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Cineasta del destino adverso

Quim Casas

Cineasta del destino adverso


Fritz Lang prefería la noche al día, las sombras a las luces, los hombres torturados por su pasado y su presente, los falsos culpables, las venganzas, las decisiones límite a causa de la pérdida violenta de alguien querido, las tramas complejas, las redes de espionaje, los seres de dos caras, las máscaras y disfraces, los amagos amorosos, los sueños ominosos, los decorados opresivos, las atmósferas recargadas, los silencios oblicuos, los miedos interiores. La normalidad en su acepción más ortodoxa no tenía sentido para el cineasta. A pesar de ser tildado en muchas ocasiones de frío y artificial, su cine bulle con una precisión que tiene poco de matemática porque es, ante todo, entregado. Lang renegó siempre de la normalidad explícita para construir, sobre un andamio de seres y situaciones únicas, irrepetibles, su propia y recreada realidad. Por ello su cine, como el de Dreyer, Ford o Mizoguchi, resulta inimitable. Sin pretenderlo de forma abierta, se convirtió en el mejor cronista de su tiempo utilizando elementos considerados de derribo (serie B, estética de serial, intrigas folletinescas, supercriminales diabólicos) y descendiendo a mundos de pesadilla de donde supo extraer brotes de singular belleza contenida.

Cuando se piensa en su obra, los temas recurrentes afloran sin problemas: la fatalidad del individuo, la rigurosidad del destino, el aroma de una tragedia negra y desesperanzada, la sombra omnipresente de la muerte (cansada), los complots colectivos. Y también el estilo: geométrico, conciso, incisivo, sin floritura posible, realista cuando no documentalista, tan atento a las líneas generales de un plano (con sus personajes determinados en sus estudiadas y nunca improvisadas posiciones, con el juego de luces, con el valor intrínseco del decorado por el que se mueven) como a los detalles de apariencia fugaz (esos insertos de manos entrelazadas, nerviosas, cariñosas, asesinas; esos planos de televisores y cámaras que controlan y escrutan la vida de algunos héroes languianos negándoles su lícita intimidad). También se tiende a la división genérica de su obra en relación a los países donde trabajó, apuntalando supuestas grandes diferencias entre el primer periodo alemán (1917-1932), el americano (1936-1956) y el segundo alemán (1958-1960), con el breve interludio francés (1933). No entender que M y Mientras Nueva York duerme hablan de lo mismo y con idéntica pulsación, que los personajes de Las tres luces pueden transmutarse con los de El tigre de Esnapur/La tumba india, que las peripecias policíaco-fantásticas de El doctor Mabuse o Spione son intercambiables con las de Ministry of Fear, o que la obsesión de venganza de Kriemhild en Los Nibelungos es igual de destructiva y destructora que la del personaje de Arthur Kennedy en Encubridora, es negarle a Lang su propia existencia como cineasta. Su obra, de extremada coherencia interna desde que se inicia para nosotros con Die Spinnen (su tercer film, pero el más antiguo que se conserva) hasta que se cierra en involuntario testamento con Los crímenes del doctor Mabuse, es un elogio a la integridad, al interés por elaborar un discurso personal (como personal es su formulación) que no sabe de barreras culturales, sociales o políticas ni de condicionamientos de producción (durante el periodo mudo, gozando del beneplácito de las poderosas Decla y UFA, Lang y sus colaboradores debían construir e inventarse sobre el mismo plató los trucajes y efectos especiales; en Hollywood, con maquinaria sofisticada y técnicos supercualificados, Lang debió trabajar en los márgenes de la serie B, salvo contadas excepciones, e ingeniárselas con las transparencias y las maquetas más sencillas).

Hubo un tiempo en el que las películas alemanas y las películas americanas de Lang eran presa de obstinadas comparaciones (generalmente ganaban por puntos las primeras, pero nadie sabía explicar realmente por qué). Luego, con la fiebre cahierista en Francia y las atentas reivindicaciones de gente como Peter Bogdanovich en Estados Unidos y Wim Wenders (que le dedicó En el curso del tiempo, 1976) en Alemania, se limpió bastante la emponzoñada niebla aunque, en algunos casos, se pasó al otro extremo: ahora sólo eran realmente buenos los films americanos. Hoy, afortunadamente, se mantiene un débil símil de equilibrio. Pero sirvan estos dos comentarios, realizados en terreno patrio, como muestra del chirriante lugar común con el que se han escrito demasiadas páginas de la historia del cine: «Después de Furia, el director no ha vuelto a ofrecernos ningún film verdaderamente importante, aunque queden de él las huellas del expresionismo alemán» (Diógenes en Film Ideal, núm. 17, marzo 1958); «Éste es un buen ejemplo [se refiere a Mientras Nueva York duerme] del cine que se puede hacer con mucho oficio, pero sin talento. Fritz Lang lo tuvo —hay que recordar su etapa alemana, expresionista—, pero lo vendió por un vaso de Coca-Cola» (J. M. Pérez Lozano, Film Ideal, núm. 18, abril 1958). Lang, que nunca se tomó en serio ni el expresionismo ni las etiquetas («el expresionismo es un juego»), se divertiría con tamañas y tan rotundas afirmaciones.

El cine de Lang es un cine forjado en sensaciones oscuras, espejos deformantes, lugares remotos e intrigas aparentemente imposibles. Se deleitaba en la capacidad ilusoria del propio medio, en los arabescos narrativos, en los arrebatos temáticos y la concentración visual. Los parámetros de su obra quedan marcados por el poder de la ciencia y la visión del hombre del futuro (Metrópolis, La mujer en la luna, el proyecto abortado de Rocket Story), el espionaje como forma de expresar un malestar social (la serie Mabuse, Spione, la no realizada Men without a Country, Ministry of Fear, Cloak and Dagger, estas dos incrustadas en el subgénero de las películas antinazis), el serial y el folletín como reivindicación del placer estrictamente aventurero (Die Spinnen, El tigre de Esnapur/La tumba india), la amnesia, la locura, la hipnosis y el sueño (la aportación languiana a Caligari, de nuevo Mabuse, La mujer del cuadro, Secreto tras la puerta), los falsos culpables movidos por los hilos de un destino adverso (muchos pueblan la obra de Lang, los más significativos: Spencer Tracy en Furia, Henry Fonda en Sólo se vive una vez, Lee Bowman en House by the River, Anne Baxter en Gardenia azul; los más atípicos: el colaboracionista Gene Lockhart en Hangmen Also Die, el extorsionador Dan Duryea en Perversidad; los más imprevisibles: Dana Andrews en Más allá de la duda), las conductas psicópatas o el miedo a lo que no se conoce ni se controla (M, Mientras Nueva York duerme, varios de los últimos proyectos que tuvo Lang en Alemania), las historias de demiúrgica venganza (Los Nibelungos, Furia, La venganza de Frank James, Encubridora, Los sobornados), la más densa de las nocturnidades (las callejuelas y garitos de El doctor Mabuse, la evasión de Sólo se vive una vez, los encuentros furtivos de Deseos humanos, las visitas al cementerio de Moonfleet, los asesinatos de Mientras Nueva York duerme) y el peso obsesivo de la muerte en sus múltiples formas, ya sea acogiéndose a una tradición gótico-romántica (los guiones de Die Pest im Florenz y Hilde Warren under Tod, esta última con Lang encarnando a la propia Muerte, Las tres luces), como condicionante dramático (los asesinatos de Siegfried en Los Nibelungos, de la novia del protagonista de Encubridora o de Katie Bannion en Los sobornados) o bien como caligrafía del suicidio (Lil Dagover se entrega a la Muerte porque no ha podido devolverle la vida a su amante en Las tres luces; la misma actriz opta por el suicidio al desmoronarse su mundo en Hara-Kiri, después de que su padre se someta al mortal ritual; la amante de Mabuse y el patético conde Told siguen el mismo camino en El doctor Mabuse; el coronel Jellsic por traicionar, el doctor Masimoto por equivocarse y Haghi por fracasar cercenan sus vidas en Spione; el ingeniero Helius hace un amago al decidir quedarse solo en la superficie lunar en La mujer en la luna; Dan Duryea se clava unas tijeras al ser descubierto por la policía en Ministry of Fear; Edward G. Robinson toma un veneno al no poder controlar la dantesca situación que se le avecina en La mujer del cuadro; el policía Duncan se vuela la cabeza harto de manipulaciones y mentiras en el plano inicial de Los sobornados; la entrañable Gloria Grahame quema la cara del sádico Lee Marvin provocando así su propia muerte en este mismo film).

No es de extrañar que estas historias bañadas de embrujo e inquietud latente abunden en sesiones de espiritismo (las hay en el primer y tercer Mabuse y en Ministry of Fear, a modo de formas circulares donde la muerte y la vida se encuentran en una pesadilla colectiva), personajes privados de la vista, de la noción de observar o de ser observados (el grupo de ciegos que cuenta el dinero en El doctor Mabuse, un agente secreto que acecha al coronel Jellusic haciéndose pasar por ciego en Spione, un espía que simula el mismo papel para robarle el microfilm a Ray Milland en Ministry of Fear o el vendedor de globos ciego que descubre al asesino por su silbido en M), fumaderos de opio (el situado en México donde se dan cita los protagonistas del primer film de Lang, Halbblut, el que se encuentra en la ciudad subterránea de la segunda parte de Die Spinnen o el tugurio a donde acude una dama rápidamente chantajeada por Haghi en Spione) y otros elementos de inestabilidad cotidiana y ambiente lúgubre que otorgan al universo de Lang una sensación táctil, cercano a pesar de las distancias que el director coloca entre la pantalla y los espectadores.

Un rasgo languiano. En casi todas sus películas aparecen, en fugaces planos de detalle, las manos del director. En un añejo Cahiers du Cinema se sugería que la mano de Dana Andrews que se ve al final de Más allá de la duda pertenece al cineasta. Se podrían proponer también las manos entrelazadas de Peter van Eyck y Dawn Addams que cierran Los crímenes del doctor Mabuse, la mano nerviosa de Walter Pidgeon en el gatillo en El hombre atrapado, o la mano de Helius sobre la que caen dos lágrimas de Friede en La mujer en la luna. El rasgo del autor, paciente y discreto.

Y una característica: muchos de sus films terminan con el rótulo the end apareciendo antes del fundido en negro, con la acción, aún en movimiento. En movimiento terminó su obra Lang después de pasar por dos guerras mundiales, dos huidas, una docena de países, un régimen totalitario, una caza de brujas y un ostracismo final que no hicieron mella en su ímpetu ni dividieron su cine. Un cine que no necesita de justificación.

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Quim Casas. Crítico cinematográfico de El Periódico de Catalunya. Colabora habitualmente con revistas de cine y música como Dirigido por, Imágenes de Actualidad, Rockdelux y la web Sensacine. Profesor de Introducción al Guión en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde desde 1995 también ha impartido cursos de Historia de la crítica cinematográfica, Banda Sonora e Historia de las grandes productoras. Participa en numerosos seminarios y talleres sobre crítica cinematográfica organizados por la Universidad Ramón Llull, IDEC y l’Institut d’Humanitats-Associació catalana de crítics. Creó para la UOC la asignatura de Análisis y Crítica audiovisual (2004). Forma parte del comité de selección y programación del Festival Internacional de San Sebastián.

Es autor de libros especializados en torno al cine y la música: “Raoul Walsh”, “John Ford. El arte y la leyenda”, “Fritz Lang”, “El western. El género americano”, “Sam Fuller”, “John Carpenter. Horror en B mayor”, “Clint Eastwood. Avatares del último cineasta clásico”, “Análisis y crítica audiovisual”, “David Lynch” y “Películas calve del cine de superhéroes”, entre otros. También ha coordinado libros colectivos dedicados a Jim Jarmusch, Abel Ferrara, David Cronenberg, Philippe Garrel, Terence Davies, Henry King, Don Siegel, Jacques Demy i Georges Franju.