Preludio para un verano
Marina Porcelli
… y aun casi todo remite / a la memoria personal...
Irene Gruss
Cumplí veinte años, me despidieron del único trabajo que conseguí en esa época; decidí, de una vez por todas, que era hora de sentarme a escribir, aun cuando hiciera un calor insoportable a mediados de diciembre, y esa misma noche, me separé. Él con el cuerpo desvelado contra el marco de la puerta y sus ojos grises en la oscuridad, respondiendo está bien, ya te entendí, está bien, mientras yo me despedía sin tomarle la mano, sin besarlo siquiera, y me giraba después, con una tristeza inmensa destrozándome a palos el alma (y acá, Nizan) porque no van a decirme que ésta es la mejor edad de la vida. En Rivadavia y Callao, la gente se me vino encima. Eran más de las doce, el mes entero estuvo lleno de personas en la calle, y de gritos y de golpes de olla, y ahora, grupos de chicos avanzaban cantando, aplaudiendo, con pañuelos en la frente o en el cuello, pasaban y gritaban nomás, tomando todo lo ancho de la avenida, y yo anduve a contrapelo esa noche, alejándome del Congreso, hasta detenerme en una esquina poco antes de llegar a Miserere al ver un muchacho que sacaba unas zapatillas no sé de dónde y las revoleaba para colgarlas de los cordones sobre los cables de luz. Antes, en los noventa, las colgaban cada vez que. Los recitales y la policía. Me acuerdo perfectamente cuando me enamoré de él. Fue en la penumbra de un taxi que tomamos al borde de una plaza, habíamos cenado cerca y hacía demasiado frío para esperar el colectivo. Me acuerdo, sobre todo, de la oscuridad mansa dentro del auto, y de cómo caían las luces de afuera sobre el perfil de su cara. Desde donde estaba yo, contra la otra puerta, vi su mano tranquila sobre el apoya-brazos luego de ajustarse las solapas del abrigo. Y me enamoré de él. Entonces sucedió toda la historia, y tres años después, una conversación telefónica en la que pensé (y fue tan fuerte que incluso al principio creí habérselo dicho), pensé estoy harta, harta de nuestras caminatas nocturnas y de estos lloriqueos existenciales. Por eso ahora me confesaba (mientras seguía andando esa noche de diciembre y llegaba a mi barrio, y dejaba atrás los gritos y los jóvenes que gritaban), que esta idea trivial, este hartazgo, aunque dimensionado, era lo que en el fondo yo quería escribir. Siguieron los cacerolazos, y antes de los saqueos en el Conurbano, proyecté mi biblioteca sobre la pared, con una regla de madera y lápiz negro, compré tablones, los lijé, los pinté de blanco. Un amigo trajo un taladro y nos pasamos la tarde agujereando, tomando mate, fumando, hasta que apareció la vecina del segundo diciendo que dejáramos de hacer ese ruido en plena siesta. Pero mi amigo metió los tarugos, enderezó las vigas, enroscó los tornillos a la pared solo con la fuerza de sus manos (lo juro) y pusimos las tablas. Leía tirada boca abajo, en el suelo, o de noche, en los bares, y anotaba pedazos de historias sobre servilletas de papel. A veces, volvíamos caminando a las tres de la mañana desde el mercado de flores, discutiendo sobre la locura de Nerval y la de Jacobo Fijman, la muerte de Maria Bashkirtseff y el infarto de Roberto Arlt. Sobre las cosas que queríamos hacer, y que no habíamos hecho, todavía. Y así, solitarios, malhumorados, nocturnos para evitar tanto calor, mientras la ciudad se desbocaba ese fin de año, escuchábamos las bocinas de los trenes en la oscuridad, veíamos pelear a los gatos en las ramas más altas, y yo ordenaba mis libros en la biblioteca: alfabéticamente, primero, por la lengua en que fueron escritos, después, tomaba mate y fumaba hasta hartarme, encendía la radio a cualquier hora, acomodaba papeles, los tiraba a la basura, y volvía a empezar. Entonces sucedieron los saqueos en Provincia de Buenos Aires, los pedidos y los asaltos en los supermercados. Y el 19 de diciembre, a las once y media de la noche, en Buenos Aires, en la ciudad violenta donde nací, se declaró el Estado de Sitio y hubo gente en la calle y cantos y gritos y corridas, y policías con balas de goma y policías con balas de plomo, y chicas con tiros la espalda, y chicos con la cabeza partida, hubo muertos y más muertos en todo el país que simbólicamente quedarían sin enterrar porque
quiénes son estos muertos, esa es la clave, hay que reparar en quiénes son.
Con tanto calor no se puede pensar. Desde noviembre, Buenos Aires es inhabitable hasta el final del verano. Quema el aire en la calle y la temperatura no cede hasta la medianoche. Yo me levantaba a las tres de la tarde. Mi desastre económico se sostenía así: había decidido endeudarme y casi no comer. Mientras tanto, el borrador aumentaba. Me sentaba a escribir y de golpe descubría (con enojo, con estupor, con algo parecido al pánico también) qué era exactamente lo que quería decir. Usaba lapiceras gruesas, anotaba en los márgenes de los cuadernos, rompía libros de papel encolado. Pasaba días enteros en camisón, fumando mil cigarrillos por minuto, abriendo desesperadamente dos paquetes de galletitas después de cuarenta y ocho horas sin acordarme de comer. Pedía libros prestados, o los robaba, marcaba las páginas, y registraba mis sueños en hojas sueltas. Esa misma tarde, la tarde en que vi en la televisión del bar de la esquina que habían cercado Casa Rosada y agrupaban los caballos en Plaza de Mayo, tomé el subte hasta el centro. El subte llegó hasta Miserere, no más, y desde ahí, todos caminamos. Economía había renunciado la noche anterior, y a las siete de hoy, renunciaría el presidente, y se acabaría un ciclo y entonces qué. La realidad. La ola de gente me arrastró hasta Callao, y mientras todos saltábamos y cantábamos y gritábamos que el Estado de Sitio se lo meten en el culo, vimos que la policía se juntaba por el otro lado, y seguimos saltando y gritando y de nuevo a saltar, cuando se escuchó un silbido tremendo, y nos enmudecimos y nos quedamos quietos y enseguida nos giramos y empezamos a correr (y esto era lo que también quería escribir, la ciudad tomada, la ciudad redefinida, la gente que había salido y gritaba y reclamaba en cualquier lado, las reuniones en las esquinas todas las noches, y los gases para disolver esas reuniones, y las corridas a la mañana, y a la tarde, y sobre todo el hambre, y los cuerpos ahí, discutiendo y escribiendo y pensando y reclamando y haciendo), mientras seguíamos corriendo y yo me tropezaba y caía y me daba la cara contra el suelo y enseguida un chico me levantaba y volvíamos a correr, y la policía se desparramaba por la calle, y avanzaba, y nos cercaba más, hasta que de pronto me detuve, y me giré bruscamente, porque dos policías habían agarrado a un chico que estaba cerca de mí, él tenía veinte años y los otros lo golpearon y lo golpearon y cuando lo tuvieron medio tirado en el suelo, lo quisieron arrastrar, entonces él alzó la cabeza, sacudiéndose un poco, y dijo: yo no tengo un peso, yo estoy en la misma que ustedes, y señalaba al cana, que tenía veinte años también, pero al chico lo arrastraron igual, y se lo llevaron igual, y ahora todos volvíamos a correr, y llegamos a Corrientes donde nos dispersamos, y así hubo muertos en todo el país, chicos que pedían en los supermercados, o que hacían fila cuando avisaron de los repartos, y a los que les dispararon desde lugares escondidos, chicos que estaban en la calle buscando a otros chicos, sentados o conversando, y de golpe muertos por las descargas, y al final, después de la convulsión de ese comienzo de verano, después de tanto grito y tanto muerto, hubo otra gente que siguió como si nada, y entonces qué. (Me acuerdo perfectamente de la oscuridad en el taxi, cuando me enamoré de él, y de las luces de afuera cayendo sobre su cara y sobre los asientos de atrás, y de que nos quedamos en silencio, un momento, nada más, registrando con todo el cuerpo lo que pasaba, dejándonos estar así, hasta que muy lentamente él movió la cabeza y empezó a hablar.)
Marina Porcelli. Narradora. Nació en Argentina, en 1978, y cursó estudios de Historia en la UBA. Fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Bs As, 2004) y obtuvo diversos premios, todos en género cuento. "De la noche rota", su primer libro de relatos, consiguió el segundo puesto en el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires, y fue editado en 2009 por la Universidad de La Plata. Parte de la obra de ficción y ensayística de la autora ha sido publicada en medios y antologías de Argentina, Chile, Cuba, México, Nicaragua, EEUU y España. En 2010, Marina Porcelli fue elegida por el Fonca/Conaculta para participar del Programa de Residencias Artísticas para Iberoamérica y Haiti; en 2012, fue becada por la Secretaría de Cultura Argentina, en convenio con México. Sus críticas y ensayos aparecieron en la Revista de la Universidad de México; Revista Armas y Letras; Suplemento Laberinto (Milenio); Suplemento Confabulario.