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Cuento • Llueven Cuervos • Daniel Centeno

Daniel Centeno

Daniel Centeno
Tachas 450
Cuento • Llueven Cuervos • Daniel Centeno


El viernes se soltó una tormenta de cuervos. Fue más negra de lo usual. De plumas largas caían a raudales, impostándose en los parabrisas y cubriendo con su sangre los brazos de aquellos que sin advertirlo se volvieron sus destinos. Los cuervos aquellos no vaticinaron su final en el pavimento: se habían visto, en su imaginación, impactando contra las cabezas de los peatones como cuerpos para ir mordisqueando. Claro que descender a toda prisa las volvía un poco estúpidos, así que la mayoría no clavaba sus picos en los debidos lugares.

La semana pasada, Álvaro vio cómo una vaca caía sobre la acera, fuera del estacionamiento de la privada donde vive. Fue un caso aislado. Antes habían granizado ardillas y fetos de diversos dromedarios. La vaca mugía con saña contra aquellos que esperaban su caída como si fuese un simple inconveniente. Algunos vecinos se quejaron por el olor a res desangrada, y otros más porque auguraban que tendrían que aportar dinero para resarcir la calle. Así que, al ver caer aves, los cuervos negros y ruidosos, Álvaro se sintió dichoso. Sacó su sombrilla industrial y llegó hasta su oficina, dispuesto a contemplar los puntos negros mientras caían con sus chillidos como música de fondo.

Al día siguiente se topó de mala gana con que eran perros los que caían, casi todos adorables y con el pelo largo y lanudo, como a él le gustaban. Él amaba a los perros, así que instó a sus compañeros a que pusieran mallas sobre el techo del edificio para que estos no se dieran de lleno y sobrevivieran algunos (aunque, a decir verdad, los perros que caen del cielo son más resistentes que el animal promedio).

Sorpresa la suya cuando, al mencionarles con urgencia de las medidas a tomar por aquel asunto, sus compañeros negaron con pereza, asomándose apenas un segundo por encima de sus hombros. ¿Eso? No pada nada, le dijeron. Es como granizo. No salgas y ya. Últimamente hay muchas lluvias así. ¿Ya olvidaste los cuervos de ayer? Pero a él, a quien los perros significaban la naturaleza en su expresión más bella, le pareció que no podía quedarse inmutable. Corrió por los pasillos, tomando las cortinas que alguien corrió para hacerles olvidar que afuera seguía lloviendo, y las anudó como pudo en un gran edredón de flores.

Su encargado no tardó en subir hasta donde Álvaro estaba, acomodando a prisa las cortinas. ¿Qué estás haciendo?, le preguntó. Álvaro siguió en su asunto. Fue entonces el supervisor de su encargado, que de brazos cruzados instó a Álvaro a volver a su cubículo. Señor Domínguez. Vuelva a su estación de trabajo. Pero el preocupado hombre amante de los canes siguió en su fase de mutismo.

El jefe no fue tan indolente. Hizo a un lado a sus subordinados y les ordenó que bajaran, citando un mar de pendientes. Tanteo sus pasos para no resbalarse entre la sangre de perro y los residuos no removidos de aves. ¿Se puede saber qué hace?, preguntó su jefe, el señor Lomelí. Era conocido por su intolerancia, un peinado a la moda y teñido todo de negro, por las canas prematuras del enojo descargado a sus empleados fieles (o sin otras oportunidades). Álvaro apenas advirtió su llegada, y al hacerlo se detuvo tan solo para ajustar la última parte del entonces edredón improvisado. Salvando perros, le dijo Álvaro. No sea usted idiota, señaló el jefe, apuntándolo con la mirada elevada para evitar que un perro le cayera sobre la cara. Baje ya. Es una orden. No puede detener la lluvia. La orden, sin embargo, tenía menos sangre que el techo, menos urgencia. Pensar en todos los perros moribundos mientras caían atravesando las nubes fue suficiente para que Álvaro se plantara entre las vísceras, seguro de su perspectiva (incomprensible para el hombre detrás de sus pasos).

Basta decir que no hubo trabajo para él al llegar la noche. Le dijeron adiós como a los cuerpos de los difuntos, algunos tendidos sobre los espectaculares.

No salió de su casa tras aquel día. El trauma había sido grande, y no comprendía por qué nadie tuvo la amabilidad de salvar a las pobres criaturas.

El gobierno había dicho que era una crisis como cualquiera. En la televisión habían comenzado las colectas para los damnificados. Mientras, la gente se preguntaba si sus impuestos tendrían que cubrir el salario de quienes limpiaban la porquería. Sonaron alarmas por todas las calles, un escándalo tras otro en una oleada de crímenes: gente entraba a las casas luego de haber dejado huecos los elefantes; nadie estaba seguro. Las personas debían ir a refugios alejados de la zona de lluvia, que se extendía cada mañana, un poco más. Apenas unos centímetros, imperceptibles al tratarse de animales inmensos. Un asunto sin precedentes.

Hoy por la mañana, cuando encendió el televisor para saber qué ocurría, Álvaro descubrió que solo había repeticiones de programas de antaño y telenovelas. Debía ser que un animal había caído sobre la televisora. Asomarse a la calle fue entonces la alternativa obvia, y al ver las aceras descubrió que estaban llenas de cuerpos. Nadie los había recogido. Abrió la puerta para ver de cerca a los animales que habían caído. Dio un paso y la punta de su zapato se le clavó a un cráneo deshecho de hombre de unos cuarenta y tantos. A lado del hombre, una mujer con el cabello arrancado de raíz, junto con la piel y los sesos. Vislumbró a la distancia unas astas blanquecinas, y supuso que eran costillas, fémures y tibias apiladas. Pensó en hacer las compras. ¿Debía esperar a que todo estuviera mejor? Tanteó con su pie entre los restos y elevó la vista al cielo. Su vida no iba a detenerse por algo menor.

 

 



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Daniel Centeno (1991, Los Mochis, Sinaloa). Escritor de cuentos death fiction. XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2019). Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la categoría de Cuento (2017-2018) y del PECDA Jalisco, también en la categoría de Cuento (2020-2021).

 

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