sábado. 20.04.2024
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VESÁNICOS CAPTURADOS

Tachas 403 • El Cazador de Instantes • Rodolfo Herrera

Rodolfo Herrera

(Homenaje al fotógrafo Roberto Rosas)

fotos
Tachas 403
Tachas 403 • El Cazador de Instantes • Rodolfo Herrera



Por el centro de la ciudad, a media mañana, con sus largos pasos, un hombre recorría las calles. Un fantasmón alto y huesudo, de cabeza ya sin pelo. Enfundado en un gastado traje de dos piezas: pantalón entallado sobre las piernas flacas y bajo el saco, que de tan viejo parecía caía a pedazos, una raída camisa, en otro tiempo blanca. Pareciera usar la ropa de un pariente lejano, cuya talla no alcanzaba a cubrir del todo las largas extremidades de su cuerpo.

Había en su persona algo de misterio, con un semblante más de muerto vuelto a la vida, que de vivo al borde de la tumba. Tenía tinte de eternidad, como esas momias de Guanajuato exhumadas muchos años después de su muerte, con apariencia acartonada y que exhalan un rancio olor a madera y polvo.

Su rostro, sobre todo su rostro, afeitado cada mañana, era de una expresión enigmática, con ausencia absoluta de expresión, al menos de emoción humana. Su frente alargada hasta la nuca, surcada por hondas arrugas que le daban un aspecto de meditación pasiva, inmóvil, como si el pensamiento se le hubiera congelado sin oportunidad ni tiempo para desplegar sus alas y surgir a la luz.

Bajo sus escasas cejas, casi imperceptibles, dos pequeños ojos pardos de pupilas profundas, casi sin luz, miraban fijamente, como los ojos inmóviles de animales disecados.

Sus movimientos eran lentos, sistemáticos, como los de un autómata, y su voz tenía una extraña suavidad, una beata dulzura, como si hablara un santo. No se irritaba nunca. El desdén no le inmutaba ni la ofensa le hería. Era un solitario en medio de la muchedumbre.

Se decía de él que había sido un fotógrafo famoso que gustaba de capturar imágenes de la gente y la ciudad de su tiempo. En un gastado portafolio de piel cargaba, como joyas invaluables, algunas viejas fotografías y una histórica cámara al hombro. Acudía con sus conocidos para vender uno de sus tesoros por dos o tres pesos, y aun así había ricos que le mendigaban hasta arrebatarle gratuitamente su riqueza.

Le llamaban El Cazador de Instantes. La gente lo miraba con respeto por extraño, por profundo, por hermético, por ausente.

Uno de esos días, se detuvo en silencio en un extremo de la Plaza Principal y, con gesto de dignidad, arrojó sus fotos y cámara al suelo. Un tanto pensativo, dijo:

—Cada hombre lleva en sí mismo una partícula del soplo divino del creador, un germen, un chispazo de genio, que sólo espera una oportunidad, el momento propicio para rebelarse e irradiar. Para algunos el tiempo llega, mes para otros, la chispa fulgura un segundo en las tinieblas y se extingue, como el grano que cae en el lecho granítico. ¿Se han preguntado alguna vez quiénes son, y de lo que son capaces? ¿Conocen su vocación y saben cuál es la aptitud, el sendero que les corresponde seguir? ¿Quién soy yo? Átomo animado donde caben todas las posibilidades, pero lo ignoraba al borde de mi cuna, llegó a sentarse un día la musa que colma de dones a los privilegiados, a sus elegidos, para encender en mi frente la buena estrella. Bien está haber nacido un Leonardo o un Miguel Ángel, dotado de la fuerza creadora que infunde vida al mármol; un Beethoven que a pesar de su sordera desciende la divina armonía de las esferas celestes; ser un gran capitán como Alejandro, Aníbal o Bayardo, o un ilustre caballero andante como don Quijote. Tener en la mano un cincel, una paleta o el arco de Guillermo Tell. Surcar el mar en frágil carabela para clavar el estandarte de la conquista en un mundo que surge del misterio. Inmortalizar el nombre, con letras de oro, en el libro de la Historia, para después dormir, ennoblecido por la leyenda, en un sarcófago tallado en la roca como Carlomagno, envuelto en una clámide como Temistócles, amortajado para todos los siglos en el corazón de una pirámide como Ramsés o metalizado en Oricalco como los Caballeros Amantes de Antinea en la perdida Atlántida. Pero ser nadie, vegetar entre la sombra y la miseria, ser infecundo, estéril, impotente para legar a la posteridad un noble gesto, un alto ejemplo, o tan siquiera una obra de arte, es verdaderamente una vida desperdiciada.

El cazador de instantes se fugó entre la gente como víctima herida en busca de oscuro refugio donde gastar el último segundo de su existencia. Nunca más se le volvió a ver, igual como había pasado los últimos años de su vida, sin que nadie lo viera.

Unas cuantas fotos quedaron dispersas en el pavimento. Eran de personajes singulares que recorrían las calles céntricas de la ciudad. En cada reverso, con una elegante caligrafía, describió su vesánica manera de vivir ante la mirada indiferente de la sociedad.

 

 




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Rodolfo Herrera Pérez es miembro del grupo Alqui-graphos y de la Red Estatal de Tertulias Literarias Guanajuato.

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