1991
Sr. Saravia
Septiembre de 1991. Tengo 13 años y estoy en el Festival de Arte Estudiantil: cuatro días de grupos de diferentes colegios, más grupos estelares.
Noche de viernes. Hoy toca el grupo de mi amigo Alfredo. Se llaman Manicomio y estilísticamente podríamos encuadrarlos en el glam-rock. Es un power trío. Guitarra, bajo y batería. Son Milton, el Alfredo antes nombrado y Pato, respectivamente.
Nací y me crié en Rancagua, una ciudad francamente aburrida del centro de Chile, en donde casi nunca pasaba nada entretenido. Siempre me ha gustado la música, pero hasta principios de ese mismo año no había pensado que acabaría en un escenario tocando y cantando mis propias canciones. El culpable de dicha llamada es un amigo llamado Claudio quien, junto a su hermano, contaba con una abundante colección de cassettes llenos de sonidos novedosos para mí. Punk, post-punk, algo de hardcore y un montón de rarezas que escapaban de la monotonía de la radiofórmula.
En la ciudad, salvo ir al estadio y jugar a los videojuegos de cada barrio, había muy poco que hacer. Cada revista de música o reportaje que caía en mis manos era un verdadero tesoro, alimento para el espíritu, y eso hacía más llevaderos los primeros tiempos de una incipiente democracia post-Pinochet. Rancagua siempre ha tenido fama de ser un lugar apático, frío, poco amigo de las novedades culturales y en donde la camaradería entre bandas era prácticamente inexistente. Había tan poco sitio que nadie quería compartirlo.
Regreso a aquella noche de septiembre, el plato de fondo es un grupo llamado La Ley, que había ganado cierta notoriedad por una versión muy new wave de “Angie” de los Rolling Stones y por tener una imagen y sonido muy professional, nada que envidiar a los británicos o yankees.
Su sonido recuerda a Talk Talk, Love And Rockets, Depeche Mode, unas gotas de Prefab Sprout y Duran Duran, muy bien producido y ejecutado de una manera tan poco habitual en una escena tan amateur.
Acaban de firmar con una multinacional y están a punto de hacerse famosos, pero parece que casi nadie en Rancagua se ha enterado. Alfredo, de Manicomio, me comenta algo de esto y yo, que ya había leído un par de artículos con comentarios muy positivos, tengo curiosidad de verlos en acción.
Mientras una serie de artistas intrascendentes actúan, diviso a Andrés Bobe y me acerco a hablar con él. Andrés era entonces el guitarrista de La Ley y el cerebro organizativo del grupo. Músico con años de experiencia y largas estadías en el extranjero, él era el hombre con el plan.
Andrés es increíblemente amable conmigo. Como llevo colgada la guitarra de Milton, quien me pidió cuidársela mientras iba a tomar unas cervezas, me pregunta si soy guitarrista y si tengo un grupo. Le cuento que tengo ganas de aprender a tocar, pero que solamente canto un poco. Aún faltan un par de años antes de atreverme con las seis cuerdas.
La recuerdo como una charla muy impactante: un músico profesional revelando los entresijos del mundillo a un crío de 13 años que veía la posibilidad de hacer sus propias canciones como algo remoto e improbable en un sitio muy poco dado a estimular a mentes creativas. Por él conocí a Talk Talk y a Dead Can Dance. Me dio un montón de recomendaciones y consejos relacionados al show business. Me dio ánimos para atreverme a hacer música. Fue de esos desconocidos que encuentras en el momento justo y te entrega un sobre con la respuesta a tus preguntas.
Después de unos 20 minutos o media hora, Bobe se marcha al escenario y junto a su banda da un concierto impecable, sin importar que algunos sectores del público no están muy a favor de su propuesta. De hecho, Alfredo y sus amigos se dedican a hacer mofa del histrionismo de su cantante, Beto Cuevas, durante todo el concierto. Éste, al bajar del escenario y cansado de tanto insulto, da una patada en todo el pecho a mi colega. Por suerte, la cosa no pasa de eso, aunque Cuevas recordará el episodio en una entrevista varios años después.
A la salida vuelvo a encontrarme a Andrés y le pido disculpas por el comportamiento de mis amigos. Le deseo suerte con su grupo.
En cuestión de meses, La Ley se convirtió en un fenómeno de masas y con el correr de los años, pasaron a ser uno de los grupos de pop-rock más famosos de toda Latinoamérica. En 1994 y con muy pocos días de diferencia a la muerte de Kurt Cobain, Andrés Bobe sufrió un accidente de motocicleta y perdió la vida. La Ley cambió y yo también. Ya no me hacían gracia y fui divorciándome de ellos, pero la conversación con su líder es un recuerdo imborrable. Su deceso me produjo mucha tristeza.
Sin él, La Ley llegó aún más lejos de lo que pudo sonar, pero a costa de sacrificar su esencia y a ser básicamente su cantante y unos músicos de acompañamiento, quienes fueron desertando sin importar el éxito que los acompañó por más de 25 años de historia.
En mi caso, nunca pude hacer la música que quería en Chile. Tuvieron que pasar unos cuantos años para emigrar al otro lado del charco, a España, para tomar la escena subterránea con mi Pop Ruidoso y un bagaje de montones de discos escuchados, en parte por el virus inoculado por Andrés Bobe, el integrante semiolvidado de un grupo que murió antes de ver su plan ejecutado con éxito.
Gracias, Andrés.
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Sr. Saravia (Rancagua, Sexta Región, Chile, 1978) es un dandi entre basura, melómano empedernido, buscador de sonidos. Generador de pop ruidoso (three chords, play loud, have fun) y azote de lo políticamente correcto. Hoy ha quedado en su tienda favorita. Su música puede escucharse en https://srsaravia.bandcamp.com