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Creo en la corrupción o “El mamón de la pistola”: hacia una dogmática de la violencia en México

Sergio Miranda Bonilla

Creo en la corrupción o “El mamón de la pistola”: hacia una dogmática de la violencia en México

En México creemos en la corrupción. Todopoderosa y omnipresente.

Y nos fregamos.

Y más nos vale tenerla contenta y no agitar el atole, porque su furia es bíblica.

En sentido amplio, lo corrupto, lo descompuesto, es aquello que sufre un proceso agresivo que le lleva a cambiar su naturaleza. Un Estado corrupto, corrompido, des-compuesto, ha perdido su naturaleza en cuanto expresión de una sociedad que asume la administración de su territorio, de su riqueza y seguridad, como lo entiende Hermann Heller en su Teoría del Estado (FCE, México, 2003). Evidencias de esta transformación abundan, y la violencia es la expresión más vívida de este proceso que trastoca la naturaleza original.

Asociados a la corrupción hay discursos, ideas, argumentos, creencias. Justifican y legitiman tomas de postura entre las personas, sus acciones y decisiones. Es decir, la palabra se pone en acción o, para decirlo en términos bíblicos, el verbo se hace carne. Por ello podría ser pertinente extender el intento de su compresión al terreno conceptual del dogma, arriesgando un ejercicio de carácter teológico como una perspectiva más que contribuya a dar razón de la creencia (1ª Pedro, 3: 15) en medio de la corrupción y la violencia.

Emplearemos la noción de dogma no en su carácter jurídico eclesiástico como un enunciado oficial explícito por una entidad religiosa (cfr. O'Collins, Gerald; The case against dogma, Paulist Press, New York, 1975), sino como un dispositivo que funciona en el terreno de lo ideológico y no siempre fundamentada factualmente, como una creencia que opera imponiendo una noción de sentido de vida, un "para qué" trascendente que permite justificar y configurar ante la conciencia "por qué estamos como estamos", en relación con una entidad superior (theos) inaccesible, superior a la voluntad humana por definición, divina o divinizada. Este theos es subsidiario del fatalismo de la mitología griega, latente por tanto en el cristianismo (preconciliar, al menos) y en la cultura generada por las relaciones históricas de poder en Latinoamérica.

Dogmas que vertebran un discurso bilateral y legitimador de la violencia y el dolor que vivimos cotidianamente. Bilateral porque, para escasa sorpresa, se enuncia y ejerce igual desde posiciones dominantes y dominadas (osando simplificar en demasía la praxis del poder y las operaciones de sus distintos actores). O, en otros términos, desde la compleja relación sociedad y gobierno y todo lo que haya en medio, incluyendo "tepocatas" por un lado y "revoltosos" por otro.

El señor de los ejércitos

Por el lado del poder está el ya de por sí perverso argumento que criminaliza a las víctimas de diferentes violencias: "ellos se lo buscaron, por revoltosos, andarían en cosas chuecas, por enseñar mucho, por provocar".

La expresión de estas creencias abunda en ejemplos. Narcomantas en la que leímos "Pa' que aprendan a respetar" junto a víctimas decapitadas. Autoridades que legitiman su ineptitud al reducir los actos criminales a broncas entre bandas rivales. Un encabezado en el Diario de Guerrero que celebró la represión y la barbarie con un "Por fin se pone orden" a ocho columnas (27 de septiembre de 2014). Una senadora de la República que “se ganó” una golpiza “por machorra”. Como ejemplo histórico, un ex presidente que sale por la puerta grande como embajador hacia España, orgulloso de sus manos tintas en la sangre de Tlatelolco y llamando a la matanza "algo más que horas de trabajo burocrático".

La falaz "buena conciencia" con que la "gente decente" dispara su conservadurismo en frases de desprecio aristocrático, mandando a "trabajar" a los manifestantes o condenando vandalismos y saqueos (muchas veces orquestados desde las mismas corporaciones policíacas) y obviando la violencia estructural, etiquetando "ayotzinapos", "hippies", "huevones" (como el infame conductor de Televisa Querétaro Mauricio Plascencia, cfr. http://www.proceso.com.mx/?p=386963).

Los protagonistas, víctimas o victimarios, de hechos violentos no son designados como "personas" ni "ciudadanos". Porque la lengua impone ideología (cfr. Van Dijk, Teun; Estructuras y funciones del discurso, Siglo XXI, México, 1998) y en el nombre llevan la penitencia. Porque un ciudadano tiene derechos, pero a un ayotzinapo se le puede arrancar la piel del rostro, que para eso es "ayotzinapo", no Julio César Mondragón, persona con rostro y dignidad. Es el holocausto de la persona, cuya concepción se remonta al prosopon griego, la máscara teatral que permitía per sonare, escuchar, identificar y distinguir del resto de los actores. Así dimensionamos la tragedia.

¿Derechos humanos? Un pretexto para defender delincuentes, diría Isabel Miranda de Wallace.  Es el principio de autoridad encarnado en poder fáctico, sentando sus reales sobre toda posibilidad de disenso, jugando a "a ver quién la tiene más grande", para citar a la banda de rock tapatía La Cuca en su canción “El mamón de la pistola”. Es el theos dogmando desde lo alto, pero bastante cerca, con voz de trueno, "al sonoro rugir del cañón".

Parroquianos y feligreses

Por el lado de quienes padecen el poder, y aquí lo preocupante, está la elevación de lo corrupto a categoría divina, por su fuerza, inaccesibilidad, omnipresencia. Nos creímos el argumento del poder que estigmatiza el disenso y lo pusimos en práctica mediante pasividad legitimada.

Es la deificación de aquello que nos erosiona como sociedad democrática. Nos construimos, de nuevo, ante golpes de realidad política y económica, nuestro theos. Igualito que en el origen de las religiones organizadas, hace tres mil años (cfr. Las religiones neolíticas se quiebran en http://www.tendencias21.net/Las-religiones-neoliticas-se-quiebran_a11714.html).

Una revelación, si se le puede llamar así, análoga a la de “el Eterno” (Yahvé: soy-fui-seré, en hebreo antiguo) en el Monte Sinaí. La zarza ardiendo se identifica: "La corrupción es, fue y será". El delincuente es intocable y ni le muevas: es omnipotente, el nuevo señor de los ejércitos.

Una teología, por decirle de algún modo, que se destila en expresiones populares de profunda desesperanza. Y en los ámbitos más variados:

  • Vivienda. Lo que queda de la clase media prefiere vivir en fraccionamientos cerrados porque cree imposible recuperar el espacio público. En la ilusión de control y seguridad ganan las inmobiliarias y al criminal le regalamos la calle. Nos damos por vencidos.
  • Transporte: "Si te vas en bici te asaltan o atropellan, y el camión es de jodidos: es mejor andar en coche". La gasolina es nuestra heroína y nos quejamos del aumento en su precio. Clasismo, paranoia. Ganan los capitales extranjeros, pierde el medio ambiente, despeatonizamos la vía pública, haciéndola más insegura. Nos rendimos.
  • Expresión libre en medios. "Esos activistas de Facebook", he leído. Cansados de leer en la sección de noticias o en el timeline lo que no se atreve a comunicar Televisa, denostamos e insultamos, en lugar de seleccionar mejor los contenidos que consumimos, una opción éticamente más aceptable. Nos abandonamos a la violencia ambiente.
  • Relaciones entre géneros. Machismo cómplice por pasividad: “No te vistas así, m’hija, te arriesgas a que te falten al respeto”. La criminalización de la víctima: es su culpa por enseñar de más o por andar de “ofrecida”.
  • Convivencia social. "Si alguna camionetota se te cierra en la calle, ni les pites, ya viste que por reclamar balearon a Daniel".

O sea, ¿Daniel fue el responsable de su propio asesinato? ¿Qué: el responsable no es más bien quien apretó el gatillo?

¿O sea que "lo mataron por pendejo"? ¿O sea que el delincuente es intocable, un autómata gobernado por un poder supremo y no debe rendir cuentas de sus decisiones, de sus actos libres y conscientes? Y menso quien lo enfrente, claro. Y así doblamos las manitas y nos postramos ante la violencia deificada.

Credo

La antropología de las religiones sabe bien que los dogmas nacieron para justificar constructos sociales, no al revés  (cfr. Finkelstein, Israel; Silberman, Neil Asher; La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del Antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados. Siglo XXI Editores, Madrid, 2003). No es que la realidad revele las creencias, sino que la creencia se fabrica para justificar el mantenimiento de realidades. Sociedades autoritarias y patriarcales generaron sistemas religiosos análogos. ¿Cuáles son los nuevos mitos y creencias que nacerán de la desolación mexicana? ¿Ante qué dogmas nos arrodillaremos?

Fuera de “así están las cosas” no hay salvación. Porque "así es el mexicano" y no vamos a cambiar. Porque en el principio fue la mordida y el espíritu de lo chueco aleteaba sobre la sangre de Tenochtitlán. Creo en Jesús. Jesús Malverde, con su capilla en Culiacán, que me haga el milagrito de poder seguir impunemente de cabrón. Creo en una sola Coatlicue, diosa todopoderosa, rodeada de cráneos calcinados; creo en la Santa Muerte que castiga a los revoltosos que se meten con quien no hay que meterse, ¿pá que le "buigan"?; confieso que hay un sólo cuerno de chivo pá que aprendan a respetar. El poder es el camino, la verdad a medias y la vida de nuevo rico, y el ciudadano que muestra su honestidad es poco menos que un pendejo que se buscó lo que le pase, porque el poder no es responsable. Doy testimonio de que quien no transa no avanza. El que se mueve no sale en la foto. Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error. ¿Así sea? Así ES, no hay de otra.

Sólo desde este credo monstruoso del statu quo mexicano, desde su introyección asumida a ambos lados del eje de la dominación, resultaría insensato revelarnos ante los poderes fácticos, que en el crimen organizado encontraron su Inquisición y en todo ciudadano valiente un hereje.

Como si El chivo expiatorio de René Girard fuera el texto de cabecera para entrenar a los agentes de la PGR en la lógica sacrificial, a final de cuentas seguimos enviando inocentes a la hoguera, al “tambo pozolero” o al relleno sanitario, a quemarse por horas hasta que la identificación de las víctimas sea imposible.

Queda, ante el dolor de la realidad, abordar el "Vivos se los llevaron, vivos los queremos" como un evento de sacrificio y resurrección. Los 43 de Ayotzinapa, los 22 de Tlatlaya, los 300 de Coahuila, los 125 de la guardería ABC, los miles de la guerra sucia, las más de 300 mil víctimas, no morirán nunca. Y que nunca dejen de ser fértiles.

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Sergio Miranda Bonilla
dedica su tiempo a los ámbitos académico y musical en León, Gto. Ha realizado estudios de comunicación y cultura, docencia, música, audio y teología. Académico y docente en áreas de formación religiosa, producción de audio, música electrónica, apreciación musical, cultura, lenguaje y humanidades. Participante en el Seminario Estéticas del Rock, donde ha propuesto una perspectiva teológica del fenómeno cultural. Guitarrista en diversas bandas y proyectos locales, ha realizado composición y producción independiente, grabación móvil de conciertos y presentaciones en vivo. Explorador de pedales de efectos, electrónica musical y su potencial contemplativo.

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