miércoles. 24.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

Kioto, la ciudad salvada

León Plascencia Ñol

Kioto, la ciudad salvada

I

Hace poco más de cinco años estuve en el puerto de Busan. Recuerdo casi con precisión milimétrica mi viaje, mi extravió en el bosque de bambúes que está a las orillas de la ciudad; de esta ciudad que se extiende como un mapa del que no se tienen los parámetros para entenderla o asirla. Eso creía en mi primer viaje.

Hay algo de extrañeza en la extensión de esta serpiente que entra y sale del mar, que va y vuelve; se enrosca y se transforma en una ciudad casi perfecta en su trazo central. Recuerdo que hace más de cinco años, por alguna extraña razón que ahora no entiendo, o no quiero entender porque las razones del corazón o el intelecto están más allá de cualquier razonamiento, me extravié en ese bosque de bambúes y me topé con un Buda gigantesco que era mojado por olas que me parecieron enormes mientras una bandada de gaviotas sobrevolaba alrededor de él. Recuerdo mi sorpresa, mi alegría por haberme perdido y ver ese mar turquesa, luego azul violento y ahí estaba yo, húmedo porla lluvia que caía, y allá, demasiado lejos, avanzaban algunas barcazas.

Recuerdo, mientras vamos en el tren, y me asaltan las escenas de esa época que aún sigue siendo extraña para mí.

El verano era excesivamente húmedo y caluroso, pero tengo imágenes precisas: la bahía atestada de barcos de todo el mundo, los ancianos jugando al maejong, algunas mujeres que se cubrían con paraguas gigantescos de esa lluvia que mojaba y no, de jóvenes de peinados imposibles. Recuerdo los movimientos de esos barcos como si fueran en cámara lenta: recuerdo que observaba desde una torre, como en una toma panorámica, las faenas de esos barcos e imaginaba que yo dirigía una película y había necesarios movimientos en cámara lenta. Había barcos de gran calado que entraban lento, muy lento, al puerto. Yo –recordaba– veía todo con gran atención y trataba de guardarlo en mi mente. Recuerdo las medusas gigantescas del acuario, sus movimientos cadenciosos, su transparencia casi hiriente; recuerdo el mercado saturado de olores marinos; recuerdo la playa larga y el mar frío; recuerdo esos pasos de extravío que di en el bosque de bambúes como una experiencia de felicidad absoluta: caminar en medio de esos troncos largos, delgados, que parecían mirar al cielo, fue como estar protegido por un manto silencioso que provenía de esa lluvia pertinaz. Recuerdo al grupo de pescadores que lanzaban sus anzuelos desde un diminuto peñasco; recuerdo un cielo cerúleo habitado por cirros tímidos y de un blanco elemental; recuerdo también una larga y estrecha playa de arenas grises. Recuerdo cómo se transformó mi vida casi sin que lo notara: vinieron cambios excesivos, duros. Éste viaje era una prolongación de la memoria: recuperaba gestos, momentos, detalles de conversaciones, olores que ya tenía olvidados. Eso recordaba ahora mientras el tren avanzaba a gran velocidad e iba dejando atrás de nosotros algunas de las provincias coreanas mientras María Rosa dormitaba por momentos o miraba a través de la ventanilla los campos de arrozales, los caseríos, los ríos de aguas cristalinas y los fragmentos de bosque. Todo parecía como un papel de arroz que alguien había arrugado y lo había dejado caer de manera accidental, y alguien más quiso extenderlo y construyó esta orografía. A veces miraba de reojo a María y veía su felicidad y extrañeza, los gestos que ella hacía sin darse cuenta, o la observaba, de pronto, tomar su cuaderno de apuntes y hacer algún dibujo con extrema agilidad y rapidez.

II

En el mercado tres maikos avanzan entre la muchedumbre, brillan silenciosas estas geishas. María Rosa y yo dejamos nuestras bicicletas en un estacionamiento para ellas. Al ver a las maikos recordé de inmediato la novela de Kawabata que es sobre un amor sombrío y demoledor, un amor fou. Kioto, la novela, avanza lentamente a través de una prosa desnuda, sin retórica. Recuerdo que hace cinco años compré todos los libros que había de Kawabata en Kiobo, la librería seulita a la que iba cada tanto. Compré los libros en japonés en ediciones minúsculas y muy bellas y aún los sigo conservando como si fueran un preciado talismán.

Después de un largo paseo en donde la bicicleta es dueña absoluta de los movimientos volvemos a nuestra casa, cansados, saturados de imágenes que son como instantáneas o secuencias prolongadas de una película que ya pasó. Y nos aventuramos a los rituales del sauna: una amorosa lentitud en el baño. María Rosa se sumerge primero en la pequeña tina de agua muy caliente, de manera muy lenta, después lo hago yo sintiendo como el agua quema la piel, como entra por los poros, como nos deja en una lasitud absoluta. Cada partícula de la piel expuesta es como un pequeño universo. La temperatura caliente entra en nuestro cuerpo y permanecemos mucho tiempo, casi flotando, en una especie de limbo. El vapor en el pequeño cuarto apenas permite entrever al otro cuerpo, que se mueve como si fuera un fantasma. Mi aliento escapa poco a poco. Salimos de la tina y de la regadera cae el agua helada que reactiva nuestra energía. El silencio en el ryokan es absoluto. María Rosa y yo salimos de la ducha y cruzamos pasillos silenciosos, escaleras estrechas. Cada una de las habitaciones tiene puertas corredizas de papel y madera. Para entrar a una habitación hay que inclinarse, hacer una reverencia. Apenas llegan ruidos de afuera. Sonidos apagados y risas de niños pequeños del kínder de enfrente. El ryokan se llama Higashi azai. El silencio todo lo inunda.

III

Por la mañana salimos con nuestras bicicletas un poco al azar, bajo la morosidad del lento pedaleo, dejando que la ciudad nos sorprenda. Un templo, otro, cientos que aparecen casi en cada esquina y que cada uno de ellos tiene una particularidad, un rasgo que lo hace distinto a los otros; templos minúsculos, callados en medio del tumulto de kiototas y turistas que invadimos las calles. De pronto surge ante nosotros un diminuto templo budista silencioso, aparentemente frágil y de una belleza delicada y simple. Dejamos que la ciudad nos sorprenda. Hacer un recorrido al azar implica eliminar guías y rutas preestablecidas. Nuestro ryokan está en una pequeña calle que desemboca a los templos agrupados bajo el nombre de Higashi Hongan-ji, uno de los más populares para todo tipo de budistas. Higashi Hongan-ji fue construido por el shogun Tokugawa en 1602. En el templo central está Amida, El Buda del Paraíso del Oeste. Tenemos tan mala fortuna que éste y otros templos estén siendo restaurados.

Nuestras bicicletas vuelven casi sobre sus pasos, aventurándose en calles bulliciosas, en calles casi desiertas, en calles de árboles de figuras imposibles, en calles con pequeños canales.

Caminamos por una estrechísima del Distrito de Gion, llevamos la bicicleta a nuestro lado. Voy, quizá unos cinco o seis metros adelante de María Rosa y volteo a mis espaldas para ver donde está y me encuentro con una aparición: una geisha bellísima camina a mi lado, me adelanta y entra a una casa. Me quedo estático esperando a que María Rosa me alcance y los dos somos estatuas silenciosas. Avanza la tarde y a pocos metros de nosotros se escucha el murmullo del río Kamo-gawa. Dejamos las bicicletas en un pequeño recodo y vamos de uno a otro restaurante para buscar un lugar en donde cenar. Hay accidentes afortunados. Observamos menús incomprensibles, menús pensados para occidentales, menús que sólo podría entender un japonés. Nos guiamos entonces por el diseño. Entramos en un restaurante que resulta ser coreano y salimos huyendo, no queremos más kimchi por el momento. María Rosa quiere un lugar que dé hacia el río. Encontramos un lugar de cocina de autor con grandes ventanales que dan a un río obscurecido y del que no vemos nada; la disposición de las mesas bajas también nos lo impide: ambos sabemos que está ahí como un fantasma. Un mesero displicente, serio y jovencísimo no lleva a la mesa más próxima al ventanal. Pedimos el menú de degustación y unas botellas individuales de sake: un sake extraordinario, seco. El primer platillo que nos llevan al centro de la mesa son lonjas delgadísimas de un pulpo que se deshace tan sólo tocarlo (son pequeñas porciones de pulpo preparados de manera muy distintas); el segundo platillo son tres camarones bañados quizá en una salsa que lejanamente recuerda a la arúgula con sake; el tercer platillo son cacahuates en salsa de soya con macadamia y cebollín; el cuarto plato viene acompañado con una escenografía minimal: una hoja se calienta en un mortero con agua que luego se servirá en unos pequeños platitos que contienen una salsa agridulce –el tofu se coloca encima de la hoja– que sirve de acompañamiento; el quinto platillo es un trozo minúsculo de pescado blanco preparado a la plancha y servido en una cama de fideos de arroz dorados en una salsa de tomate dulce; el sexto plato es un caldo de arroz con un fuerte sabor a jengibre y va acompañado de lonjas delgadísimas de carne, quizá de res; por último, nos llevan el postre: es un mousse de té verde con un profundo aroma ahumado. Entre cada plato el sake corre con profusión. Pedimos la cuenta y salimos a la noche kiotota. Cada vez nos alejamos más de los lugares turísticos y nuestras bicicletas se aventuran por barrios silenciosos, solitarios. Antes de llegar a nuestro ryokan descubrimos, María Rosa y yo, una pequeñísima tienda que confundimos con un diminuto bar de barrio porque adentro están siete hombres bebiendo y observando uno de los partidos de la final del béisbol japonés. Bajamos de nuestras bicicletas y decidimos tomarnos nuestro último trago; entramos al sitio y todos nos miran como si miraran a fantasmas de la Segunda Guerra Mundial: pedimos un sake y el dueño por cortesía nos da una botella de la que comenzamos a beber; tarde nos damos cuenta que no es un bar, es una reunión de amigos que solamente ven el partido de béisbol y beben entre ellos. Hay coincidencias afortunadas. Regresamos a nuestro ryokan achispados y un poco cansados.

Fragmentos del libro Polaroids de grullas volando bajo un cielo naranja.

***

León Plascencia Ñol (Jalisco, 1968). Poeta, narrador, editor y artista visual. Dirige el sello editorial filodecaballos. Ha ganado algunos premios nacionales e internacionales. Su libro más reciente es El lenguaje privado. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.