martes. 16.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

Para siempre

Mónica Navarro

Para siempre

Se llamaba Maclovia Silencio. Era una mujer hermosa, morena, alta, delgada, de facciones con marcados rasgos indígenas. Vivía en un pueblo pequeño, de esos donde aparentemente no pasaba nada, pero por el suyo transitaban los mineros cuando regresaban a la ciudad, así que se convirtió en amante de uno de los hombres que volvían a casa en caballo. Entregó a ese hombre su virginidad, juventud, ilusiones y sueños a cambio de la promesa de un matrimonio. Pasados los meses la verdad le fue revelada: su minero, 20 años mayor que ella, era casado, tenía hijos, compromisos y una familia a la que no estaba dispuesto a renunciar, pero no lo dijo; sólo modificó su promesa de casarse y pidió tiempo y paciencia en tanto crecían los hijos.

El amor de Maclovia era tan grande  que, consideró, alcanzaba para sostener la situación. Recurrió a sus conocimientos de yerbas para ahuyentar los embarazos. Cuentan que sabía preparar tés para calmar el dolor, provocar el sueño, desinflamar. Las usaba para sanar, aliviar e incluso embellecer; era muy conocida por su brilloso, sedoso y negrísimo cabello, que lavaba con una solución hecha a base de amole.

A pesar de que sus yerbas lograban mantenerla delgada, curar la enfermedad e incluso aumentar el vigor de su amante, no podían despojarla de ese sentimiento de frustración creciente, que poco a poco se convirtió en tristeza, y fluctuaba entre el coraje y la esperanza que ella sostenía con una promesa dada hacía muchos años.

Las visitas de su amante se fueron haciendo más esporádicas, rápidas e insípidas. Los hijos de él crecieron y cuando el último se casó, ella creyó que él cumpliría su promesa; la llevaría a la ciudad y viviría con ella. Había llegado ocasión que tanto había aguardado; ella tenía largo tiempo dándole a beber una infusión que creía que debía mantenerlo siempre junto a ella.

Pasada la boda del hijo menor, el amante regresó pero para anunciar su partida. No iba a dejar a su esposa; venía a decir adiós. A Maclovia le hicieron erupción todas las desilusiones y los rencores acumulados, fingió una aceptación y a manera de despedida le invitó unos mezcales. Para desearle buen viaje le ofreció un té, en el que había una alta concentración de su yerba de amor, que sólo logró hacerlo perder la conciencia. El amante salió rumbo a la ciudad pero nunca llegó a su destino; lo encontraron sin memoria ni voluntad, despojado de sus facultades mentales, vagando por un pueblo cercano. Nunca regresó a la realidad y ella jamás lo perdonó ni sintió remordimiento. Le había dicho adiós y para siempre.