viernes. 19.04.2024
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Para ellas, en su memoria

Verónica Espinosa

Para ellas, en su memoria

En la pantalla del televisor, un canal del sistema de cable presenta una película de cuyo nombre no alcancé a enterarme. La canción de la española Bebe (“Malo, malo, malo eres, no se daña a quien se quiere; tonto, tonto, tonto eres,

no te pienses mejor que las mujeres…”) suena mientras aparecen los primeros créditos, que dan pie a un escenario tan conocido: una calle mugrosa y harapienta –sus harapos a medio enjarrar y llenos de hoyos encharcados- en algún barrio de la periferia del Distrito Federal, una niña que cumple 13 años, una bicicleta (robada) obsequio de su hermano.

Un secuestro mientras la niña pasea en la bici. El joven raterillo sabe que a su hermana se la han llevado tratantes de blancas para el tráfico sexual y que éstos cruzarán la frontera con los Estados Unidos, así que va detrás. Lo demás es el miserablemente típico Hollywood: se encuentra con el excepcional policía bueno que le ayuda; los mexicanos son caracterizados como una bola de mugrosos que nunca entenderán inglés (y mucho menos lo pronunciarán como se debe)…

Odio esos clichés.  

Por eso, aunque muchos no lo digieran, veo las películas de Amat Escalante. No creo que las ame, pero además de que veo en ellas las caras conocidas de mi vecina del barrio de la infancia y alguna otra, recorro los caminos que conducen a las cimas de los cerros pelones de los que escribe Eugenio Trueba y me deprimo con el surrealismo patético que espejea desde la pantalla, me enorgullece que a estas alturas haga su cine, que lo siga haciendo, y encima de todo, lo premien como el mejor director de Cannes, por Heli, cuya trama comienza en el puente peatonal de Santa Teresa, comunidad de Guanajuato capital.

He llegado a odiar el periodismo casi necrofílico que las circunstancias nos han obligado a muchos, a muchas, a ejercer. En la ciudad de Manuel Doblado hay cuatro familias que desde hace tantos meses esperan a los jefes de familia, los hombres de la casa, todo porque un día tuvieron la maldita ocurrencia de salir de vacaciones –por primera vez a la playa- en un viaje compartido en un destartalado autobús que los encaminó al puerto de Veracruz, de donde regresaron todos, menos esos cuatro hombres, que salieron del hotel una noche a comprar hielo y no se supo más de sus vidas. Sólo de sus ausencias.

Esposas e hijos volvieron a medias, viven a medias. Duermen a medias.

Las niñas de la película cuyo título sigo ignorando viven en cualquier parte de México. La delincuencia organizada –más organizada que muchas cosas en el país- las secuestra, vende, subasta, transporta, traslada. Mata.

Odio que esto siga sucediendo, contra el viento y marea epeñista, las promesas priistas de un futuro mejor (sin plazo conocido, por lo visto) pues aunque me lo esperaba con ese pesimismo reporteril, guardaba celosamente la duda sobre si este nuevo gobierno, el del viejo PRI, sí se arreglaba con los socios-narcos para ponerle puntos suspensivos a la violencia, a la matazón, al ejecutadero, a las balaceras sin rumbo.

Y no. No han podido, no han querido, no han sabido.

Odio haber conocido a María Luz Salcedo Palacios, Lucero, en las circunstancias en las que la conocí: ella, jovencita con su año 18 tan difícilmente vivido a cuestas, violentada por un hombre y violentada por un sistema, y yo periodista tras la nota.

Amo haber conocido a María Luz y al grupo de mujeres que ahora tratamos de rodearla, de abrigarla, de ser coraza (con Verónica Cruz y Las Libres como mascarón de proa) para atestiguar su valentía. Un tanto ingenua, sí, pero por fortuna desprovista de la convicción de que ser mujer es ser menos. Eso le permitió no sólo denunciar el crimen que se cometió en su cuerpo, en su mente, en su persona, sino también denunciar la pasividad, el morbo, las ganas de ignorarla o de juzgarla por anticipado como una jovencita inmoral que se lo buscó.

Su voz, su denuncia, todo lo que despertó (ojalá despertara mucho, mucho más) en otras mujeres, en tantos hombres, en redes, en marchas, en abogados que ahora la defienden en los tribunales, me ha resonado tan fuerte, que la trinchera periodística queda corta, falta espacio, sobran silencios.

Hace exactamente un año, en los últimos días del 2012, a unos meses del asesinato de  mi compañera Regina Martínez y de tantos otros colegas que sólo hacían su trabajo, expresaba en redes sociales mis odios: pedía que ya se acabara ese año tan horrible, tan jodido.

l 2013 no fue mejor para otros.

Para las setenta y tantas mujeres de cuyas muertes violentas conocimos en Guanajuato.

Para ellas, en su memoria.

           

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