jueves. 18.04.2024
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Cine • El espejo se rajó de parte a parte • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

El espejo roto (Hamilton, 1980)
El espejo roto (Hamilton, 1980)
Cine • El espejo se rajó de parte a parte • Fernando Cuevas


Tomamos prestado el título de la conocida novela de Agatha Christie, convertida en película bajo el título El espejo roto (Hamilton, 1980) con reparto multiestelar, para revisar un par de filmes de horror en los que esos maravillosos, surrealistas, misteriosos y por momentos siniestros objetos, forman parte sustantiva de la narración, como en ciertos cuentos de Borges y de Ende: cuando se supone que deberían devolver nuestra imagen se convierten en una ventana a otros mundos que, al final, terminan por relacionarse de incomprensibles maneras con las vidas reflejadas. Un espejo que guarda no sólo la imagen del momento, sino las que han pasado por su vista, transformándose mutuamente y asumiéndose como una caja de resonancia histórica.

La nada también está habitada

Henry James escribió el drama La otra casa (1896), en donde un joven banquero hace una promesa difícil de cumplir a su moribunda esposa. En una secuencia de La casa oscura (The Night House, EU-RU, 2021), se plantea que en algún momento de su relación, el marido le comunicó a su mujer que la mantendrá a salvo, aunque no queda claro de qué o de quién, incluso posibilitando que de sí mismo: ella vivió la experiencia de una muerte cercana pero se recuperó y después de varios años de matrimonio, ve cómo su cónyuge se suicidad sin tener la menor idea de porqué cometió ese acto extremo, el último que una persona puede decidir. O no. Y quedan siempre las grandes interrogantes, entremezcladas con las culpas, la frustración, el desprecio y la conmiseración.

Y entonces, la maestra ya en plena soledad, trata de seguir habitando el hogar largamente construido, tras atender a una madre quejosa por la calificación asignada a su hijo, viendo videos y sacando las cosas de su compañero de muchos años, entre el dolor, la frustración y la furia, hasta que empieza a sentir una presencia, cual vuelta de tuerca jamesiana, que apunta a ser el fantasma de su pareja: ruidos alertadores, mensajes telefónicos, huellas delatadoras, imágenes confusas… sueños y realidades que se entreveran, buscando la falla o la señal en el espejo, sin tener clara cuál es la realidad tangible y cuál su inquietante reflejo, dependiendo de qué lado del oscuro lago se encuentre y en dónde se ubique la pequeña lancha ahora mortuoria, recuerdo flotante del doloroso deceso.

El realizador David Bruckner (La transmisión, 2007; El ritual, 2017), enfocado en el cine de terror, dirige con la necesaria paciencia y tensión extendida para ir desarrollando la búsqueda que emprende la ahora viuda con el fin de develar los motivos del suicidio de su marido, cada vez más extraño y desconocido para ella, dados los hallazgos que va encontrando, como unos particulares planos de la casa a orilla del lago, fotografías de varias mujeres parecidas a ella y algunos libros esotéricos comprados en una librería; solo mantiene contacto con una amiga de la escuela donde trabaja (Sarah Goldberg) y un vecino que, como suele suceder, parecería saber más de lo que en un principio se presenta (Vondie Curtis-Hall). El encuentro con una joven que aparecía en las fotos del celular del difunto, solo produce más desasosiego.

Además del cuidadoso traslado en imágenes, que sabe jugar con las perspectivas, y una edición que integra con liquidez los momentos reales y terroríficamente oníricos, el guion de Collins/Piotrowski encuentra un poderoso vehículo en la actuación principal de Rebecca Hall, ya probada en estos trances enigmáticos tras Despertar de los muertos (Murphy, 2011), El regalo (Edgerton, 2015) y Tales From the Loop (Halpern, 2020), capaz de transitar con realismo del cinismo evasor al enojo irremediable, del absoluto abandono a la completa desazón y de ahí, por supuesto, al terror de ir descubriendo y experimentando qué significaba esa casa escondida que aparecía en otra orilla del lago (¿o en la misma?), cual clave central para comprender qué sucedió con su pareja: la incertidumbre puede ser más insoportable que descubrir una verdad que al final nos rebasa y nos deja a merced del vacío existencial, de la nada.

Caramelos filosos, enjambre vengador

Con base en el relato Lo prohibido (1986), del también cineasta británico Clive Barker y retomando la cinta de Bernard Rose de 1992, llega Candyman (EU, 2021), en la que se vuelve a indagar sobre la historia de cómo un retratista negro de finales del siglo XIX que se enamora de una joven blanca, desata la furia del padre y es linchado por una turba que, después de golpearlo ferozmente, le colocó un gancho en lugar de la mano, lo llenó de miel para ser atacado por abejas y, finalmente, lo quemó para erradicarlo de la faz de la tierra, aunque este hombre regresa para cobrar venganza al ser invocado cinco veces frente a un espejo, sobre todo si se duda de su existencia.

En principio, se plantea que Candyman era Sherman Fields, un hombre acusado de regalar dulces a los niños con navajas en la década de los setenta, acribillado después por la policía, si bien después de su muerte siguieron apareciendo caramelos filosos, confirmando la inocencia de quien usaba como mantra el “dulces para los dulces”. Ahora esta narrativa es indagada por un pintor afroamericano en bloqueo creativo (Yahya Abdul-Mateen II) que vive con su novia curadora de arte pretendida por una galería en Nueva York (Teyonah Parris), en lugar de una socióloga blanca (Virginia Madsen), como ocurría en el anterior filme, si bien en ambos el escenario de la leyenda es el enclave urbano conocido como Cabrini Green.

Va quedando claro, entonces, que el hombre de los dulces es más una suma alegórica de las injusticias cometidas contra la población negra, que una persona en específico, convertida en una fuerza vengadora que agarra parejo, matando igual justos que pecadores. Así, de una empobrecida zona de Liverpool donde transcurrían los hechos originales, nos pasamos al Chicago de los noventa y de ahí, a los inicios de la tercera década del siglo XXI, en donde vemos parejas gays interraciales, un profuso ambiente artístico en el que participan afroamericanos ya fuera de los ghettos habituales y, al parecer, plenamente integrados en los círculos snobs de la Ciudad de los vientos, si bien el barrio permanece y llama, sobre todo cuando se trata de entender la propia identidad con base en el origen, materno en este caso.

En este contexto se desarrolla la cinta dirigida por Nia DaCosta, quien escribió el guion en conjunto con Jordan Pelee, con el esperado enfoque racial, colocando a la comunidad negra en el centro y a la luz de los acontecimientos que desembocaron en el movimiento Black Lives Matter. A pesar de perder cierto rumbo hacia el final y meter algunas secuencias con calzador (la de las estudiantes en el baño, por ejemplo, solo porque una de ellas vio la muestra artísti), la cinta se va construyendo con solidez, sobre todo a partir de una refinada puesta en escena que se alimenta de los encuadres donde aparecen, justamente, los espejos, incluyendo amenazantes recorridos de la cámara que sabe jugar con el fuera de campo y los planos para generar más tensión.




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