Las etiquetas
Chema Rosas

Situaciones como el bullying, acoso escolar y similares han hecho que, por algún motivo, cosas tan aparentemente prácticas como las etiquetas sean vistas de forma negativa y preocupante. Basta, por ejemplo, que un padre o madre sospeche que su hijo está siendo etiquetado para que llueva fuego en la escuela, círculo de amigos o familiares donde osaron decirle “relajiento” o “distraído” a su retoño. El etiquetado de personas presenta varios problemas, ya que es una clasificación que alguien hizo del infante en cuestión, y como tal puede ser injusta, marcarlo de por vida y acabar con su reputación. También es posible que, por ejemplo, el profesor usara la etiqueta “relajiento” como una cortesía, ya que la descripción acertada sería “escuincle oligofrénico poseído por un demonio que exasperó al mismísimodiablo y fue expulsado del infierno”.
Entiendo todo eso de los refuerzos negativos y de las problemáticas asociadas a los prejuicios particularmente en edad escolar… Sin embargo, me cuesta trabajo creer que el Chapo Guzmán es así porque en primero de secundaria se echó la pinta y una maestra lo tachó de faltista. Dicho lo anterior, creo que en la mayoría de los casos las etiquetas son de lo más útiles:
Como reguladores de la economía: Si las cosas no tuvieran pegada una etiqueta con su precio, ir de compras sería más tardado e incómodo. Resultaría de lo más complicado, por ejemplo, escoger entre dos artículos similares, pero de diferente marca. Comprar sin parámetros de precios nos obligaría a confiar en nuestros sentidos, y gastaríamos una cuarta parte de la quincena en rollo de papel de baño premium con aroma a bosque primaveral.
Reconocer el contenido de dos frascos idénticos. Las etiquetas salvan vidas. Especialmente las de esas personas que almacenan aguarrás en botellas de ron. O viceversa.
Para evitar ser mordidos. Imaginemos que ante la pregunta de si un perro es bravo o no, su dueño contestara que las etiquetas son injustas y que si su perro Hércules ha llegado a morder a alguien es porque siente que lo están juzgando. Prefiero confiar en la etiqueta de “peligroso” que hemos puesto a los cocodrilos, que darles una oportunidad y meterme a nadar a su estanque.
Conocer la fecha de caducidad. De no ser por las etiquetas, estaríamos obligados a comprobar empíricamente y desde la tienda cuando la leche ya es jocoque o el pan de caja un cultivo de penicilina. Si las relaciones tuvieran en su etiqueta la fecha de caducidad podríamos escogerlas mejor… O disfrutarlas lo más posible antes de que estén podridas.
Para tener información nutricional. Particularmente útil para los nutriólogos y sus clientes; sin embargo, resulta conveniente saber que una botella de jugo tiene más azúcar que Cuba, que lo que tomamos no es leche sino fórmula láctea y que lo que le ponemos no es chocolate, sino imitación de polvo que sabe parecido a lo que viene siendo chocolate.
Como identificadores personales. En convenciones y retiros es de lo más común que los organizadores repartan etiquetas y plumones para que cada quien ponga su nombre o su “cómo quiere que le digan”. Esto evita la incomodidad de referirnos al prójimo por alguna característica física como “güerita”, “el de la cachucha”, “el cara de enojado” o “hermosa ninfa de la fila de enfrente”. Eso sería poco profesional.
Para saber cómo se lava una prenda. Casi siempre es a mano y con agua fría. Creo. La verdad, nunca le he puesto mucha atención. En mi caso esas etiquetas sirven para explicar por qué se arruinó la prenda cuando intenté lavarla.
Como divertimento sanitario. Cuando uno va al trono y olvida su teléfono o material de lectura siempre estarán las etiquetas del shampoo y pasta de dientes para entretenernos en esos momentos de aburrimiento.
Para saber comportarse. Por algún motivo que desconozco, a los modales se les llama también “normas de etiqueta”. Seguro es para evitar que por no saber comportarse lo etiqueten a uno de barbaján, malcriado, porro o diputado federal.
Para saber cuándo algo es frágil. Como las copas de cristal, figuritas de porcelana, jarritos de Tlaquepaque, sentimientos despostillados y temas sensibles. Especialmente si vienen en cajas de cartón, madera, cinismo o indiferencia.
No es lo mismo etiquetar a las cosas y animales que a las personas, pero creo que hasta las etiquetas sociales son de lo más útiles. Es más interesante tratar con artistas, rockeros, intelectuales, delincuentes, borrachos, serios, ignorantes, bromistas, hippies, trabajadores, vagos, estudiosos y relajientos que con humanos genéricos intercambiables. De cualquier manera, una de las cosas más divertidas de las etiquetas es despegarlas de donde sea que estén adheridas.
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Chema Rosas (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.