Todos los gatos son pardos | Apuntes sobre el 2 de octubre
Jorge Vázquez
El crisol literario que se configuró a raíz de la matanza del 2 de octubre de 1968 aglutina una perspectiva crítica en la que se eslabonan en una primera línea Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Gonzalo Martré, Octavio Paz, Carlos Montemayor, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, entre otros. El común denominador que atraviesa sus obras radica en gran medida en las fibras sensibles que todos tocan, y las cuales se extienden en dos sentidos: la putrefacción y el ejercicio autoritario del PRI-gobierno; la lucha colectiva y el asesinato de miles de ciudadanos en la Plaza de las Tres Culturas. Sin embargo, un tercer elemento alcanza a dichas perspectivas, y radica en el poder descriptivo-explicativo de una realidad que no se limita a la noche del 2 de octubre, sino que se desdobla en el tiempo. Ejemplo de esto es Todos los gatos son pardos, drama de Carlos Fuentes que articula un pasado tanto aleccionador como esclavizante; un presente moldeado por los intereses de un poder deshumanizado y orientado a la obtención de ganancia a toda costa, y un futuro adverso que cierra un ciclo caracterizado por la tragedia y por violentar lo sagrado. Los ciclos que Fuentes advierte con respecto de nuestra realidad nacional se asocian de manera directa con la identidad del mexicano, la cual llega a fracturarse tanto por la vena española como por la indígena, representando un doble riesgo originado lo mismo por el colonialismo material que por la colonización de las conciencias, y cuyo correlato, según el propio autor, alcanza proporciones de trauma y pesadilla.
Los escenarios de autoritarismo y represión que persistieron en el 68 representaron en su momento un riesgo para la propia obra, pues como el mismo Fuentes explicó, por su cercanía con los trágicos sucesos (fue escrita y presentada en el 69) implicaba una afrenta para el gobierno de México. La revista de Humanidades del Tecnológico de Monterrey ahondó a este respecto, y explicó en su edición de octubre de 2005 que de manera paralela sólo otras dos obras abordaron en este periodo la matanza: Octubre terminó hace mucho tiempo, de Pilar Campesinos, y Tizoc, de Pablo Salinas, la cual se presentó en el Festival de las Máscaras, en Morelia, Michoacán, y ganó gracias a la enorme respuesta y apoyo del público. Esto refleja el acoso constante que el gobierno mexicano ejercía tanto sobre la disidencia ciudadana como sobre quienes desde sus espacios artísticos o informativos criticaran al sistema; botones de muestra son Octavio Paz y Julio Scherer: el primero renunció a su cargo como embajador de México en la India tras el 2 de octubre y terminó por calificar la masacre como un acto de “terrorismo”, y el segundo ha librado una batalla muy larga contra la censura que en esa década Gustavo Díaz Ordaz sellara con balas. La referencia al ex director de Excélsior no resulta vaga, pues un engarce de alto riesgo para el gobierno mexicano radicaba en las colaboraciones que los críticos y literatos de esa década vertían en algunas revistas y diarios, por lo que las baterías gubernamentales se orientaron a fragmentar dichos engarces en aras de controlar tanto la palabra como los silencios:
En México la palabra pública [ …] desde las Cartas de Relaciones de Cortés hasta el penúltimo informe presidencial, ha vivido secuestrada por el poder y para el poder. Si no fuese por la tarea de algunos escritores, la historia de México no tendría más voz que el zumbido de las moscas en los basureros de los discursos, las falsas promesas y las leyes incumplidas.
Ahora bien, en un nivel más profundo la obra de Fuentes convoca a reflexionar sobre la identidad que el poder construye en su propio beneficio, y para arrojar luz sobre esto el autor articula un andamiaje literario con referentes históricos y una carga mítica que sirve de puente entre la realidad prehispánica y la del 68. La conjugación de estos elementos cristaliza de forma violenta en la última escena, pues es donde el ciclo se cierra y la idea de circularidad construida por el autor alcanza su punto máximo. Es aquí donde se da una metamorfosis de los personajes de la primera parte de la obra: Moctezuma se transforma en el presidente de México, y los demás personajes de su tiempo pasan a ser los de la época reciente una manera simbólica. A este respecto destaca el cambio de Hernán Cortés, quien deviene un oficial del ejército de Estados Unidos, lo que en el marco de los días que corren es más que sugerente bajo la geoestrategia que dirige el vecino país del norte. Incluso la música se suma a esta dinámica de cambio, como se aprecia con Let it be, la cual pasa a ser Let it bleed, en alusión al derramamiento de sangre. Bajo la óptica de Fuentes el pasado se entrelaza con el presente, y resalta la forma en que retoma el aspecto mítico-religioso de los aztecas, quienes usaron la concepción cíclica en la Ceremonia del fuego nuevo para marcar el final de un ciclo de vida e iniciar otro. Su concepción del pasado, presente y futuro se funde en una sola, que implica una unidad a partir de la cual se desarrolla todo. Es con base en esto que Fuentes vincula la etapa prehispánica con el 68, sólo que en lugar de los jóvenes aztecas se tiene a los estudiantes, y en lugar de los dioses se tiene al gobierno estadounidense y a los corporativos transnacionales.
El hilvanado más fino en la obra de Fuentes radica así en la relación de aspectos sociales, culturales y políticos con dimensiones temporales y espaciales diversas, y bajo un profundo sentido crítico sobre el entorno de finales de la década de los sesentas. Pero tal vez la mayor virtud de la obra sea su permanencia, el que a la fecha sigue brindando nortes sobre realidades nacionales divididas por el tiempo pero conectadas por factores asociados a los intereses del gran poder e incluso a nuestra parte interna, y desde esta idea, Todos los gatos son pardos resulta un eslabón más en una visión sobre el 68 que conjuga los entrañables personajes y escenarios que Luis Spota presentara en La Plaza; el emblemático banquete que Gonzalo Martré describiera en Los símbolos transparentes, y en el cual las moscas y las ratas son tan representativas como el caviar y el napoleón 100 años que se derrochan en las fiestas del PRI-gobierno; el doloroso peregrinaje de los familiares de las víctimas del 2 de octubre que Elena Poniatowska retratara en La noche de Tlatelolco; el sentido social y la altura de miras que Carlos Monsiváis presentara en El 68, la tradición de la resistencia; la nobleza en las palabras de un Carlos Montemayor que en su Elegía de Tlatelolco a un mismo tiempo dimensionara el dolor de miles y el papel de los soldados represores y los curas omisos.
En la efeméride de 1968 estas obras adquieren un carácter desafiante y revelador, el cual llama a reflexionar sobre nuestro presente y nuestro futuro, pero también sobre nuestro pasado, el cual guarda ecos como el de la poesía azteca sobre Tlatelolco: “y en el aire se olía la sangre, y en el aire se veía la sangre”.