El mejor día del año
Rodolfo Ramírez Escalante
El tal día de San Valentín, del amor y la amistad, el 14 de febrero en nuestro calendario, existe en la realidad. Nunca ha sido un sueño ver las tiendas llenas de globos multicolores, flores, chocolates, corazones gigantes, las originales rosas rojas, ¡muñecos de peluche!, ¡muñecos de peluche enormes! y… ¡más muñecos de peluche!
Sí, es real.
Además de los transeúntes que en una mano llevan la rosa y en la otra los chocolates a la respectiva dueña de sus quincenas, a este día se agregan críticos al por mayor, que igual arrojan la primera flor a las manos de su amada, pero jamás lo confiesan.
Yo creo más bien que debemos aplaudir al 14 de febrero. Nos brinda un sinfín de posibilidades de pasar un buen día –y no me refiero a quienes consuman sus fantasías a nombre de San Valentín.
Primero la economía, esa tan perjudicada, se mueve. El dinero que no alcanza nunca, alcanza esta vez para los artículos de la canasta básica del amor y en una de esas, hasta para la cena al candor de las velas, así sean de las de cumpleaños.
Así, en un acto heroico para el bolsillo, la dama o el caballero acuden a sus ahorros para comprar el regalo que demuestre al interlocutor lo mucho que se le ama.
Y si alcanza para la cena, puede suceder que de un modo súper original, algún galante enamorado entregará el anillo de compromiso a su novia, y ella, envuelta en lágrimas y llena de emoción, dará el sí a la propuesta del futuro matrimonio. Ese simple hecho le permite a la economía entrar en ese círculo de anillo, aceptación, compras, fiesta, viaje, casa, crédito, embarque, deudas, más deudas, hijos, otras deudas, ¡más deudas!... todo, gracias a ese 14 de febrero.
Si el argumento de la economía no es suficiente para felicitar el 14 de febrero, cuestión de apreciar las imágenes que nos regala a lo largo del día.
Los post it que tapizan el automóvil del galán, quien al ver semejante acto de amor de su reina, siente que su segunda posesión más preciada –su celular ya ocupa la primera– corre el riesgo de sufrir rayaduras, y hasta cosas peores que afecten la pintura de su bólido. Pero estoico, al ver a la susodicha, agradecerá el detalle –lo contrario sería pro suicida.
O aquel que cruza el mar de miradas por toda la calle Madero con semejante oso de peluche, globo inflado con helio, chocolates, flores, tarjeta del amor y la amistad. Verle cargar todo eso sin ayuda alguna, objeto además de una que otra risilla, es digno de aplauso y hoy, si se puede, de una foto para el feis.
O aquella pareja corriendo cual imagen de comedia romántica, con los brazos abiertos para el encuentro, en el centro de la escuela a la mera hora en que todos están afuera de sus salones de clase. Y ella se cuelga de él, al borde de quebrarle el cuello. Imagen digna de guardar en el archivo mental de: “nunca permitas, cerebro, que haga eso”.
O aquel que de plano, en el medio de la soledad, hace del 14 de febrero –¡cada año!- el peor día de su vida, y además lo platica.
En fin, yo sí creo en el 14 de febrero, día del amor y la amistad.
Jamás coincidiré con esos detractores, que acusan a este día como un invento de la mercadotecnia estadounidense que sólo motiva el consumismo, la compra del cariño con lo material, la cursilería más chafa a la que puede llegar el ser humano. ¿En qué se basan?
Sólo basta ver para descartar semejantes argumentos en su contra, al joven que inspirado en el romanticismo más puro, cuelga en su Facebook frases de Paulo Coelho acerca del amor –al cabo, en materia literaria es como las farmacias de similares: “lo mismo, pero más jodido”– y luego acaricia ese billete que guardó para comprar el regalo de su amada.
¿A poco no es una belleza el 14 de febrero?
Bueno, a fuerza de ser sincero, este día, mejor me voy a ver el remake de Robocop, a riesgo de que sea tan fresa y cursi como el mismísimo día de San Valentín. Eso sí, con gomitas de corazón.