CRÓNICA
Tachas 529 • Armónica El Centenario• Karla Gasca
Karla Gasca

Mi abuelo Francisco pasó los últimos años de su vida en un asilo para ancianos. Recuerdo que mi papá, que también se llamaba Francisco, guardaba una armónica en el cajón de la esquinera de la sala y únicamente disponía de ella cuando íbamos a visitar a mi abuelo, lo cual sucedía un par de veces al año. Mi abuelo tenía demencia y le costaba trabajo reconocer a su familia, aunque yo a veces pensaba que no era por la enfermedad. Mis tíos le regalaban cigarros Alas y debía estar atenta para quitarle el cigarro justo antes de que se consumiera, para que no se quemara aún más los dedos amarillos. Yo era una niña que no rebasaba los diez años y muchos de los ancianos del asilo mostraban entusiasmo al vernos a mí o a mis primos que apenas entendíamos lo que era esa casona gigante con paredes de color verde esmeralda y una Virgen de la Luz adornando el comedor. Creo que veían en nosotros el reflejo de sus hijos cuando eran pequeños, o se inventaban nietos imaginarios, o bien, recordaban a esos nietos que sí existían, pero que ya no los visitaban.
Lo cierto es que mi abuelo apenas nos reconocía, poca cosa recordaba ya de días pasados, pero la memoria se activa de formas misteriosas y cuando mi padre le ofrecía la armónica El Centenario, mi abuelo la tomaba entre sus manos y después de observarla, se la llevaba a los labios y comenzaba a soplar. Nunca he vuelto a escuchar música parecida, jamás he conocido a nadie que toque la armónica con ese entusiasmo frenético. Mis piernas se movían, poseídas por el ritmo de un blues endemoniado; mi padre aplaudía, pocas veces lo veía tan feliz y por un momento, aquel lugar triste, con olor a orina y humedad, se transformaba en un sitio luminoso. La música penetraba en las paredes, subía por las escaleras, se colaba en cada habitación y hasta el viejo más sordo parecía disfrutarla. La fiesta improvisada llegaba a su fin cuando alguna de las monjas del asilo pedía que guardáramos silencio y nos recordaba que los visitantes pronto tendríamos que retirarnos. Una vez en casa, papá guardaba la armónica en su cajón, detrás de los casetes de Cat Stevens y Santana.
Mi abuelo murió un día que no era de visitas. Estoy segura de que esa música, interpretada desde la ambigüedad de la demencia, entre la melancolía y la dicha inconmensurable, continúa resonando en las paredes del asilo
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Karla E. Gasca (León, Gto). Estudió Cultura y Arte en la UG. Ha publicado en revista Ritmo Imaginación y Crítica, Imaginario Fantástico Mexicano Volumen I de la UNAM, Entretextos de la UIA León, Revista Enjambre de la UG, etc. Cuentos suyos aparecen en las antologías: Para leerlos todos (2009), Poquito porque es bendito (2012) y Presencial, memoria del encuentro entre colectivos literarios del Seminario Amparán (2021). Coordinó la antología Crestomatía-Gymkata que reúne textos de 10 autores guanajuatenses como parte del programa Apoyo a Espacios Culturales Independientes en la categoría de edición y promoción de libros (2020). Forma parte del colectivo Mar de nombres.