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Tachas 391 • Lejos de la mano de Dios • Fernando Cuevas

“…plantea […]  la forma en que los grupos humanos pueden acostumbrarse a la podredumbre…”

Qué difícil es ser un dios, Aleksey German - Fotograma de la película
Qué difícil es ser un dios, Aleksey German - Fotograma de la película
Tachas 391 • Lejos de la mano de Dios • Fernando Cuevas

Una embrutecida sociedad vive bajo una lluvia lodosa, recreándose en secreciones de todo tipo y acostumbrada a la presencia constante de la muerte, colgando a cada paso y representada por los cadáveres cual parte natural del paisaje, siempre nebuloso y húmedo, rodeado de una atmósfera hedionda y atravesado por casas y castillos derruidos, con puertas que parecen ir a ninguna parte y habitaciones hacinadas en las que se fermenta todo intento de conversación, sustituida por arrebatos frecuentemente ininteligibles y evacuaciones cognitivas.

Basada en la novela de los hermanos Strugatskiy (autores de Stalker, 1972), Qué difícil es ser un Dios (Rusia, 2013) es la sexta y última película de Aleksey German (de Séptimo satélite, 1968 a ¡Khrustalyov, mi auto!, 1998), fallecido en el 2013 a los 74 años, y quien junto a Tarkovsky y Sokurov, se consolidó como uno de los principales realizadores rusos a partir de la década de los sesenta. En este barroco proyecto fílmico, largamente concebido y desarrollado con ecos de Kurosawa, Bergman y Pasolini, plantea desde un espíritu de crítica social, la forma en que los grupos humanos pueden acostumbrarse a la podredumbre en sus formas de convivencia, anulando toda posibilidad de cambio.

La cinta retoma el relato de un grupo de científicos terrícolas que es enviado al planeta Arkanar para ayudar a la población en su progreso, dado que vive como si transcurriera el siglo XIII, pero sin interferir violentamente. La misión va fracasando ante la obcecación generalizada, en tanto uno de ellos, conocido como Don Rumata (Leonid Yarmolnik), empieza a ser considerado como una especie de divinidad, mientras se traslada por diversos sitios, sólo para acabar concluyendo la dificultad que implicaría ser un dios en estas tierras plagadas de barbarie y vociferaciones.

A lo largo de tres horas, seguimos a una cámara que se pasea y acompaña al personaje en su periplo por las callejuelas y lugares de la ciudad en ruinas, a través de prolongadas secuencias que se van enlazando casi de manera líquida; de pronto la toma se enfoca en lugares impredecibles para dar una perspectiva de la estrechez como forma de convivencia, o para ubicar el detalle de algún bizarro encuentro entre personas que aparecen sin un propósito claro, deambulando en espera de alguna instrucción u oportunidad para sacar ventaja, entre el amontonamiento de cuerpos con sus respectivas excrecencias.

El pensamiento queda cancelado para dar paso al fanatismo, mientras más grotesco mejor. La mayor parte de los personajes, portando vestuarios de significación social, presentan deformidades físicas, expuestas constantemente frente a la cámara a la que parecen buscar, como para enfatizar gestos que denotan, también, estados mentales en perpetua alteración: así, varios encuadres se construyen a partir de una saturación de personas, animales, objetos y artefactos que invaden la perspectiva, y que por momentos conjuntan diversas amplitudes de plano, permitiendo ver hacia el fondo de la escena.

Esta absorbente propuesta visual en aceitoso blanco y negro, en conjunto con una apuesta de sonido que hace transpirar a las texturas presentadas, termina por involucrar al espectador que en cierto momento ya se siente parte de todo este podrido ecosistema, en el que apenas se puede ver un árbol de vez en cuando, o un cielo apagado, en espera para enviar la nueva precipitación. Suciedad como parte de la normalidad en cuerpos, rostros y ambientes; saturación repelente, enfermedades cual plaga, vísceras expuestas; objetos que remiten a un medioevo farragoso, como los instrumentos de tortura o las rústicas jaulas: pudiéramos estar en los alrededores del siniestro monasterio de El nombre de la Rosa (Eco, 1980).

Una película pertinente frente a los tiempos que corren: desprecio por la ciencia y la tecnología; manifestaciones artísticas que pueden acabar cual poesía ahogada o música olvidada; seguimiento ciego y adulación perpetua, pase lo que pase; desprecio por los demás, considerados estorbos, meros obedientes objetos de uso o sujetos de castigo popular para canalizar los instintos destructivos de la comunidad; control y segmentación precisa de clases y roles y, en general, descomposición generalizada. Puntual crítica que podría dirigirse en un principio a la misma Rusia en la etapa de Putin, pero que alcanza a otras sociedades viviendo momentos de oscuridad racional.



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