NOVELETA
Noveleta • La ciudad de los huérfanos [I] • Óscar Luviano
Óscar Luviano

La puerta del baño
Amanecía de a poco, casi de limosna.
A cambio del horizonte que los Luviano habían dejado en El Mármol —el pelaje de los montes colorados, el ejército de arpas de los maizales, el arenoso siseo del río agreste—, destellaba un sol siempre acuoso, emergido como un planeta desechado de la lenta línea del canal negro, entre las humaredas lentas e ingrávidos que las fábricas arrojaban día y noche. A su paso dejaban un polen de fibra de vidrio, que irisaba los basurales, los techos de lámina, las calles sin nombre.
La claridad era, pues, apenas una promesa, y en ella mis tíos y primos se levantaban de los colchones tendidos en el piso al mandato de la radio de pilas de mi abuelo Carmen. Se vestían sin mirarse, se apelmazaban el pelo con el agua que tomaban de una cubeta, masticaban algo de nada, una rebanada de pan Bimbo, alguno de los magros frutos de la higuera de la que se mecería la cabeza del primer muerto.
Salían pues, rumbo a la escuela o a la vida, a través de calles que más que calles eran huecos entre las casas regadas al azar. Pero por la mano de Señor, insistía mi abuela Ricarda, con el mismo gesto de espantar moscas con el que les daba la bendición a mis tíos Felipe, Alfredo, José y Mario.
La encontraban en el patio, bien despierta, regando la higuera temblorosa, apenas enraizada en aquellos suelos de salitre y relleno sanitario. Todo lo que mi abuelo intentó sembrar murió, o se levantó apenas de entre los guijarros con tallitos hechos de ceniza. Amargos al tacto. Tomates que eran apenas un puño de papel tinto, calabacitas de unicel. Excepto la higuera.
De haberme quedado con el relato de mis tíos, la llegada de los muertos se habría dado como en un sueño. Un día, entre aquel empujarse el cansancio del taller mecánico y el mal sueño, tan parecido a pisotear una sombra ajena para hacerla propia, abrieron los ojos y ahí estaban: los rasguños en el techo de asbesto, el gato que hablaba lenguas, las veladoras multiplicadas que se apagaron con un soplo que venía de ninguna parte…
La verdad es que, de aquellos tiempos, mis tíos (y supongo que mi abuelo Carmen) recuerdan poco, y sobre todo a la puerta del baño. Su mayor orgullo.
La compraron con el mismo lote que el resto de los materiales.
Incluía ladrillos de adobe, láminas de asbesto, varillas, marcos de madera, costales de cemento llenos de pedruscos y la puerta. La mencionan antes de confesar el regreso de mi tío Jorge, desnudo entre los tubos encarnados y el tintineo del electrocardiograma, antes del cruento debate sobre la frase exacta dicha por el gato.
Según mi tía Alba, tenía un ángel trenzado en hojas de oliva al centro Decía mi tío Mario que no: una serpiente y una manzana. Decía mi abuela Ricarda que exageraban, y que era una cosa horrible y negra, flaca y alta, que sobresalía del cobertizo del baño como el monolito de la película esa, la de los changos que nadie entendía, y cada que iba al daño se acordaba de los monos esos, y se sentía como uno, cagando a cielo abierto.
Y es que la puerta era hermosa, pero ya no les alcanzó para ponerle techo al baño.
En lo que sí están de acuerdo es que pesaba y era alta, como debían de ser las mismísimas puertas del Paraíso, como aquellas de cuerno y marfil donde sueños verdaderos y falsos se confunden y nos guían o nos pierden.
La destinaron a la cuadra sin techo con que rodearon el pozo séptico, y la veían ahí, a través de su ventana, al regresar del trabajo y de la escuela, al otear si las aguas del canal seguían en su lugar durante los aguaceros.
Era su monolito negro, orgullosa y restallando contra la resolana inclemente, como la promesa de algo que nunca llegó. Era tan poderosa que resultó una de las pocas zonas de la casa que no se venían abajo cuando la lluvia desbordaba el canal.
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Óscar Luviano (Ciudad de México, 1968). Narrador y poeta. Cuentos suyos se incluyen en Nuevas voces de la narrativa mexicana (Planeta, 2003) y en Así se acaba el mundo (SM, 2012). Colabora en diversos medios y publicaciones.