domingo. 08.12.2024
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ENSAYO

Tachas 536 • La prisión política en Chile • Francisco Simon

Francisco Simon

Estadio Nacional de Chile, centro de tortura durante la dictadura
Estadio Nacional de Chile, centro de tortura durante la dictadura
Tachas 536 • La prisión política en Chile • Francisco Simon

Sobre la representación poética de la prisión en dictadura cabe destacar, en principio, el trabajo de Olga Grandón, quien recopila un corpus amplio de textos que abordan aquella experiencia. Entre otros, esta investigadora menciona Crónica del Reyno de Chile (1976) de Omar Lara, Anteparaíso (1982) de Raúl Zurita, Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez o Dawson (1985) de Aristóteles España; todos ellos isotópicos en el uso de “características testimoniales como una forma de expresión individual o colectiva”, cuyo objeto es “erigirse en memoria para la historia de un pueblo” (s.n.). Según Grandón el testimonio es el registro que articula como conjunto a todos estos textos, más allá del grado de experimentación por el que opte cada poeta. Es decir, que la prisión será enunciada principalmente mediante un pacto autobiográfico con el lector, capaz de remediar la irrepresentabilidad de la violencia sufrida por los sujetos.[1]

De acuerdo con Leonidas Morales, el testimonio constituye un registro transgenérico y transhistórico susceptible de ser actualizado en diversos modelos de composición literaria. Este puede ser el registro de géneros ficcionales como la novela o la poesía, o bien, la escritura de géneros referenciales, como la autobiografía, el diario íntimo, la carta o la crónica;[2] de esta manera propone que el testimonio “es siempre un relato en primera persona: en él alguien, un yo, habla y dice haber visto u oído tal o cual cosa, y lo que dice es un elemento de prueba, que establece o contribuye a establecer una verdad […] (incluso una verdad aparente, engañosa)” (23- 4). Por tanto, se trata de un tipo de enunciación que apuesta más que a la verosimilitud, a la veracidad de la representación, de modo que los hechos narrados por el testigo sean leídos como sucesos históricos.

En este sentido, Giorgio Agamben caracteriza la enunciación testimonial como “una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar” (153). Esto significa que el testimonio opera de manera paradójica, al expresar la desubjetivación que implica para el testigo decir una violencia que, por extrema, es imposible de nombrar, a pesar de su existencia efectiva. Según Agamben, “el testimonio del superviviente únicamente tiene verdad y razón de ser si suple al del que no puede dar testimonio” (157). Aunque se trate de una narración en primera persona, ella siempre representa la voz de otro: no solo la de quienes ya no pueden hablar; sino también la del propio superviviente, cuya experiencia deviene para sí en alteridad. Por ello, el yo testimonial es el deíctico de un sujeto que se halla en conflicto con la lengua, escamoteando entre restos de palabras la posibilidad de comunicar lo indecible.

Para el caso de la poesía que testimonia la prisión en dictadura, esta se inicia con los versos que escribe Víctor Jara en el Estadio Chile, donde fue asesinado: “¡Canto qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto! / Espanto como el que vivo, / como el que muere, espanto” (126). La reiteración del espanto manifiesta la imposibilidad de comunicar el horror, cuya vivencia se vuelve decible solo en la repetición compulsiva del mismo significante, como si en aquella monotonía se encontrase la clave para pormenorizar el trauma vivido. Naín Nómez, en este sentido, plantea que aquí reside un gesto inaugural en la “búsqueda de nuevas fórmulas escriturales para dar cuenta de una realidad reprimida, escindida, fragmentada” (89). Para los poetas del período decir la violencia es una tarea difícil, no solo porque implica simbolizar eventos irrepresentables, sino también por la censura del régimen, que retraumatiza sus discursos. Por ello, y como agrega Óscar Galindo, el testimonio emerge para tensionar “el lugar del sujeto, la voz perdida, la historia de vida que busca reafirmarse en la escritura” (204). Las estrategias que deberán adoptar los poetas para hablar sobre la prisión política serán diversas, dotando de elasticidad las posibilidades de enunciación testimonial.

Al respecto, una primera variante que podemos identificar corresponde a aquellos textos que producen un discurso autobiográfico sobre la vida en prisión. Aquí se ubica, por ejemplo, el testimonio de Aristóteles España en Dawson (1985), que da cuenta de su paso por aquel campo de concentración de 1973 a 1974. España relata episodios desde su llegada hasta la salida del campo, proporcionando detalles sobre las prácticas de violencia a las que fue sometido: “los Agentes de Seguridad no nos dejan dormir, / interrogan y torturan” (17); “me aplican corriente eléctrica en el cuerpo” (39); “escupen nuestros rostros, nos botan en lo más hondo de la mierda” (51). España representa la represión “como un gas venenoso lleno de burbujas / que salen de las fauces del Tirano” (26), recurre al tropo del monstruo caníbal para simbolizar las tecnologías disciplinarias de la dictadura, en cuanto la suya es una subjetividad reducida a la pura maleabilidad del cuerpo.[3]

Otros textos adscritos a esta enunciación autobiográfica de la prisión son Crónica del Reyno de Chile (1976) de Omar Lara y Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez. En el caso de Lara, los textos testimonian episodios relativos a su paso por la Cárcel de Valdivia en 1973, subrayando el dolor que significa la separación familiar: “Hoy he visto a mis hijos. / Me notan más delgado. / Me dicen que me vaya / con ellos / que hasta cuándo” (19). Lara plantea la proyección de la violencia sobre los afectos familiares como una extensión dolosa que irradia la cárcel fuera de sí, conquistándolo todo. Fenómeno similar que representa Pérez, quien, desde la prisión en Isla Quiriquina, atestigua este dolor en la correspondencia que comparte con su esposa, Natasha: “Me tienes y te tengo. / Y es lo único que tengo. / No se lo pedí a Frei. / No me lo dio Allende. / No me lo quitará la Junta Militar” (16). En la singularización de la pareja como único vínculo que todavía pervive se expresa la desubjetivación del hablante, cuya vida no se desploma solo gracias a la sinécdoque que ha fundado en su relación amorosa.

Asimismo, otro aspecto importante en la escritura de Pérez es la intercalación de recortes de prensa, que amplían el registro testimonial. Pérez le otorga valor político a la poesía al crear una imaginación antagónica de la razón militar, por lo que este autor objeta los relatos periodísticos a favor de la dictadura. Por ejemplo, el texto recobra una portada del diario El Sur, propiedad de El Mercurio, que titulaba: “¡Estamos muy bien! ¡Los presos en la Quiriquina!”, y la sobrescribe con un texto que dice “Los ovnis existen” (34). O también replica el enunciado de Óscar Bonilla, ministro del Interior de la Junta, “Nada tienen que temer los que nada han hecho”, con “Salvo la prisión, la cesantía y tu ausencia” (24). Mediante estas operaciones, e incluso con humor, Pérez hace del testimonio un discurso contrafactual del régimen, disputando la memoria histórica que la prensa busca instaurar.

Una segunda vertiente para representar la prisión se relaciona con testimonios ficcionales que crean una voz en primera persona que no se condice con el autor, pero que sí elaboran el horror del encierro. En esta línea encontramos, por ejemplo, La forma de los muros (1983) de Thomas Harris, que recrea el viejo tópico del theatrum mundi en carcer mundi, pues la realidad completa es metaforizada bajo el signo de una prisión.[4] Situado en la Cárcel de Concepción, el sujeto dice “Estábamos en el teatro: / en Chacabuco 70” (18) y añade “Era Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos / en Tebas. Era Treblinka el lugar de la comedia y no / estábamos en Treblinka” (21). En este texto, cárcel y teatro se disocian: la reclusión es imaginable solo como ficción. La violencia que gobierna la prisión y el mundo no puede ser descrita verazmente, por lo que la alternativa es representar un delirio teatral, de modo que allí se hagan inteligibles los efectos del autoritarismo sobre el sujeto.

Otro texto que desarrolla un testimonio ficcional es Bobby Sands desfallece en el muro (1983) de Carmen Berenguer. Como indica su título, esta vez el testigo es Robert Sands, político irlandés que muere en huelga de hambre tras ser encarcelado por el gobierno de Margaret Thatcher. El texto es una bitácora que, en la voz de Sands, relata los días y el deterioro que padecen su psiquis y cuerpo. El testimonio no narra solo la biografía, de Sands, sino también la de los presos y familiares que hicieron huelgas de hambre en dictadura. Sands dice: “Puro mar es tu aroma / en mi cuarto / Son tus fauces diente / Es tu espuma la roca / que tapiza tu cielo feraz” (“Día 31”), es decir, recobra el primer verso de nuestro himno nacional y lo parafrasea, para luego suspender la imaginación edénica del texto original con el significante ‘fauces’ y sustituirla con una depredación opuesta a la inanición del sujeto. En la antítesis entre la voracidad del régimen y el hambre de las víctimas, se nombra la violencia del Estado contra la ciudadanía.

En Berenguer, la gravedad de la huelga implica decir el testimonio en la palabra y el cuerpo del sujeto, lo que se textualiza en caligramas que desplazan los efectos de la prisión hacia la página: en el “Día 50” de la huelga, los versos dibujan columnas que imitan los barrotes de la cárcel, mientras el sujeto dice “Haz una raya en mi ombligo / Haz una raya en la pared / Haz una línea en el muro / Haz una línea vertical / sobre el lecho de muerte”. Así, Berenguer crea un testimonio en que cuerpo y página se metaforizan el uno en la otra como objetos de sacrificio. La entrega de su cuerpo “Como único modo / de cambiar la pólvora por jardines de paz” (“Día 44”) se materializa en el caligrama donde la página es un medio que otorga sentido al agravio de las víctimas.

Sin pretender un examen pormenorizado de la poesía sobre la prisión en dictadura, lo que me interesa es reconocer algunas estrategias con que se testimonia la reclusión política. De esta forma, hemos identificado dos tipos: por una parte, la creación de testimonios autobiográficos, en poetas como España, Lara o Pérez; y, por otra, testimonios ficcionales, en Harris y Berenguer. Asimismo, hemos reconocido diversos recursos textuales: la descripción física y psíquica de la reclusión, tropos como el canibalismo o la cárcel del mundo, la contraposición con archivos de prensa y la escritura de caligramas, entre otros. Ahora analizaremos si estos recursos se replican en los textos de Pinos y Carreño, cuando actualizan el testimonio sobre una prisión que criminaliza a las personas no en función de su ideología, pero sí debido a razones aporofóbicas. Si en dictadura los poetas hacen hablar desde la prisión a quienes han desobedecido la ley marcial, en democracia ese lugar es ocupado por las personas en situación de pobreza, toda vez que ellos son simbolizados ahora como los agentes susceptibles de amenazar la seguridad y el orden de la ciudad neoliberal.




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Francisco Simon (Chile). Doctor en Literatura.






 

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[1]    Junto a los ya mencionados, otros textos que Grandón destaca son Notas para una contribución a un estudio materialista sobre los hermosos y horripilantes destellos de la (cabrona) tensa calma (1983) de Mauricio Redolés, Mi rebeldía es vivir (1988) de Arinda Ojeda, Estrellando el muro (1989) de Nancy Solís, Primer arqueo (1989) de Clemente Riedemann y En una costilla del tiempo (1990) de Belinda Zubicueta

[2]    Morales discute la categorización que Margaret Randall hace del testimonio en tanto género literario. Para este autor, el testimonio no es un género, pues no emerge en un contexto histórico específico: “el relato del testigo, el testimonio, pertenece al grupo de las formas que, según Todorov, es imposible fijar ‘en un único espacio del tiempo’. Por el contrario, son formas ‘siempre posibles’, es decir, formas que han estado ahí, disponibles para el usuario, desde que la lengua existe” (24).

[3]    Carlos Jáuregui propone que “el tropo del monstruo caníbal tiene una larga tradición como metáfora política para la tiranía y contra el Estado de apetito insaciable que se come a sus propios hijos; en la Edad Media y el Renacimiento y luego en la cultura del Barroco no fue rara la visión del rey o tirano antropófago. Más tarde es el propio Goya el que parece acudir a la imagen de Saturno devorando a sus hijos como una metáfora del poder político y del decadente imperio español. La construcción del dominio español como una tiranía voraz fue común en el pensamiento de la emancipación” (33).

 

[4]    Según Curtius, el theatrum mundi es un lugar común desde la tradición clásica: “Platón habla de la ‘tragedia y comedia de la vida’. Estas profundas ideas […] contienen en germen la idea de que el mundo es como un teatro en que cada hombre, movido por Dios, desempeña su papel” (203). Más adelante, este tópico será desarrollado por la literatura cristiana del Medioevo, hasta consagrarse en el Siglo de Oro español: “Los actores del gran teatro del mundo son reyes y héroes, mártires y campesinos; hay fuerzas sobrehumanas que intervienen en los destinos; y por encima de todo está el orden creado por la gracia y la sabiduría de Dios” (210).