martes. 03.12.2024
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De las clásicas porquerizas

Andrés Baldíos

De las clásicas porquerizas

Dedicado a Alejandro Cisneros,
primo de un gran amigo
que vivió para contarlo.

Se lo estaban comiendo las cosas. A punto estuvo de inflarse hasta estallarle el corazón… el estómago, los pulmones… la suerte de respirar, la casualidad de existir. La muerte se sazonó a término medio.

Fueron horripilantes las semanas en las que el paciente número 237 fue diagnosticado con esto y aquello hasta perderse en el derrumbe de palabrerías médicas. (Hablamos de la auténtica negligencia médica —¡es todo un clásico!—: gratificante para el porvenir de instituciones atestadas de necesidad por capital, siempre complaciendo la excelencia de la pudrición y de las descomposturas del cuerpo. Todos requerimos de capital, nadie salva o aniquila o arruina o sonríe de a gratis. Hasta las propias enfermedades cobran saldos de vida en quienes se asientan. Pero al parecer uno jamás se acostumbra a nada, realmente).

Fueron poco más de cinco semanas las que el paciente 237 estuvo hospitalizado en dos lugares distintos.

El primero fue nada más y nada menos que el Hospital General de su respectiva ciudad, una institución pública donde los aparatos más avanzados inmutaban en su respectivo rincón, aguardando a ser encendidos por el caso que valiera realmente la pena, el caso que tuviese el capital suficiente para curar lo curable, por insistente que sea el apellido «terminal» en la respectiva enfermedad. Ahí están los aparatos, puestos y dispuestos a investigar el fondo de cualquier organismo para hallar el problema y actuar con la debida asistencia. Pero los botones no los encienden los dedos de las manos, sino el efectivo con el cual uno puede entrar en sintonía con los ánimos del personal.

Éste primer hospital es sucio y putrefacto. Un ambiente higiénico en un sesenta por ciento. La iluminación está bien; al menos no oscurece mucho la lectura de las revistas en la sala de espera, la cual con suma comodidad y empatía, ofrece bancas de tres asientos tan fríos y rechinadores como permita el altivo presupuesto (que lo hay, pero no para las instalaciones, arréglenselas solas). Las secretarias embarnecen los recibidores con rostros felinos (en el sentido indiferente de la palabra, mirando a puntos indefinidos, distraídas de una realidad que no quieren afrontar). Los médicos vienen y van sin mucho qué hacer. Prefieren escaparse de vez en cuando a sus oficinas y revisar cómo va todo en la baraja solitaria de su ordenador. Uno podría estar sintiéndose en casa, con la seguridad de que los servicios por los cuales se pagan tan delicada e irremediablemente ofrecen exactamente lo que dictaminan las leyes de una institución donde se salvan vidas.

El hospital hospitalario, al servicio de la tragedia y el bienestar de los bolsillos médicos, quienes están tan ocupados por salvarnos a todos que viven con prisas y sumos cansancios, todo por la molestia de retrasar la muerte.

Es ahí donde al paciente le asignan el debido número. Un 237 que se estampa en la camilla y en su estado físico. Aquí al paciente le brindan varios diagnósticos a lo largo de cinco días, cada uno peor que el anterior, y de circunstancias distintas. Le dicen que un resfriado avanzado, le dicen que pulmonía / le dicen que tuberculosis, le dicen que neumonía. Hacen un jodido verso con los diagnósticos y juegan a esperar. Mientras tanto, la inestabilidad del 237 va en decaimiento, suave como el amor de la sábanas, frías y humedecidas por las secreciones del paciente anterior. Pero lucen blancas, disfrazadas de pulcritud, el cloro seca rápido si se lo trata con la secadora de cabello.

De pronto la noticia empeora y los pulmones no responden. Los médicos se toman su tiempo para explicarle a la familia de 237 que hay que hacer esto y aquello, o de otra forma, las cosas irían así y asá. Tardan más en cobrarles que en asistir el terror de la familia y la creciente debilidad de 237. Le rajan un poco en uno de sus costados y le introducen un tubo que va directo hacia uno de sus pulmones que ya ha colapsado. Ambos pulmones arrugados y desinflados como bolsas de supermercado, mandan unos cuantos hálitos que aún le dejan vivir. Entonces lo encaman y recomiendan (y sólo recomiendan, digo, por si las moscas) que sometan a 237 a su exclusiva terapia intensiva por un redondo millón de pesos.

Sin exageraciones, sin abusar de expresiones o sobrecalentar metáforas y dichos en ésta ocasión, el total por terapia intensiva es un verídico millón de pesos. La familia se infarta durante un fragmento de segundos sin dejar de pensar en el bienestar de 237. Lo llaman cariñosamente por su nombre y le murmuran que todo estará bien. Pero está demasiado sedado por su propia enfermedad que no puede escuchar ni la monstruosa cifra ni los alientos desconcertados de su familia. Después del anuncio del millón, sugieren abrirlo. Escarbarle el pecho hasta topar con los pulmones y darles el apapacho médico necesario para que puedan sanar, y que se lleve una enorme cicatriz de recuerdo, por los buenos tiempos cuando no podía disponer de una sola de sus funciones corporales. Pero conforme se acerca la noche, la familia de 237 no nota médicos a la vista, nadie de nadie a la deriva de los pasillos. Ninguno de los médicos que los había atendido vio por el paciente 237 durante cuatro noches seguidas.

Es ahí cuando una enfermera entra en la habitación donde la madre de 237 reposa en una silla de fierro, cruzando sus brazos sobre la cama para recostar su cabeza. La enfermera mira inquietada el estado de 237. Había esperado cuatro días hasta encontrar un turno de noche y hablar en secreto con la madre. Señora, despiértese, le dice con suavidad conspiratoria. La madre despierta sin producir un solo estiramiento, puesta y dispuesta a escuchar a la primera enfermera que aparece luego de días de angustia. Señora, sáquelo de aquí. Yo sé como son las cosas aquí. Sáquelo que se lo van a matar. No quieren hacer nada. No les importa nada. Sáquelo si no quieren que lo maten. Y la historia vieja de las instituciones imbéciles se repite con fatigosa insistencia.

No hay cuento viejo al respecto: al mal le fascina insistir, se repite con pésimo gusto en cuanto a circunstancias se refiere y se regocija en las mañas de la negligencia. Sáquelo de aquí que se lo van a matar. Los familiares no se lo piensan dos veces antes de llamar a un médico de otra ciudad, uno recomendado por otro pariente de contactos más pudientes en materia de profesión, médicos que subrayan las excepciones de aquellos que sólo ven por sus propios tiempos y demoras de conformismos. El médico asiste puntual y sin problema al lugar de los hechos, un término totalmente justificado al ver que el tubo que habían enterrado en el costado de 237 se hallaba a milímetros de penetrar en el pulmón. Lo habían insertado descuidadamente, sin siquiera atinar al objetivo. Le estaban inflando el cuerpo, su pecho se había estado ensanchando como un débil globo aerostático a lo largo de dos días… y la muerte se sazonó en término bien cocido. La sordidez del asunto no hizo más que restregarle imágenes sangrientas y horrendas a la familia de 237, hallándose totalmente indefensa, vulnerable ante el catastrófico descuido del Hospital General.

Tuvieron que esperar poco más de 35 horas para trasladarlo a otro hospital. Una vez ahí, el buen médico brindó el análisis definitivo: influenza.

La existencia de esta enfermedad no era más un mito, no era otra cortina de humo nacional para el país. Se trataba de una realidad mortal que llevaba varios días de atraso.

Lo entubaron, ésta vez, de manera correcta y precisa. La intervención de tres excelentes médicos tranquilizó a la familia mientras su 237, que ahora contaba con un nombre y una camilla limpia, reposaba en la trepidante línea entre la vida y la muerte, que ahora estrechaba a favor de la vida, de la posibilidad de despertar.

Pero aún sobresalen los pendientes del incidente. Familiares llamando a más familiares y contando el suceso. Todos quieren apoyar, pero deberán esperar a que su enfermo recupere cierta consciencia y así poder sacar pecho ante una posible demanda al Hospital General.

Pero las leyes están hechas para que no se efectúen cierto tipo de procesos legales. Es la naturaleza del sistema y la disposición de sus más preciados allegados. Es todo un clásico donde los exclusivos se nutren de la podredumbre de quienes no les alcanzó la vida para probar la negligencia de muchos de los sitios de predominan en el porvenir de las víctimas.

Sin más que hacer, sin más que decir, y en espera de que algo de todo esto se resuelva, la familia se cruza de brazos, esperando a recibir la mirada adolorida, pero finalmente abierta y recobrada, del que solía tener un número y una estancia de medio tiempo en el pabellón de la muerte…

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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