jueves. 18.04.2024
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LA CIUDAD DE LOS HUÉRFANOS [V], NOVELA POR ENTREGAS SOBRE LAS ÁNIMAS DEL GRAN CANAL Y OTRAS MEMORIAS FAMILIARES

La ciudad de los huérfanos [V] • Alfredo • Óscar Luviano

Óscar Luviano

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La ciudad de los huérfanos • Alfredo • Óscar Luviano
La ciudad de los huérfanos [V] • Alfredo • Óscar Luviano


Que yo sepa fue, de todas las memorias que tenemos de mi tío Alfredo, la única en la que levantó la voz, él que siempre vivió en voz baja o tartamudeando. Le había tocado nacer prieto en una familia de rubios, y eso le heredó los rincones y las sombras.

Siempre fue lejano y rencoroso. En las fotos de familia, donde somos una multitud que revienta el cuadro, en cada Navidad o Año Nuevo, mi tío siempre aparece al fondo, apenas relamido por el flash, y con esa mirada que anuncia al futuro supervillano.

Bebía, golpeaba, abandonó a sus hijos y murió lejos. Nos enteramos por un correo electrónico un año después de que una larga e indeterminada enfermedad se lo llevó en el invierno gringo. Nunca nos hemos preguntado qué habría pasado si los ojos verdes de mi padre le hubieran sido reservados, o si el cabello de miel de mi tía Alicia... Todo lo que sabemos cierto es que era moreno, y mis otros tíos no, y eso era, de algún modo, un insulto nunca proclamado, pero que siempre hizo dudar a mi abuelo Carmen.

De manera que vivió del mismo modo en que hirió a los que le amaban: en voz baja o tartamudeando. Quizá por ello no supo gritar cuando le agandallaron rumbo a casa de mis abuelos, a unas calles apenas. O tal vez intentó defenderse con esa mirada enrojecida con la que nos apartaba de su paso.

Sea lo que sea que hizo o no, sirvió de poco frente a los asaltantes. Tal vez, como hacían sus hermanos, lo llamaron Memín mientras lo pateaban sobre el suelo terroso de las calles de San Felipe de Jesús, o le cantaron, como sus compañeros de escuela le cantaban, Negrito Sandía, mientras lo desnudaban y arrastraban su cuerpo, desollando su espalda, hasta la orilla del Gran Canal.

Las aguas lo recibieron con su coaguleo de atole.

Me pregunto si tuvo coraje para abrir los ojos en esa sombra de las sombras que eran las aguas. Si en aquella agua muerta, en lugar de ese silencio que es el bramido de la corriente, escuchó voces y súplicas, o el gentil llamado de rostros iridiscentes que lo llamaron a unirse, a dejarse ir y habitar para siempre y por siempre bajo el lento cielo de los ahogados. Y si fue que, por timidez, se negó a tomar las manos que le alentaban a descender.

—¡N-n-no, gra-gra-cias! ¡Aho-ho-ho-ri-tita no!— pidió disculpas, las aguas negras entraron a puños en sus pulmones.

Y fuera porque se sabía indigno del paraíso (aquellas manos, aquellas ánimas eran tan blancas) o porque su instinto de supervivencia era más fuerte que la tristeza de ser quien era bajo la piel incorrecta; por ello o por razones que ya no puede revelar, las aguas le escupieron sobre la orilla.

Despertó al asombro de tantas estrellas en el cielo.

Desnudo y tan cubierto de mierda y sangre como un recién nacido, vagó hasta reconocer la puerta de hierro y al Káiser. Apenas y lo vio, el perro levantó las orejas y corrió a refugiarse en el baño.  Entonces sintió el suave roce del gato italiano contra sus piernas. Aunque estuvo a punto de hacerlo tropezar, lo tomó en sus brazos. Ronroneaba.

—Pi-pi-pinche gato. ¿Pues qué no te tiraron?

Los pasos que le separaban de la puerta resultaron incontables. Desde muy arriba, desde muy lejos, le llegó el ruido de los cubiertos, los reproches de mi abuela, mi llanto, el tibio consuelo del olor a café. Ponían la mesa para cenar. Al pasar al lado de la higuera en el centro de la milpa frustrada, le pareció que desde lo alto de la enramada le sonreían. Dejó al gato en el suelo, entre espinacas marchitas, y tocó la puerta. Tuvo que hacerlo de nuevo: en el interior las risas y el olor de los frijoles refritos no menguaban. Vio por la ventana que mi abuela acudía a la puerta. El foco del techo le deslumbró.

—Ma-ma-ma-mamá...— suplicó.

MI abuela le cerró la puerta con un grito. Mi tío Alfredo se quedó con la súplica en la boca. ¿Qué pasó, mamá?, preguntó mi tío Mario, pero mi abuela no les dejó acercarse a la puerta con manotazos de advertencia. De espaldas contra la chapa y llevándose la mano a la medallita de la Virgen, exclamó:

—¡ÁNIMA, YA NO ERES DE ESTE MUNDO! ¡REGRESA A LA LUZ!

Mi tío Alfredo tocó de nuevo. Suavemente, triste. No le abrieron. Escuchaba con claridad el arrastrar de la mesa para apuntalar la puerta. Los rezos de mis tías. Los ladridos del Káiser desde el baño. Entonces el silencio, cuando todos fueron a refugiarse a la habitación del fondo.

El ronroneo del gato contra su pecho le convenció de que no le iban a abrir. Gritó por única vez en su vida y de corrido:

—¡SOY ALFREDO!

Y echo a andar, pisoteando los tomates desinflados, dejando huellas como de chapopote. Así le vieron cuando salieron al fin, escudados tras mi tío Felipe armado con el crucifijo y la escoba.

De algún modo, fue la última vez que lo vi, aunque estaba debajo de la cama, en los brazos de mi madre, y no entre aquellos que le persiguieron para suplicarle que volviera, agitando unos pantalones. Y es que es la única vez que se le menciona en alguna historia de la familia.

Para mí no ha regresado. Se aleja más allá de la milpa inútil de mi abuelo, desnudo, con el gato maldito acunado contra el pecho, y se pierde en la sombra de las sombras, tartamudeando su rencor.

Continuará…

Entregas anteriores:

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo  III

Capitulo IV


 

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