la religión moderna, tampoco los neotomistas pueden dejar de fomentar la pragmatización de la vida y la formalización del pensar. Contribuyen a la disolución de las profesiones de fe autóctonas y a convertir la fe en asunto de conveniencia.
La pragmatización de la religión, por más blasfema que pueda aparecer en muchos aspectos —como el nexo entre religión e higiene—, no es tan sólo el resultado de su adaptación a las condiciones de la civilización industrial, sino que se halla arraigada en la íntima esencia de toda clase de teología sistemática. El tema de la explotación de la naturaleza puede observarse incluso en los primeros capítulos de la Biblia. Todas las criaturas deben someterse al hombre. Únicamente los métodos y manifestaciones de este sometimiento han variado. Pero mientras en el tomismo original pudo lograr su objetivo de adaptar el cristianismo a las formas científicas y políticas contemporáneas, el neotomismo se encuentra en una situación precaria. Puesto que la explotación de la naturaleza en la Edad Media dependía de una economía relativamente estática, también la ciencia era estática y dogmática en aquella época. Su relación con la teología dogmática pudo ser relativamente armoniosa y era fácil incorporar el aristotelismo al tomismo. Pero semejante armonía resulta imposible hoy, y el uso que hacen los neotomistas de categorías como causa, fin, fuerza, alma, entidad, deja de ser crítico, necesariamente. Mientras que para Santo Tomás esas ideas metafísicas representaban el más alto grado de conocimiento científico, su función se ha modificado por completo en la cultura moderna.
Los conceptos neotomistas que sus sostenedores afirman extraer de enseñanzas teológicas no forman ya—desdichadamente para ellos— la columna vertebral del pensamiento científico. Los neotomistas no logran reunir la teología y la ciencia natural contemporánea en un solo sistema espiritual jerárquico, tal como lo hacía Santo Tomás emulando a Aristóteles y a Boecio, puesto que los descubrimientos de la ciencia moderna contradicen de un modo demasiado evidente al ordo escolástico y a la metafísica aristotélica. Ningún sistema educacional, ni siquiera el más reaccionario, puede hoy permitirse considerar la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad como asuntos que nada tienen que ver con los principios cardinales del pensar. A fin de hacer concordar su punto de vista con la ciencia natural actual, los neotomistas se ven así forzados a inventar toda suerte de expedientes intelectuales. Su situación forzada recuerda el dilema de aquellos astrónomos que a comienzos de la época de la astronomía moderna intentaban mantener en pie el sistema tolomeico suplementándolo mediante complejísimas construcciones auxiliares y afirmando que éstas salvarían el sistema a pesar de todos los cambios.
En este punto los neotomistas, a diferencia de su maestro, no se toman el trabajo de deducir realmente el contenido de la física contemporánea de la cosmología de la Biblia. Las complejidades de la estructura electrónica de la materia, para no hablar siquiera de la teoría del espacio en explosión, harían, en efecto, muy difícil tal empresa. Si Tomás de Aquino viviese en la actualidad, probablemente encararía la situación de hecho y, o bien anatematizaría a la ciencia por razones filosóficas, o bien se volvería hereje; no trataría de encontrar una síntesis superficial de elementos inconciliables. Pero sus epígonos no se deciden a adoptar una posición semejante: los últimos dogmáticos se balancean entre la física celestial y la terrenal, entre la física ontológica y la lógico-empirista. Su método consiste en admitir in abstracto que también las descripciones no ontológicas pueden tener cierto grado de verdad o en reconocerle a la ciencia su racionalidad en la medida en que es matemática o en celebrar concordatos parecidamente dudosos en el terreno filosófico. Con ese proceder, la filosofía clerical crea la impresión de que la ciencia física moderna se integra bien en su sistema eterno, cuando ese sistema no es más que una forma anticuada precisamente de esa teoría a la que pretende integrar. Cierto es que ese sistema se estructura conforme al mismo ideal de dominio que encontramos en la teoría científica. Tiene por base el mismo objetivo, el de dominar la realidad, y de ningún modo el de criticarla.
La función social de estos intentos de resucitar el sistema de la filosofía objetivista, de la religión o superstición, consiste en reconciliar el pensamiento individual con las formas modernas de manipulación de las masas. En este sentido, los efectos de la reanimación filosófica del cristianismo no difieren gran cosa de los del revival de la mitología pagana en Alemania. Los restos de la mitología alemana constituían una fuerza de resistencia subrepticia contra la civilización burguesa; por debajo de la superficie del dogma y del orden conscientemente aceptados, seguía alimentándose de antiguos recuerdos paganos bajo forma de creencias populares. Habían inspirado la poesía, la música y la filosofía alemana. Una vez redescubiertos y manejados como elementos de educación masiva, se extinguió su antagonismo respecto a las formas dominantes de la realidad y se convirtieron en herramientas de la política moderna.
Algo análogo sucede con la tradición católica a raíz de la campaña neotomista. Así como los neopaganos alemanes, los neotomistas modernizan antiguas ideologías e intentan adaptarlas a objetivos modernos. Al proceder así pactan con el mal existente, cosa que las iglesias establecidas han hecho siempre. Al mismo tiempo disuelven involuntariamente los últimos restos de aquel espíritu de fe complaciente que tratan de reanimar. Formalizan sus propias ideas religiosas a fin de adaptarlas a la realidad. Necesariamente su interés reside más en acentuar una justificación abstracta de doctrinas religiosas, que en acentuar su contenido específico. Esto pone claramente en evidencia los riesgos que amenazan a la religión a raíz de la formalización de la razón. Contrariamente a la labor misionera en su sentido tradicional, las enseñanzas neotomistas se componen menos de historias y de dogmas cristianos que de argumentos que exponen por qué la fe religiosa y el modo religioso de vivir son aconsejables en nuestra situación actual. Semejante procedimiento pragmático perjudica en realidad los conceptos religiosos que parecería dejar intactos. La ontología neotomista, predestinada a fundar el orden, permite que se corrompa el núcleo esencial de las ideas que ella proclama. El fin religioso se pervierte al transformarse en medio secular. Poco tiene que ver el neotomismo con la fe en la Mater dolorosa por amor a ella misma, concepto religioso que fue fuente de inspiración de tanta gran poesía y arte en Europa. Se concentra en la fe puesta en la fe misma en cuanto medio adecuado frente a las dificultades sociales y psicológicas de la actualidad.
No faltan, por cierto, los esfuerzos exegéticos dedicados, por ejemplo, a la “sabiduría que es María”. Pero tales esfuerzos denotan algo artificial. Su forzada ingenuidad está en contradicción con el proceso general de formalización, que ellos aceptan como un hecho y que en última instancia se halla arraigado en la filosofía religiosa misma. También las escrituras del cristianismo medieval, a partir de los tempranos días patrísticos, en especial las de Tomás de Aquino, denotan una fuerte propensión a formalizar los elementos fundamentales de la fe cristiana. Es posible observar esa tendencia incluso en un ejemplo tan elevado como la identificación de Cristo con el logos en el comienzo del cuarto Evangelio. Las vivencias genuinas de los cristianos primitivos se subordinaron en el transcurso de la historia de la Iglesia a objetivos racionales. La obra de Tomás de Aquino marca una fase decisiva en esta evolución. La filosofía aristotélica, con el empirismo que le es inherente, se había hecho más adecuada a la época que la especulación platónica.
Desde los más tempranos comienzos de la historia eclesiástica la racionalización de la fe no fue en modo alguno asunto extraño a la Iglesia o condenado al infierno de la herejía, sino que inició en vasta medida su curso dentro de ella. Santo Tomás ayudó a la Iglesia Católica a acoger en su seno al nuevo movimiento científico, reinterpretando los contenidos de la religión cristiana mediante los métodos liberales de la analogía, la inducción, el análisis conceptual, la deducción a partir de axiomas presuntamente evidentes y mediante el uso de las categorías aristotélicas que en su época guardaban todavía correspondencia con el estado alcanzado por la ciencia empírica. Su gigantesco aparato conceptual, su cimentación filosófica del cristianismo confirieron a la religión la apariencia de una autonomía que la independizó por mucho tiempo del progreso intelectual de la sociedad laica y que era, sin embargo, compatible con ese problema. Hizo de la doctrina católica un instrumento sumamente valioso para los príncipes y la clase burguesa. Santo Tomás tuvo realmente éxito. Durante los siglos que siguieron, la sociedad se mostró dispuesta a confiar al clero la administración de ese instrumento altamente perfeccionado.
No obstante, la escolástica medieval, pese a la preparación ideológica que dio a la religión, no transformó a ésta en una mera ideología. A pesar de que, según Tomás de Aquino, los objetos de fe religiosa, como la Trinidad, no pueden ser al mismo tiempo objetos de la ciencia, su obra —que, junto a Aristóteles, tomó partido en contra del platonismo— se opuso a los esfuerzos por presentar a los dos dominios como enteramente heterogéneos. Las verdades de la razón eran para él tan concretas como cualquier verdad científica. La confianza por nada perturbada en el realismo del aparato escolástico racional se vio con movida por la Ilustración. A partir de entonces, el tomismo es una teología con mala conciencia, cosa que surge claramente de los subterfugios de sus versiones filosóficas modernas. Sus representantes se ven hoy en la necesidad de apreciar cautelosamente qué cantidad de afirmaciones científicas poco demostrables estarán aún los hombres dispuestos a aceptar. Parecen tener conciencia de que los métodos deductivos, importantes todavía en la ortodoxia aristotélica, deben ser deja dos exclusivamente en manos de la investigación laica, a fin de mantener a la teología apartada de exámenes incómodos. En la medida en que se mantenga al tomismo artificialmente a salvo de entrar en conflicto e incluso en relación de efecto recíproco con la ciencia moderna, tanto los intelectuales como los incultos podrán aceptar la religión tal como la recomienda el tomismo.
Cuanto más se retire el neotomismo hacia el dominio de conceptos espirituales, tanto más se convertirá en siervo de fines profanos. En el ámbito de la política podrá servir para la sanción de toda clase de empresas, y en la vida cotidiana se hará de él un medicamento listo para el uso. Hook y sus amigos tienen razón al afirmar del tomismo que, en vista de los ambiguos fundamentos teóricos de sus dogmas, es tan sólo cuestión del momento y de situación geográfica el que se lo utilice para justificar prácticas políticas democráticas o autoritarias.
Al igual que cualquier otra filosofía dogmática, el neotomismo trata de que en un punto determinado cese el pensar, a fin de crear una esfera particular para un ser supremo o un valor supremo, ya sea este político o religioso. Cuanto más dudosos se tornan tales absoluta —y en la edad de la razón formalizada se han vuelto realmente dudosos—, tanto más inconmoviblemente los defienden sus partidarios, y tanto menos escrupulosos se hacen estos últimos en cuanto a fomentar sus cultos con otros medios que los puramente espirituales: en caso necesario echan mano tanto de la espada como de la pluma. Puesto que las cosas absolutas, tomadas en sí mismas, no actúan de un modo persuasivo, se hace necesario defenderlas por medio de una especie de teoría adecuada al momento. Los afanes de semejante defensa se reflejan en un deseo casi compulsivo de excluir todo rasgo ambiguo, todo elemento de mal, de un concepto de tal modo glorificado; un deseo difícil de reconciliar, en el tomismo, con la visión profética negativa referente a los condenados a sufrir torturas, “ut de his electi gaudeant, cum in his Dei iustitiam contemplantur, et dum se evasisse eas cognoscunt”.[5] Hoy pervive la propensión a establecer un principio absoluto como poder real o un poder real como principio absoluto; parecería que el valor supremo sólo puede ser considerado como verdaderamente absoluto si es, al mismo tiempo, el poder supremo.
Esta identidad de bondad, perfección, poder y realidad es inherente a la filosofía tradicional europea. Por haber sido siempre ésta una filoso fía de grupos que detentaban el poder o aspiraban a él, se expresa con claridad en el aristotelismo y forma la columna vertebral del tomismo sin desmedro de su doctrina verdaderamente profunda, que enseña que el ser de lo absoluto sólo puede ser llamado ser per analogiam. Mientras que, de acuerdo con el Evangelio, Dios padeció y murió, según la filosofía de Santo Tomás[6] no es susceptible de padecimiento o de mutación. Mediante esta doctrina intentó la filosofía católica oficial esca par a la contradicción entre Dios como verdad suprema y como realidad. Concibió una realidad que no contuviera ningún elemento negativo y que no estuviese sometida a ninguna mutación. De este modo la Iglesia estaba en condiciones de mantener la idea de un derecho natural eterno, fundado en la estructura básica de su ser, idea fundamental para la cultura occidental. Empero, la renuncia a inscribir un elemento negativo en lo absoluto y el dualismo que de ello surge —por una parte Dios y por la otra un mundo pecador— involucraba un voluntario sacrificio del intelecto. La Iglesia impidió así la decadencia de la religión y su sustitución por una divinización panteísta del proceso histórico. Eludió los peligros de la mística alemana e italiana, tal como la introducían Meister Eckhart, Nicolás De Cusa y Giordano Bruno, quienes procuraban superar el dualismo por medio de un pensar libre de ataduras.
El reconocimiento por parte de tal mística del elemento terrenal en Dios resultó un estímulo para la ciencia natural —cuyo objeto de estudio pareció reivindicado e incluso santificado mediante esa aceptación en el ámbito de lo absoluto—, pero fue perjudicial para lo religioso y para el equilibrio espiritual. La mística comenzó por hacer a Dios tan dependiente del hombre como dependía el hombre de Dios, y concluyó, lógicamente, con la noticia acerca de la muerte de Dios. El tomismo, en cambio, sometió la inteligencia a una severa disciplina. Frente a conceptos aislados y por lo tanto contradictorios —Dios y mundo—, unidos mecánicamente mediante un sistema estático y en última instancia irracional, el tomismo suspendió el pensar. La idea misma de Dios llegaba a ser algo que se contradecía: una entidad que debía ser absoluta y sin embargo carecía de la capacidad de modificarse.
Los adversarios del neotomismo argumentan con razón que tarde o temprano el dogmatismo produce la detención del pensar. Pero ¿acaso la doctrina neopositivista no es tan dogmática como la glorificación de cualquier entidad absoluta? Los neopositivistas quieren inducirnos a adoptar una “filosofía de la vida científica o experimental en la que todos los valores sean examinados de acuerdo con sus causas y efectos”[7]. Responsabilizan de la crisis espiritual contemporánea a la “limitación de la autoridad de la ciencia y la introducción de otros métodos que los de la experimentación controlada para el descubrimiento de la esencia y del valor de las cosas”[8]. Al leer a Hook, uno nunca se imaginaría que enemigos de la humanidad como Hitler puedan tener efectivamente gran confianza en métodos científicos, o que el Ministerio de Propaganda alemán se haya servido de un modo consecuente de la experimentación controlada, examinando todos los valores “en cuanto a sus causas y efectos”. Al igual que toda fe establecida, también la ciencia puede ser utilizada al servicio de las fuerzas sociales más diabólicas y el cientificismo no es menos estrecho que la religión militante. Cuando establece que todo intento de limitar la autoridad de la ciencia es notoriamente maligno, Nagel no revela otra cosa que la in tolerancia de su doctrina.
La ciencia pisa terreno dudoso cuando trata de reivindicar un poder de censura cuyo ejercicio por otras instituciones denunció en tiempos de su pasado revolucionario. La preocupación por el hecho de que la autoridad científica pudiera verse minada se ha apoderado de los sabios precisamente en una época en que la ciencia es reconocida en general e incluso tiende a ser represiva. Los positivistas quisieran desacreditar toda clase de pensamiento que no dé plena satisfacción al postulado de la ciencia organizada. Transfieren el principio de afiliación obligatoria al mundo de las ideas. La tendencia monopolista generalizada va tan lejos que llega a eliminar el concepto teórico de la verdad. Esta tendencia y el concepto de un “mercado libre en el mundo de las ideas”, tal como lo recomienda Hook, no son tan antagónicos como él piensa. Ambos reflejan una actitud comercial ante cosas espirituales, una prevención en favor del éxito.
Lejos de excluir la rivalidad, la cultura industrialista busca siempre por la investigación sobre la base de concursos de competencia. Al mismo tiempo, esta investigación es vigilada y se la induce a marchar de acuerdo con modelos establecidos. Vemos aquí cómo trabajan en común el contralor autoritario y el que maneja los concursos de competencia. Tal cooperación es a menudo útil en relación con un objetivo limitado —verbigracia, cuando se trata de la producción del mejor alimento para lactantes, de explosivos de alta potencia, o de métodos de propaganda—, pero difícilmente podrá afirmarse que contribuye al progreso de un pensar verdadero. En la ciencia moderna no existe ninguna distinción neta entre liberalismo y autoritarismo. De hecho el liberalismo y el autoritarismo tienden a influirse recíprocamente y de tal modo colaboran para transferir a las instituciones de un mundo irracional un contralor cada vez más severo.
Pese a su protesta contra la objeción de que es dogmático, el absolutismo científico, tanto como el “oscurantismo” al que ataca, se ve forzado a recaer en principios evidentes por sí mismos. Con la única diferencia de que el neotomismo es consciente de tales premisas, mientras que el positivismo muestra una total ingenuidad respecto a ellas. No se trata tanto de que una teoría necesariamente ha de basarse sobre principios autoevidentes —uno de los problemas más difíciles de la lógica— sino del hecho de que el neopositivismo se dedica a practicar precisamente aquello que ataca en sus adversarios. Mientras lleva adelante ese ataque, necesita justificar sus propios principios superiores, entre los cuales el más importante es el de la identidad entre verdad y ciencia. Tiene que aclarar por qué reconoce determinados procedimientos como científicos. He ahí el punto de la disputa filosófica de cuya decisión depende el hecho de si “la confianza en el método científico”, o sea la solución de Hook para la amenazante situación del presente, debe considerarse como una fe ciega o como un principio racional.
Fragmento cedido para promoción por los editores del libro Crítica de la Razón Instrumental. Max Horkheimer. Traducción: H. A. Murena Y D. J. Vogelmann. Editorial SUR. 1978, Buenos Aires.
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Max Horkheimer (Alemania, 1895 - 1973) Filósofo y sociólogo alemán que fue, junto con Theodor Adorno, uno de los principales representantes de la Escuela de Frankfurt. Nucleada en torno al Instituto de Investigación Social de la Universidad de Frankfurt, esta corriente desarrolló en sus estudios un profundo análisis crítico de los valores y principios subyacentes en la sociedad moderna (la llamada «teoría crítica de la sociedad») que tendría amplio eco en los pensadores de la posguerra, desde Herbert Marcuse hasta Jürgen Habermas.
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[1] Sidney Hook, "The New Failure of Nerve"; John Dewey, "Anti-Naturalism in Extremis"; Ernest Nagel, "Malicious Philosophies of Science", en Partisan Review, enero-febrero, 1943, X, 1, págs. 2-57. Partes de estos artículos están reproducidos en: Naturalism and the Human Spirit, libro editado por Y H. Krikorian, Columbia, University Press 1944
[2] Ibid., págs. 3-4.
[3] "Anti-Naturalism in Extremis" en ibid., pág. 26
[4] Forman parte de esta importante escuela metafísica algunos de los historiadores y escritores más responsables de nuestra época. Las observaciones críticas que aquí exponemos se refieren exclusivamente a la tendencia en virtud de la cual el pensar filosófico independiente es desplazado por el dogmatismo.
[5] Summa theologica, tomo 36, Suplemento 87-99, Heidelberg, Graz, Viena, Colonia 1961. “… a fin de que los elegidos se regocijen frente a ellos, al contemplar en ellos la justicia de Dios y al reconocer que ellos han escapado a semejante destino." (Pág. 341 y sigs.)
[6] Summet contra gentiles, I, 16.
[7] Hook, ibid., pág. 10.
[8] Nagel, "Malicious Philosophies of Science", ibid., pág. 41