DISFRUTES COTIDIANOS
Tachas 487 • Los Lakers o cómo construir una franquicia ganadora • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas
Como en todo deporte de conjunto, a pesar del indudable peso de las individualidades, el básquetbol guarda historias memorables tanto de gestas grupales como de fracasos dignos de reconocimiento. En The Last Dance (2020), nos acercamos de manera casi a ras de duela al fuerte significado de Michael Jordan no solo para los Bulls de Chicago, sino para la NBA y el deporte en general durante los noventas. Toca el turno a otra gran franquicia que despuntó sobre todo a partir de la década de los ochentas, fortaleciendo, de paso, la idea del espectáculo como centro de atracción para ampliar el rango de los aficionados al baloncesto.
Y justo esa premisa sustenta el desarrollo argumental de la elusiva serie Lakers: tiempo de ganar (Winning Time: the Rise of The Lakers Dinasty, EU, 2022), creada por Max Borenstein (Swordswallowers an Thin Man, 2003; escritor de ¿Cuánto vale la vida?, 2020, y de las películas recientes de Godzilla); y Jim Hecht (La era del hielo 2, 2006), y estructurada en 10 capítulos que privilegian a alguno de los personajes involucrados sin perder el contexto general de la renovación de la franquicia. Se narra en particular el draft de 1979 y la preparación y desarrollo de la temporada de 1980 en la que, se sabe, resultaron campeones al vencer a Filadelfia en la serie final, si bien esperaban toparse de frente contra los Celtics y su arrogante dueño con todo y sus anillos ganados.
La serie busca ser abarcadora al contemplar los distintos componentes del equipo: los jugadores y sus vidas fuera de la duela; los entrenadores que van y vienen; un poco de los rivales, sobre todo de 76’ers de Filadelfia y los Celtics, en particular la figura antagónica del gran Larry Bird, aquí en plan pendenciero (Sean Patrick Small), y finalmente, el aparato administrativo liderado por el nuevo dueño, un hombre arriesgado de vida disipada, que mueve dinero de un lado para otro, negocia hasta lo imposible y mantiene el propósito firme de crear una nueva franquicia dentro de la NBA, con toda la espectacularidad necesaria tanto en la forma de juego como en los elementos que la rodean, entre porristas e instalaciones propicias: el show debe continuar.
Por lo que toca a los jugadores, además de revisar las relaciones y jerarquías que se establecen, se retoma sobre todo la contratación del novato estelar Magic Johnson (Quincy Isaiah, desenfadado) y su proceso de adaptación al equipo, manteniendo siempre la sonrisa, poco a poco deslumbrándose por la fama y el dinero y alejándose de sus orígenes familiares, novia incluida (Tamera Tomakili); a Kareem Abdul-Jabbar (Solomon Hughes, inamovible) y su misticismo, así como su liderazgo y aparente desapego de la necesidad de triunfar, hasta que requiere que el equipo gane, y a Spencer Harris (Wood Harris) y sus problemas de adicción y como padre de familia.
En relación con ellos, se presenta al conjunto de entrenadores, empezando por Jerry West (Jason Clarke, explosivo), cargando con sus propias dificultades emocionales y atrapado entre la renuncia definitiva y la permanencia como asesor; el obsesivo y metódico Jack Mckinney (Tracy Letts, implacable), entrando al quite e imponiendo su estilo hasta que tiene que ser sustituido por su segundo de a bordo, Paul Westhead (Jason Seagel), soltando frases shakespereanas para superar sus inseguridades y apoyado por Pat Riley (Adrien Brody, oportuno), recién retirado que no tuvo mayor suerte como comentarista pero que se coló de último minuto como asistente, dadas las circunstancias. Entre acuerdos, codazos, diferencias y momentos de alta tensión, van sacando al equipo adelante.
Y está, finalmente, el equipo gerencial, encabezado por una muy eficiente Claire Rothman (Gaby Hoffmann), quien se apoya en Jeani Buss (Hadley Robinson), la hija del dueño jugando un papel difícil pero con ideas que tienen potencial; están además, miembros del staff (Brett Cullen, Stephen Adly Guirgis), quienes colaboran en las grandes negociaciones fuera del campo y con las decisiones importantes al momento en el que empieza a correr el reloj. Dirigiendo todo el asunto, aparece el arriesgado nuevo dueño Jerry Buss (John C. Reilly, desatado), tomando decisiones temerarias pero con el claro objetivo de convertir al equipo en una franquicia ganadora, a pesar de ser un recién llegado: parece solo hacerle caso a su querida madre (Sally Field en plan de titiritera).
Para apoyar las consistentes actuaciones, ahí está la abundancia de recursos visuales que se integran de manera oportuna al desarrollo del relato, gracias a una minuciosa edición que se advierte desde la presentación de los créditos mismos: ruptura de la cuarta pared, cámara detenida, letreros indicativos, alguna estatua que le habla al personaje, diálogos improbables, combinación de texturas en la pantalla, a veces dividida, edición vertiginosa, animación disruptiva, dislocación sonora e imprevistos llamados al espectador, ya imbuido en el ambiente con esas pertinentes inserciones musicales y momentos fiesteros.
Salvo las secuencias de los partidos, que no logran ser convincentes, la puesta en escena resulta absorbente, además recuperando en todo momento el espíritu de aquellos días en lo que el SIDA todavía era mayormente desconocido: no faltan los excesos con todo y los conflictos generados en todos niveles, así como los momentos de franca complicidad y camaradería. No obstante los resultados de los partidos son conocidos así como el resultado final de la temporada, se consigue darle un toque de tensión a cómo va evolucionando el conjunto y de qué manera van resolviendo los imprevistos, casi siempre con los dedos en la puerta, entre derrotas inesperadas y triunfos al filo del cronómetro.
Sabemos que Los Lakers ganaron cinco títulos de la NBA entre 1980 y 1991, llegando a disputar nueve finales, sustituyendo a los queridos Celtics como el equipo a vencer, con todo y su prepotente mandamás (Michael Chiklis). Entre toda esta locura de decisiones arrebatadas, apuestas altísimas y ajustes al momento, se logró construir un equipo con plena identidad y que le brindó a la liga un bienvenido toque de espectacularidad. La serie tiene la virtud de ir más allá de la duela, por lo que resulta interesante aún para quien no es seguidor del básquetbol, y sumergirse con dosis de humor en los entretelones de un equipo profesional, usualmente conocido solo por lo que sucede en el campo de juego. Acá nos metemos hasta la cocina, entre vestidores, entrenamientos, oficinas, hoteles, aviones, clubes nocturnos y recámaras. Y lo dice un Celtic fan.