Tejiendo tiempo

“Tejer historias nos hace humanos”

Tejiendo tiempo

Quien escribe, teje. Texto proviene del latín, “textum” que significa tejido. Con hilos de palabras vamos diciendo, con hilos de tiempo vamos viviendo. Los textos son como nosotros: tejidos que andan.
                                                                                                          Eduardo Galeano

El tiempo se ha detenido. Las personas que han optado por la cuarentena lo saben. Los minutos a veces pesan más que lo que se quisiera. Ver el reloj en la pared, en el buró, en la muñeca, en la pantalla del celular o la computadora, es una nueva compulsión, para sólo confirmar que el tiempo se detiene. La prisa que gana en las mañanas de muchos padres y madres de quienes pueden tener conexión a internet y los recursos para poder “tener clases” para los hijos e hijas que están en resguardo, saben que es un auto engaño. El tiempo se hace eterno en el momento que emergen las demandas de quienes están queriendo “estudiar en línea”.  El tiempo pesa, y mucho. Es una carga en especial para las mujeres, que deben multiplicarse en segundos para atender el aseo de la casa, preparar la comida, apoyar a los hijos en los estudios y tareas, hacer Home Office y sostener emocionalmente a todos, en el mejor de los casos, y estallar de vez en vez. Un mundo que pide que se siga avanzando —como sea-, y una realidad que hace que el tiempo se detenga con su inmanencia.

Entre el nuevo horario de verano y el calor que se siente estos días, y la saturación sobre información del covid-19, el insomnio y la falta de apetito aparecen como síntomas en unos casos, y en otros, el comer compulsivo y el buscar llenar el espacio con ruido y a veces con música, van creando atmósferas por lo demás complejas, inéditas, toxicas, violentas —simbólicas y reales-, pero también pueden ser oportunidad para crear ambientes que inviten a la reflexión, a la comunicación y a la intimidad en la convivencia forzada, sólo si nos damos la oportunidad para imaginar también lo bueno, lo bonito y lo sano, si nos reconocemos humanos.

El tiempo se llena con un “hacer los pendientes” de eso que se deja para “algún día”, lo que se “posterga” sin querer y queriendo. Son actividades que van desde ordenar y limpiar la alacena y encontrar comida vencida hace años, de vaciar y acomodar cajones que nos recuerdan “aquellas pequeñas cosas” de la historia vivida, o darse a la tarea de lavar la loza y la cristalería guardadas en vitrinas caseras del “museo privado” y aceptar culposamente que somos acumuladores de vasijas, de figuritas y de uno que otro adorno capturado como trofeo de alguna fiesta, boda o quince años, y  darnos cuenta del miedo al vacío y del terror a la desoquedad.

Ponerse a revisar closets y roperos para comprobar que ya pasó la moda, de que cambiamos de  estilo y de figura. Arreglar libreros y acomodar libros y papeles que estáticos aguardan la buena fortuna de volver a ser leídos o usados. Algunos más se han puesto a ordenar y acomodar recuerdos atrapados en los álbumes de fotos, de esas imágenes que pertenecen a la era del pasado reciente en que se imprimían. Otros más, intentando “ordenar” en carpetas las fotografías que la era digital inmortalizó, bajo la esperanza de que algunas de ellas tuvieran la fortuna de quedar en un portarretratos. Todo es buscar y hacernos creer que los segundos, los minutos y las horas pasaran de largo, en un abrir y cerrar de ojos, si estamos entretenidos, como una forma de evitar tejer sueños, esperanzas y deseos con el hilo intangible del tiempo.

“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”, escribió Julio Cortázar. Para muchos, las emociones son convocadas desde el encierro, desde la añoranza nostálgica de las personas que no podemos ver físicamente y abrazar, incluidos quienes ya no están presentes en nuestras vidas. Esto incluye los recuerdos que brotan de la nada y nos ponen en la revisión autobiográfica y en la frágil línea de pensar en lo que somos y de lo que dejamos de ser, de lo que se soñó y de lo que somos ahora. Una realidad concreta, donde el tiempo del coronavirus se hace presente y remueve lo que se siente profundamente, y nos recuerda los valores de lo simple y lo importante. Nos demuestra que lo urgente no es lo esencial en la mayoría de las veces.

Tejer con palabras lo que nos pasa es importante; narrar qué vemos y sentimos es trascendental. Hablar, soltar, sacar todo lo que se va imaginando, y  hablar de lo que nos pasa por la cabeza. Salirnos de esa estrategia nacional de suponer y especular de todo. Nombrar lo que se siente, jugar con el lenguaje para contar historias, crear e imaginar relatos que animen también a la esperanza, que contrarresten la duda, el temor y el pánico.  Hablar con quien se quiera, con quien se pueda, con quien pueda ayudarnos, y también escuchar y acompañar a aquellos cuya realidad vital se ve cargada de ansiedad, angustia, depresión y tristeza. La palabra salva, la palabra crea, la palabra cura.

Tejer historias nos hace humanos. ¿Qué es la cultura y la historia de la civilización? ¿Acaso no es una narración, un texto de lo vivido, de lo aprendido, de lo sentido, de lo que se puede plasmar en un cuadro, en un verso, en una novela, en una canción, en una escultura, en una poesía, en un invento, en una nueva mirada o en una utopía compartida?

Tejer en el tiempo del covid-19, es tejer con hilo de colores y dejar que las palabras nos acompañen, que nos reconforten, nos fortalezcan, nos abracen. Hoy, ante la lejanía y la distancia, las palabras y las imágenes —que son también textos– nos dan la oportunidad y nos invitan a hablar de quienes somos y lo que queremos seguir siendo con otros. Somos “tejidos que andan”, dijo Galeano, en el tiempo.

Las palabras nos permiten saber y conocer a otras personas que creíamos conocer. Necesitamos escuchar las palabras que tienen que decir: hijos, padres, abuelos, nietos, sobrinos, ahijados, compañeros de vida, esposos, amigos y vecinos. Nos invitan a pensar en las personas que conocemos y que amamos, pero también que escuchen lo que tenemos que decirles.

La palabra nos rescata de este confinamiento, de este aislamiento necesario. Las palabras sólo tienen sentido si de dicen, si se tejen, si se ofrecen, si se regalan y si brotan del corazón. Las palabras adquieren una fuerza por demás misteriosa, si se llenan de lo que nos hace verdaderamente humanos: comprensión, cariño, ternura, solidaridad, esperanza, dignidad, cuidado, compromiso, respeto, confianza, reconocimiento y amor. Toca tejer juntos, con todos, si es que deseamos que este tiempo sea una oportunidad para “tejer eso” en lo que hemos soñado tanto, y que muy pocas veces nos decimos.

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