FE DE RATAS
Tachas 543 • Lo antológico y lo generacional [II] • Julián Herbert
Julián Herbert

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En su artículo “Por una poética retro”,[1] Josué Ramírez caracteriza así a El manantial latente:
Es el más logrado intento por describir los derroteros de la poesía en sus diferentes contextos e intereses particulares o de grupo que se ha dado desde las últimas dos décadas del siglo XX. Sin embargo, se cae en lo mismo: legitimar a un grupo o representantes de varios grupos, cuando la lectura de un paisaje requiere de una visión amplia y particularizada a un mismo tiempo. Por ejemplo, los antologadores parten del año 1965, tomando como referente la obra de […] Jorge Fernández Granados. Pero la obra de Fernández Granados está muy lejos de sintetizar las diferentes tendencias y actitudes que se amalgaman en el presente poético […]
Más adelante, al desarrollar su concepto de “poética retro”, agrega:
¿qué obra sintetiza esa estética y cómo hay que diferenciarla de la ruptura? Esa obra es la de Alfonso Daquino [sic]. En la obra de Daquino [sic] están presentes todos los elementos de la diferencia: el lúdico, concreto, irónico, autobiográfico, intelectual […]. Es Daquino [sic] y no Fernández Granados o José Eugenio Sánchez (solo por mencionar a dos de los más fuertes y logrados poetas de la estética retro) en quien podemos encontrar las características que sirven de base y argumento para una teoría […].
Coincido con Josué en que el libro de Lumbreras y Bravo es el mejor documento en su tipo con el que contamos hasta hoy. Coincido, también, en uno de los defectos que le imputa: carecer de “una visión amplia y particularizada”. Con esta salvedad: me parece poco penetrante la reiterada afirmación de que los autores pretendían “consagrar” a determinados grupos o cabezas de serie. ¿Para qué, cuando es más sencillo y radical ser sincero y quizá hasta despectivo, y así lograr que tu libro sea leído, discutido e imitado (incluso enemigamente imitado) durante el resto de la década?... Me parece evidente que la unilateralidad de esa antología concitó variados discursos en su contra. Dichos discursos se han traducido, a su vez, en diversas líneas de la crítica, exploraciones académicas, volúmenes complementarios y/o antípodas, ámbitos de influencia y poder para estéticas (e incluso grupos literarios, por ejemplo el organizado en torno a la página web Círculo de poesía) que nunca fueron tan notorios e influyentes en el panorama de las letras mexicanas como lo son al día de hoy. El manantial… es sin duda una obra parcial, decadente desde el origen y por lo tanto polémica. Pero me queda claro que su efecto final no fue la cerrazón sino una, digamos, “ampliación del campo de batalla”. Estoy convencido de que, sin este libro, nuestras actuales discusiones serían menos virulentas, precisas, democráticas, permanentes. Quien dice lo contrario habla por la herida, no por la historia.
Otra cosa en la que no puedo coincidir con Josué es en su rechazo al punto de partida del volumen. Expongo mis razones.
¿Por qué 1965?... Es un año que aparece constantemente, en estudios y volúmenes de poesía realizados en México, como bisagra generacional –aun si no se ofrece para ello una explicación positiva. Trazar generaciones no es una ciencia: es una opinión basada tanto en la crítica literaria como en el análisis cultural. Es imposible establecer una fecha salvo en su carácter de metáfora. No me parece mal, sin embargo, enfatizar algunos datos. Por ejemplo: en 1988, los nacidos en 65 votaron por primera vez en una elección presidencial; nacieron a la democracia con el fraude salinista. En 2000, los nacidos en 79 debutaron también en elecciones federales y fueron testigos del triunfo de un candidato no oficial. Si tomamos como centro gravitatorio 1994 (cuando la edad de esta generación oscilaba entre los 15 y los 29 años; valga decir, entre el principio y el fin de la juventud) el panorama social es atroz: en México, el alzamiento zapatista, el asesinato de Colosio, el Error de Diciembre; en el mundo, las ruinas del socialismo real, el consiguiente auge del capitalismo salvaje y la violencia interracial recrudeciéndose.
Al mismo tiempo, y por paradójico que suene, esta generación abraza la literatura en el momento en que la industria cultural mexicana se convierte en una paraestatal. En 1988 es creado el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. De esto se desprenden la popularización del Programa Editorial Tierra Adentro, el incremento constante de apoyos financieros directos a los creadores, las políticas culturales descentralizadoras… La inversión se traduce en capital real y simbólico (y aun: a mayor capital simbólico, más posibilidades de acceder a los beneficios del capital real). Dada la artificial (por burocrática) sobredemanda de artistas, la oferta y la demografía literarias crecen entre los jóvenes de manera exponencial.
Se trata, por otro lado, de la primera generación de poetas mexicanos que conquista cierta madurez creativa sin lidiar con la reprobación y/o la tutela de Octavio Paz. Lo diré de otro modo: ¿quiénes, de los nacidos entre finales de los 50 y mediados de los 60, estaban cerca de la revista Vuelta?... Alfonso D´Aquino, Aurelio Asiain, Julio Hubard, Samuel Noyola, Alfredo García Valdez, Luis Ignacio Helguera… ¿Quiénes, en cambio, iniciaron su andadura literaria al margen de ese núcleo?... Juan Carlos Bautista (1964), Jorge Fernández Granados (1965), José Eugenio Sánchez (1965), Ernesto Lumbreras (1966). Opino que el segundo listado ha producido, al menos hasta ahora, una obra literaria más sólida que la del primero.
Fernández Granados, Sánchez, Bautista y Lumbreras reúnen, juntos, algunas características importantes para la poesía de su generación. Evidencian el choque inevitable entre la buena hechura que es marca nacional (metros impecables y prosodia lopezvelardiana en “La perfumista” de Fernández), la transretórica post-vanguardista (visible influencia de Viel Temperley en El cielo de Lumbreras) y el discurso pulp (estética de cómic en Sánchez; lírica cabaretera en Bautista). Un choque que autores más jóvenes –Luis Vicente de Aguinaga, Luigi Amara, Luis Felipe Fabre, Julio Trujillo, María Rivera, Dolores Dorantes, Jair Cortés, Luis Jorge Boone, por mencionar solo a unos pocos– han procurado sintetizar.
Hablo de poetas que exhiben, a veces, un oído tan educado que resulta melindroso. Antes que compromiso social proponen un humorismo anarquista, militancia minoritaria o escepticismo militante (si este último oxímoron se me permite, en razón de que describe una abulia muy vinculada al corpus de ideas que propugna la – escasa– clase media ilustrada del país). Practican un mexicanismo anti-oficial cuya raíz puede rastrearse hasta poemas de los años 20. Hacen recepción del neobarroco en su vertiente más próxima (la cubano-mexicana) y también en su versión sudamericana, cuya preceptiva es menos oratoria y más afín al pop art y el arte conceptual. Predomina en sus obras una tensión antes narrativa que elocuente. Me parecen herederos de López Velarde y Tablada más que de Villaurrutia y Gorostiza. Es evidente, asimismo, su cercanía con el segundo Octavio Paz.[2]
Hasta aquí, sin embargo, la descripción es incompleta. A las cuatro voces que cité como, digamos, tensores de esta generación –Juan Carlos Bautista; Jorge Fernández Granados; José Eugenio Sánchez; Ernesto Lumbreras–, se les opone un componente surgido un poco más tarde pero que está cobrando fuerza: el lirismo de academia. Su campeón indiscutible es Mario Bojórquez (1968). Mario es la figura más importante de una suerte de neoclasicismo a la mexicana veteado de preceptiva literaria y dicción solemne. Él mismo y algunos poetas que le son afines se han manifestado contra la experimentación literaria argumentando que las vanguardias y su herencia representan un sedimento anticuado. A través de este enfoque se afirman vocaciones estilísticas distintas en el seno de la generación: el tremendismo, el tono oratorio, la tradición galaicoportuguesa, la filología, la preceptiva literaria, una lectura tópica de Perse, los estudios lingüísticos avalados por la academia…
Lo antológico y lo intergeneracional
Lo generacional, lo diré de nuevo, no es una ciencia: es una apreciación a caballo entre lo estético y lo histórico. Es una percepción impura. Arbitrariamente, solo por plantear una idea que se relaciona con el contexto literario actual, elijo 1949 como punto de partida para considerar a la generación inmediatamente previa a la que Bravo y Lumbreras estudian. Hago esto por una razón obvia: 1949 es el año en que nació David Huerta. Y Huerta me parece –esto no es más (ni menos) que la declaración de un lector de poesía mexicana sin ninguna autoridad para canonizar a nadie, pero que gusta de recurrir a ejemplos pragmáticos para puntualizar sus ideas– un poeta en cuya obra se condensan (y discuten) muchas de las particularidades literarias del período: del neobarroco al canon clásico; de la experimentación más ambiciosa a la norma retórica más estricta; de la erudición al periodismo cultural. Alguna vez lo he llamado “un poeta de mi generación” porque, desde mi punto de vista, su escritura ha tenido una clara presencia (tanto a nivel intelectual como sensible) en el proceso formativo de muchos poetas posteriores. Y no hablo solamente de quienes le admiramos: también de aquellos que lo rechazan fervorosamente. La radicalidad de la obra de David Huerta demanda lecturas comprometidas.
Asimismo, coloco al final del periodo correspondiente (otra vez: como mera arbitrariedad o suposición) la obra de María Baranda, autora nacida en 1963.
Noto de entrada que se trata de una hipotética generación cuya estilística es rica, con un amplio rango formal. Entre sus márgenes podría ubicarse a poetas tan poco detallados por nuestra crítica literaria (es decir: tan poco diferenciados los unos de los otros mediante un metadiscurso que vaya más allá de la reimpresión de sus respectivos currículums) como Coral Bracho, Tedi López Mills, Eduardo Milán, Eduardo Langagne, Alberto Blanco, Efraín Bartolomé, Marco Antonio Campos, Vicente Quirarte, Malva Flores, José de Jesús Sampedro, Joel Plata, Marco Antonio Jiménez, Fabio Morabito, Julio Eutiquio Sarabia, Ricardo Castillo, Myriam Moscona y Jorge Esquinca, por citar solo a unos cuantos que me vienen ahora mismo a la cabeza.[3]
¿Qué significó, en este probable contexto intergeneracional, la aparición de El manantial latente?... Recordemos que la mayoría de los poetas a los que he hecho referencia en párrafos recientes (los nacidos entre 1949 y 1963) no han tenido, en rigor, un ejercicio crítico-antológico que trate sus obras con detenimiento. Son los jóvenes de Zaid, los jóvenes de José Joaquín Blanco, los poetas de una generación, incluso los frutos de incipiente madurez que apreció Sandro Cohen; pero no, nunca, los continuadores (y en la actualidad los exponentes maduros) de la tradición literaria de lengua española en México.[4] Y mucho menos se les ha puesto en operación respecto de una generación (la de los nacidos entre 1964 y 1979) que, evidentemente, se formó bajo la influencia de sus obras. El manantial latente pasa junto a ellos y, en vez de detenerse y proponer un ejercicio de conversación intergeneracional, se sigue de largo, hacia la descripción de la triunfante (e irritante, falsamente longeva) “juventud” de la poesía mexicana. Esto tiene, creo, varias consecuencias.
Primera: El manantial latente renunció de antemano a la herencia crítica de otra de nuestras compilaciones fundamentales: Antología de la poesía mexicana moderna de Jorge Cuesta. El libro de Cuesta era impulsado por una pasión parecida: la necesidad de los más jóvenes de autodefinirse de cara al medio cultural mexicano y de cara a la tradición. Sin embargo, al incorporar no solo sus propias obras, sino su lectura de los poetas modernistas, los jóvenes de Contemporáneos hicieron más que consolidar su pertenencia al gremio de las letras: propusieron una opinión lectora realmente polémica, tan arriesgada y lúcida que hasta la fecha se discute entre nosotros. Lumbreras y Bravo decidieron no subir a ese tren.
Segunda: la discusión sobre los valores distintivos de la poesía mexicana de cara al siglo XXI será más agria a medida que nos acerquemos a los jóvenes. Menos difícil es reconocer el vigor (al menos en su calidad de obras que no han envejecido, que siguen poniendo a prueba nuestra destreza como lectores) de libros publicados en décadas pasadas: Incurable, Mar de fondo, El cardo en la voz, El pobrecito señor X, Los adioses del forastero, un (ejemplo) salto de gato pinto, El diván de Antar, Navegar es preciso, El ser que va a morir, La vida mantis. Poner estos libros en relación con la escritura de poetas más jóvenes podría decir, quizá, algo fresco sobre la tradición literaria mexicana. Este nivel de lectura no está al alcance (o lo está solo parcialmente: a través de un anexo) de El manantial latente.
Y tercero: la cercanía intergeneracional hace que poetas como Eduardo Padilla (1976) y Tedi López Mills (1959) operen sobre la poesía mexicana desde el ahora con una fuerza compartida. La inteligencia de Padilla y su antiliteraria vocación lingüística le dan a la iconoclasia de Gerardo Deniz un aura tradicionalista. Por su parte, Parafrasear, el mejor libro de poemas que Tedi ha publicado hasta ahora,[5] es una obra cuya mezcla de madurez y frescura dialoga abiertamente con el lenguaje y las ideas estéticas de muchos autores y lectores más jóvenes. Me parece que, al escindir desde la crítica estos dos núcleos, diluimos su tensión estilística.
Reconozco sin embargo que El manantial… no se comprometió nunca a hacer la clase de lectura que aquí propongo. He dicho que eligió no emprender una lectura intergeneracional. Pero quizá me engaño: quizá este enfoque de nuestras letras es más perceptible hoy que hace un lustro. Y quizá lo es, en parte, gracias al libro de Lumbreras y Bravo.
En cualquier caso, me parece que la idea de un proyecto antológico intergeneracional (una suerte de movimiento continuado) no está lista para irse al limbo: más que los muchos volúmenes de poesía joven que hoy se practican, una buena selección de lo publicado en las últimas cuatro décadas contribuiría, creo, a actualizar nuestra destreza como lectores de poemas. Porque –lo he dicho antes, lo reitero– de lo que se trata no es de ser generosos, caprichosos, pendencieros o académicos: de lo que se trata es de si aún somos capaces de distinguir, en nuestro fuero interno, un buen poema de otro que no lo es.
Este texto fue tomado del libro Canibal, que puede ser consultado aquí
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Julián Herbert (Acapulco, 1971) es autor de los libros de poemas El nombre de esta casa (1999), La resistencia (2003 y 2015), Kubla Khan (2005), Pastilla camaleón (2009), Álbum Iscariote (2013) y la antología bilingüe español/alemán Jesus Liebt Dich Nicht / Cristo no te ama (2014); de las novelas Un mundo infiel (2004 y 2016) y Canción de tumba(2011); del libro de cuentos Cocaína (manual de usuario) (2006); del volumen de ensayos Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente (2010); de la colección de artículos El borracho que se cree invisible (2014); y de la crónica histórica La casa del dolor ajeno (2015). Es coautor, junto a León Plascencia Ñol, de la colección de relatos Tratado sobre la infidelidad (2010 y 2015) y, junto a Luis Jorge Boone, del díptico narrativo El polvo que levantan las botas de los muertos (2013). Ha realizado cuatro compilaciones: El decir y el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente(1965-1979) (2005); Anuario de poesía mexicana 2007 y Escribir poesía en México 1 y 2 (2010 y 2012), en colaboración con Santiago Matías y Javier de la Mora. Es vocalista de la banda de rock Los Tigres de Borges. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (2003), la Presea Manuel Acuña (2004), el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola (2006), el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez (2008; compartido con León Plascencia Ñol), el Premio Jaén de Novela (2011) y el Premio Iberoamericano Elena Poniatowska (2012). Algunos de sus libros están traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y portugués. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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[1] Revista Tierra Adentro número 145, México, abril-mayo de 2007, pp. 19-22.
[2] En mi experiencia lectora, el “primer Paz” va desde la obra adolescente hasta La estación violenta. El “segundo Paz” despunta en Salamandra y tiene su punto más alto en Ladera este, El mono gramático y Blanco. El “último Paz”, parecido al primero, asoma desde un libro titulado –significativamente– Vuelta; se consolida en Árbol adentro y ve su decadencia en un poema autoritario, poco generoso: “Estrofas para un jardín imaginario”, fechado en mayo de 1989. Ésta, por supuesto, es una nomenclatura personal.
[3] Insisto: ni estoy haciendo un catálogo ni propongo un Index. Menciono los nombres de estos poetas no por considerarlos canónicos, sino porque los he leído: me siento interesado e influido por su escritura. Ellos son mis referencias y me permiten detallar un contexto.
[4] Tal vez quienes los han estudiado desde esta perspectiva sean: por una parte, Miguel Ángel Zapata; y, por otra, Eduardo Milán con Ernesto Lumbreras. Pero lo han hecho no en textos sobre lírica nacional, sino en sendas antologías de poesía hispanoamericana.
[5] Por supuesto, escribí este párrafo un año antes de la aparición del espléndido Muerte en la rúa Augusta (Almadía, 2009), de Tedi López Mills.