NOVELETA POR ENTREGAS
La ciudad de los huérfanos [IV, La grúa] • Óscar Luviano
Mi tío Rogelio y sus amigos tomaron su lugar entre la patrulla detenida a la vera del Gran canal, con las luces incoherentemente encendidas a esa hora del día, y la ambulancia con una cruz verde al costado. Las orugas metálicas de la grúa se hundían en el barro. El buzo guiaba las acciones con una mano en alto. A la derecha, a la izquierda. Ahí. Su gancho era enorme y obsceno. Las cadenas se hundieron en el agua sin un chapoteo. El buzo levantó los brazos en un intento por sumergirse en esa agua densa como atole, entre los islotes de basura. Sin éxito. Terminó por rebuscar con las manos doblado sobre sí mismo. Los niños y las señoras, que se habían acercado con las veladoras listas, guardaban el silencio que sólo guardaban ante las revistas de encueradas. En esa quietud, la de los policías campechaneando una moralidad de tamal y un trago de atole, se escuchó con claridad de trueno el golpe de los eslabones cuando las cadenas se tensaron en el aire, y la grúa exhaló sus chorros de vapor para levantar el cuerpo.
Era como si los labios del agua lo moldeasen conforme lo arrancaban del Canal. Aquella boca lo devolvía armado sin pericia, hinchado, con las ropas desgarradas, chorreando un agua extrañamente clara a través de las heridas en el pecho. Agua y agua y agua. Chorreaba del pecho cuando los policías lo recibieron en la orilla, aferrando sus piernas de piñata, y escupió un cuajo de barro y el calcetín con que lo habían acallado cuando lo descolgaron del gancho y lo recostaron boca abajo en la tierra. Mi tío Rogelio le contó a mi abuela que tenía los cuatro bolsillos del pantalón todos de fuera.
Al ver al difunto tendido ahí, como una torpe sirena, mi tío Rogelio y sus amigos comenzaron a reír sin freno. Las señoras que rodearon a la víctima con veladoras y un rosario creyeron que les poseía el mariguanismo de las nuevas generaciones. No sabían que los niños, en ese momento, elegían, para toda su vida, entre el horror y la risa que cierra la puerta.
Nadie, en todo caso, les pidió que dejaran de reír; ni policías ni paramédicos. El único que les dijo algo fue el buzo. Tan cubierto de mierda y grasa como acabaría mi tío Alfredo, fue a sentarse junto al muerto. Un minuto en silencio. Le dio una palmada, y se puso de pie de un salto. Maniobró válvulas y mangueras, escupió en sus googles, y tras cambiarse los tanques de oxígeno, les prometió a los niños de San Felipe de Jesús con un guiño del ojo:
—No se vayan: hay más.
Por eso mi tío Rogelio llegó demasiado tarde. Le salieron con que Felipe y Ramiro habían echado a su gato en un saco. ¿Al Canal? No sé. ¿Los gatos nadan? Si aprendió italiano, a la mejor se da maña.
Agotaron la tarde en caminar, turnándose el saco. Lo llevaban con los brazos en alto, lejos del cuerpo, en silencio aterrado, pues el gato ni se movía ni maullaba, limitándose a pesarles como si llevaran piedras. Caminaron y caminaron hasta bien entrada la Calzada Ignacio Zaragoza. Pensaron en arrojarlo a las obras del metro (el túnel era profundo y por doquier había charcas de cemento fresco), pero temían represalias.
Eligieron la primera esquina tras la puesta del sol, y dejaron con mucho cui-da-do el saco sobre la banqueta. Dice mi tío Felipe que cuando miró por encima del hombro, el saco seguía igual, sin que saliera nada de su interior. ¿Se asfixió?
Por eso mi tío Rogelio no les contó sobre el cadáver, y mucho menos sobre la promesa del buzo. Tras vaciar sus bolsillos de tesoros que depositó en una caja bajo la cama, se tumbó boca abajo sobre los colchones apilados, y berreó por su gato. El káiser le lamió el barro de los pies lento, concienzudo.
Anunciados por el gato, los fantasmas tuvieron la entrada libre. Antes del verdadero y añorado, vino el ánima falsa de mi tío Alfredo.
Continuará…
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