sábado. 25.01.2025
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ENSAYO

Tachas 544 • Al lado de uno mismo [I] • Judith Butler

Judith Butler

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Tachas 544 • Al lado de uno mismo [I] • Judith Butler


Al lado de uno mismo:  

en los límites de la autonomía sexual 

Qué es lo que constituye un mundo habitable no es una cuestión baladí. No es una cuestión sólo para filósofos. Constantemente se la plantean en diversos lenguajes personas de diferentes procedencias, y yo aceptaría gustosamente la conclusión de que esto les convierte en filósofos. Creo que se convierte en una cuestión de ética no sólo cuando nos hacemos una pregunta personal: ¿qué hace llevadera mi propia vida?, sino también cuando nos preguntamos desde una posición de poder y desde el punto de vista de la justicia distributiva qué hace, o debería hacer, la vida de los demás soportable. En alguna parte de la respuesta nos comprometemos no sólo con un cierto punto de vista sobre lo que es la vida y lo que debería ser, sino también con una idea sobre qué constituye lo humano, la vida propiamente humana, y qué no. Aquí se corre siempre el riesgo del antropocentrismo si se asume que la vida propiamente humana es valiosa --o más valiosa- o que ésta es la única vía para pensar sobre el problema del valor. Pero quízá para contrarrestar dicha tendencia es necesario plantearse a la vez la cuestión de la vida y la cuestión de lo humano, y no dejar que se fundan totalmente la una en la otra. 

Me gustaría comenzar, y finalizar, con la cuestión de lo humano y de quién se considera como humano, y con la cuestión relacionada de qué vidas se consideran como tales y con una cuestión que nos ha ocupado durante años: ¿qué vidas pueden llorarse? Creo que cualesquiera que sean las diferencias que existan dentro de la comunidad internacional gay y lesbiana, y hay muchas, todos tenemos una noción de lo que es haber perdido a alguien. Y si hemos perdido es que hemos tenido, que hemos deseado y amado, y luchado para encontrar las condiciones de nuestro deseo. En las últimas décadas todos hemos perdido a alguien a causa del sida, pero hay otras pérdidas que nos afligen, otras enfermedades; además, como comunidad, estamos sujetos a la violencia aunque algunos de nosotros no hayamos sido agredidos personalmente. y esto indica que en parte estamos constituidos políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos; estamos constituidos por los campos del deseo y de la vulnerabilidad física, somos a la vez públicamente asertivos y vulnerables. 

No estoy segura de saber cuándo un luto llega a su resolución, o cuándo se completa el luto por otro ser humano. Sin embargo, estoy segura de que no significa que se haya olvidado a la persona o que alguien haya tomado su lugar. No creo que funcione de esta manera. Creo que sentimos pesar cuando aceptamos el hecho de que la pérdida que sufrimos nos cambiará, posiblemente para siempre, y que este luto está relacionado con la aceptación de sufrir una transformación cuyo resultado no puede ser totalmente conocido de antemano. Así que se da una pérdida y se da el efecto transformador de dicha pérdida, y esto último no puede ser trazado o planeado. Por ejemplo, no creo que pueda invocarse una ética protestante cuando se trata del luto. No se puede decir: «Si llevo el duelo de tal manera, el resultado será tal, así que me aplicaré a ello, y me esforzaré para lograr la resolución del luto que tengo ante mí». Creo que nos golpean las olas y que empezamos el dia con un objetivo, un proyecto, un plan, pero nos frustramos. Nos damos cuenta de que hemos caído. Estamos exhaustos pero no sabemos por qué. Hay algo más grande que nuestro proyecto o plan deliberado, mayor que nuestro propio saber. Algo toma las riendas, pero ¿es algo que viene del yo, del exterior o de alguna región donde la diferencia entre los dos no se puede detertninar? ¿Qué es lo que nos reclama en esos momentos, cuando no somos dueños de nosotros mismos? ¿A qué estamos atados? ¿Y qué se apodera de nosotros? 

Puede parecernos que sufrimos algo temporal, pero puede ser que en esta experiencia nos sea revelado algo sobre nosotros mismos, algo que delinea los lazos que tenemos con los otros, que nos muestra que estas relaciones constituyen nuestro sentido del yo, que componen quiénes somos y que, cuando las perdemos, perdemos nuestro ser en un sentido fundamental: no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. Mucha gente cree que el duelo es privado, que nos retorna a una situación solitaria, pero yo creo que nos expone a la relación constitutiva de la socialidad del yo, a la base para pensar una comunidad política de orden complejo. 

No se trata tan sólo de que se pueda decir que «mantenemos» relaciones con ciertas personas o que podamos detenernos y observarlas desde la distancia, enumerarlas, explicar cuál es el significado de la amistad, o qué significa o significó tal amante para nosotros. Por el contrario, el duelo muestra que no siempre podemos examinar o explicar la forma en que estamos sujetos a nuestras relaciones con otros, lo cual a menudo interrumpe la narración consciente de nosotros mismos que podríamos tratar de procurarnos de formas que retan nuestra propia noción como seres autónomos y autocontrolados. Podríamos intentar contar una historia sobre cuáles son nuestros sentimientos, pero tendría que ser una historia en la cual el mismo «yo» que trata de contarla es interrumpido a mitad de la narración. El propio «yo» es puesto en cuestión por su relación con aquel o aquella al que se dirige. Esta relación con el Otro no llega a destruir mi historia o a reducirme al silencio, pero sin duda obstruye mi habla con los signos de su deshacer. 

Afrontémoslo. Nos deshacemos unos a otros. Y si no, nos estamos perdiendo algo. Si esto se ve tan claro en el caso del duelo, es tan sólo porque éste ya es el caso del deseo. No siempre nos quedamos intactos. Puede ser que lo queramos, o que lo estemos, pero también puede ser que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, seamos deshechos frente al otro, por el tacto, por el olor, por el sentir, por la esperanza del contacto, por el recuerdo del sentir. Así, cuando hablamos de misexualidad o de mi género, tal como lo hacemos (y tal como debemos hacerlo) queremos decir algo complicado. Ni mi sexualidad ni mi género son precisamente una posesión, sino que ambos deben ser entendidos como maneras de ser desposeído, maneras de ser para otro o, de hecho, en virtud de otro. No basta con decir que estoy promocionando una visión relacional del yo por encima de una visión autónoma del yo, o que estoy tratando de redescribir la autonomía en términos de relacionalidad. El término «relacionalidad» sutura la ruptura en la relación que tratamos de describir, una ruptura que es constitutiva de la identidad misma. Esto implica que tendremos que acercarnos al problema del concepto de la desposesión con circunspección. Una manera de hacerlo es a través de la noción de éxtasis. 

La forma en la que tendemos a narrar la historia del amplio movimiento de liberación sexual hace que el éxtasis aparezca en los años sesenta y setenta, y perdure hasta mitad de los ochenta. Pero quizá la persistencia histórica del éxtasis es mayor, quizá ha estado siempre con nosotros. Ser extático significa, literalmente, estar fuera de uno mismo y esto puede tener diversos significados: ser transportado más allá de uno mismo por una pasión, pero también estar al lado de uno mismo con rabia o en duelo. Creo que si todavía se puede hablar a un «nosotros» e incluirme a mí misma dentro de este término, estoy hablando a aquellos de nosotros que viven en cierta forma al lado de nosotros mismos,tanto si es en la pasión sexual como en el luto emocional o en el furor político. En cierto sentido, lo más difícil es comprender qué tipo de comunidad componen aquellos que están aliado de sí mismos. 

Tenemos ante nosotros una interesante dificultad política, ya que la mayor parte del tiempo cuando oímos hablar de nuestros «derechos» los entendemos como pertenecientes a individuos, o cuando requerimos protección frente a la discriminación la requerimos como grupo o clase. y en ese lenguaje y en ese contexto tenemos que presentarnos a nosotros mismos como seres limitados, distintos, reconocibles, delineados, sujetos ante la ley, una comunidad definida por la heterogeneidad. De hecho, si queremos procurarnos protección legal y derechos es mejor que tengamos la capacidad de hablar ese lenguaje. Pero quizá cometemos un error cuando tomamos las definiciones de quienes somos legalmente como descripciones fidedignas de lo que somos. Aunque puede que ese lenguaje establezca nuestra legitimidad dentro de un marco legal donde se esconden versiones liberales de la ontología humana, en él no se hace justicia a la pasión y al duelo y al furor, todo lo cual nos saca de nosotros mismos, nos vincula a los otros, nos transporta, nos deshace y nos implica en vidas que no son las nuestras, a veces de forma fatal e irreversible. 

No es fácil entender cómo se forja una comunidad política desde estos vínculos. Se habla, y se habla por otro, a otro, y aún así no hay manera de fusionar la distinción entre el otro y yo mismo. Cuando decimos «nosotros» no hacemos otra cosa que designar este pronombre como algo muy problemático. No lo resolvemos. Y quizá es, y debería ser, irresoluble. Por ejemplo, pedimos que el Estado no legisle sobre nuestros cuerpos y apelamos para que los principios de autodefensa corporal e integridad corporal sean aceptados como bienes políticos. Pero es a través del cuerpo que el género y la sexualidad se exponen a otros, que se implican en los procesos sociales, que son inscritos por las normas culturales y aprehendidos en sus significados sociales. En cierto sentido, ser un cuerpo es ser entregado a otros aunque como cuerpo sea, de forma profunda, «el mío propio», aquello sobre lo cual debemos reclamar derechos o autonomía. Esto es cierto tanto para los llamamientos hechos por lesbianas, gays y bisexuales a favor de la libertad sexual, como para las reivindicaciones de transexuales y transgéneros a favor de su autodeterminación; como lo es para las demandas de los intersexuados de ser liberados de las íntervenciones médicas, quirúrgicas y psiquiátricas coercitivas; así como también para todas aquellas reivindicaciones que exigen la liberación de ataques racistas, físicos y verbales; y para la demanda femínísta de la libertad reproductiva. Es difícil, si no imposible, realizar estas demandas sin recurrir a la autonomía y, específicamente, a un sentido de la autonomía corporal. La autonomía corporal, sin embargo, es una vivaz paradoja. Aun así, no estoy sugiriendo que dejemos de reivíndicar. Tenemos que hacerlo, debemos hacerlo. Y no estoy diciendo que tengamos que plantear estas demandas de mala gana o estratégicamente. Son parte de las aspíraciones normativas de cualquier movimiento que busca maximizar la protección y las libertades de las mínorías sexuales y de género, de las mujeres, definidas de la manera más amplia, de las mínorías raciales o étnicas en particular, dado que interseccionan con todas las otras categorías. Pero ¿hay otra aspiración normativa que debamos también articular y defender? ¿Hay una manera por la cual el lugar que ocupa el cuerpo en todas estas luchas inicia una concepción diferente de la política? 

El cuerpo implica mortalidad, vulnerabilidad, agencia: la piel y la carne nos exponen a la mirada de los otros pero también al contacto y a la violencia. El cuerpo también puede ser la agencia y el instrumento de todo esto, o el lugar donde «el hacer» y «el ser hecho» se tornan equívocos. Aunque luchemos por los derechos sobre nuestros propios cuerpos, los mismos cuerpos por los que luchamos no son nunca del todo nuestros. El cuerpo tiene invariablemente una dimensión pública; constituido como fenómeno social en la esfera pública, mi cuerpo es y no es mío. Desde el principio es dado al mundo de los otros, lleva su impronta, es formado en el crisol de la vida social; sólo posteriormente el cuerpo es, con una innegable incertidumbre, aquello que reclamo como mío. Pero si busco negar el hecho de que mi cuerpo me relaciona -contra mi voluntad y desde el principio- con otros a los cuales no he escogido para que estén próximos a mí (el metro es un ejemplo excelente de esta dimensión de la socialidad), y si construyo una noción de «autonomía» basándome en la negación de esta esfera o de una primaria e indeseada proximidad física con otros, ¿estoy entonces precisamente negando las condiciones sociales y políticas de mi encarnación en nombre de la autonomía? Si lucho a favor de la autonomía, ¿no debo luchar también por algo más, por un concepto de mí misma como ser que Vive invariablemente en comunidad, bajo la impronta de otros, y que deja también una impronta en ellos de formas que no siempre son claramente delineables, de formas que no son totalmente predecibles? 

¿Existe alguna manera mediante la cual podamos luchar por la autonomía en muchas esferas pero considerar también las demandas que nos son impuestas por vivir en un mundo de seres que son, por defínición, físicamente dependientes unos de otros, físicamente vulnerables entre ellos? ¿No es ésta otra manera de imaginar una comunidad de forma que nos incumbe considerar muy cuidadosamente cuándo y dónde nos involucramos con la violencia, puesto que la violencia síempre es una explotación de ese lazo primario, de esa forma primaria en la que estamos, como cuerpos, fuera de nosotros, unos para otros? 

Si volvemos al problema del duelo, a los momentos en los cuales nos acontece algo fuera de nuestro control y nos damos cuenta de que estamos aliado de nosotros, no en unidad con nosotros mismos, podemos decir que el duelo contiene dentro de sí la posíbilidad de aprehender la socialidad fundamental de la vida encarnada, las formas por las cuales estamos desde el principio, y en virtud de ser seres encarnados, ya entregados, más allá de nosotros mismos, implicados en vidas que no son las nuestras. ¿Es posible que esta situación, tan dramática para las minorías sexuales, sea la que establezca una perspectiva política específica para cualquiera que trabaje en el campo de la política sexual o de género, la que proporcione una perspectiva a partir de la cual se pueda empezar a aprehender la situación global contemporánea? 

Luto, miedo, ansiedad, rabia... En Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001 hemos estado rodeados por todas partes de violencia, por haberla perpetrado, por haberla sufrido, por vivir en el miedo de la violencia, haciendo planes para sembrar más violencia. La violencia es, sin duda, un rasgo de nuestro peor orden, una manera por la cual se expone la vulnerabilidad humana hacia otros humanos de la forma más terrorífica, una manera por la cual somos entregados, sin control, a la voluntad de otro, la manera por la cual la vida misma puede ser borrada por la voluntad de otro. En la medida en que cometemos actos de violencia, estamos actuando unos sobre otros, arriesgando a otros, causando daño a otros. En cierta manera, todos vivimos con esta vulnerabilidad particular, una vulnerabilidad hacia el otro que es parte de la vida del cuerpo, pero esta vulnerabilidad se exacerba muchísimo bajo ciertas condiciones sociales y políticas. En Estados Unidos se han reforzado la soberanía y la seguridad para minimizar o, incluso, impedir nuestra vulnerabilidad; sin embargo, ésta puede tener otra función y otro ideal. El hecho de que nuestras vidas dependan de otros puede ser la base para reclamar soluciones políticas no militares, una reclamación que no se puede desechar, que se debe escuchar e, incluso, atenerse a ella, mientras se empieza a pensar qué política se puede derivar de mantener el pensamiento de la propia vulnerabilidad corpórea en sí misma. 

¿Hay algo que ganar del proceso del duelo, que aguardar con el luto, exponiéndonos a su aparente tolerabilidad y sin tratar de buscar una resolución del duelo a través de la violencia? ¿Se puede ganar algo en la esfera política manteniendo el luto como parte del marco a través del cual cavilamos sobre nuestros lazos internacionales? Si persistimos en este sentido de pérdida, ¿nos sentimos solamente pasivos e impotentes, como algunos temen? ¿O, más bien, volvemos a un sentido de la vulnerabilidad humana, a nuestra responsabilidad colectiva por las vidas materiales de cada uno de nosotros? Intentar eludir esta vulnerabilidad, desterrarla, sentirnos seguros a expensas de cualquier otra consideración humana es también erradicar uno de los recursos más importantes de los cuales debemos tomar fuerzas para sostenernos y encontrar nuestro camino. 

Dolerse y convertir la aflicción en un recurso político no es resignarse a una simple pasividad o impotencia. Más bien nos permite extrapolar esta experiencia de vulnerabilidad a la vulnerabilidad que otros sufren a través de incursiones militares, ocupaciones, guerras declaradas súbitamente y brutalidad policial. Que nuestra propia supervivencia pueda ser determinada por aquellos a los que no conocemos y a los cuales no podemos controlar de forma terminante indica que la vida es precaria y que la política debe tomar en consideración qué formas de organización social y política sostienen mejor las vidas precarias a través del globo. 

Hay una concepción más general del ser humano que está operando aquí, una concepción según la cual somos entregados al otro de entrada, según la cual desde el principio, incluso con anterioridad a la individuación misma y por virtud de nuestra existencia corporal, somos entregados a otro: esto nos hace vulnerables a la violencia pero también a otra serie de contactos, contactos que van desde la erradicación de nuestro ser en un extremo, hasta el sostén físico de nuestras vidas en el otro extremo. 

No podernos «rectificar» esta situación. Y no podemos recuperar la fuente de esta vulnerabilidad puesto que precede a la formación del «yo». No podemos contender de una forma precisa con esta condición de estar al descubierto desde el principio, dependientes de aquellos a los que no conocemos. Venimos al mundo ignorantes y dependientes y, hasta cierto punto, permanecemos así. Desde el punto de vista de la autonomía podemos intentar contender con esta situación, pero al hacerlo quizá estaremos siendo imprudentes, poníéndonos en peligro. Está claro que para algunos esta situación primaria es extraordinaria, llena de amor y receptiva, un cálido tejido de relaciones que sostienen y alimentan a la vida en su infancia. Sin embargo, otros se encuentran en circunstancias de abandono o violencia o hambre; son cuerpos entregados a la nada, o a la brutalidad o a la falta de sostén. No obstante, no importa en qué punto se materialice esta situación, el hecho es que la infancia constituye una dependencia necesaria que nunca dejamos totalmente atrás. Los cuerpos deben todavía ser aprehendidos como algo que se entrega para ser cuidado. Comprender la opresión vital es precisamente entender que no hay manera de deshacerse de esta condición de vulnerabilidad primaria, de ser entregado al contacto con el otro, incluso cuando —o precisamente cuando— no hay otro y no hay sostén para nuestras vidas. Para luchar contra la opresión se necesita comprender .que nuestras vidas se sostienen y se mantienen de forma diferencial, ya que existen formas radicalmente diferentes de distribución de la vulnerabilidad física de lo humano en el mundo. Algunas vidas estarán muy protegidas y sus exigencias de inviolabilidad bastarán para movilizar a las fuerzas de la guerra. Otras vidas no tendrán un amparo tan rápido ni tan furioso, y ni tan sólo serán consideradas como merecedoras del duelo. 

¿Qué parámetros culturales de la noción de lo humano están actuando aquí? ¿Y de qué modo estos parámetros que aceptamos como el marco cultural de lo humano limitan la magnitud de nuestro reconocimiento de una pérdida? Sin duda, ésta es una pregunta que los estudios lesbianos, gays y bisexuales se han formulado en relación con la violencia contra las minorías sexuales, y que las personas transgénero se han planteado tras haber sido señaladas para el acoso y, a veces, el asesinato, y que se han planteado también las personas intersexuadas, cuyos años formativos tan a menudo han sido marcados por la indeseada violencia contra sus cuerpos en nombre de una noción normativa de la morfología humana. Sin duda, ésta es también la base de una afinidad profunda entre movimientos centrados en el género y la sexualidad, y los esfuerzos para contrarrestar las capacidades y las morfologías humanas normativas que condenan o borran a aquellos que tienen una minusvalía. Debe también ser parte de la afinidad con las luchas antirraciales dado que el diferencial racial subyace a las nociones cultural: mente viables de lo humano, aquellas que vemos en la actualidad representadas en la arena global de manera tan impactante y aterrorizadora. 

¿Cuál es así la relación existente entre la violencia y lo que es «irreal», entre la violencia y la irrealidad que espera a aquellos que son víctimas de la violencia, y cómo aparece la noción de vida merecedora de duelo? A nivel del discurso algunas vidas no se consideran en absoluto vidas, no pueden ser humanizadas; no encajan en el marco dominante de lo humano, y su deshumanización ocurre primero en este nivel. Este nivel luego da lugar a la violencia física, que, en cierto sentido, transmite el mensaje de la deshumanización que ya está funcionando en nuestra cultura. 

Así pues, no se trata sólo de que exista un discurso en el cual no hay marco ni historia ni nombre para tal vida, o que pueda decirse que la violencia lleve a cabo o aplique dicho discurso. La violencia contra aquellos cuyas vidas no están del todo consideradas como tales, que viven en un estado de privación entre la vida y la muerte, deja una marca que no es una marca. Si hay un discurso, es la silenciosa y melancólica escritura en la cual no hay vidas, ni pérdidas, donde no ha habido condición física común, ni vulnerabilidad que sirva como base para nuestra aprehensión de lo común, ni separación de dicha comunalidad. Nada de esto tiene lugar en el orden factual. Nada de esto tiene lugar. ¿Acaso sabemos cuántas vidas ha sesgado el sida en África en los últimos años? ¿Dónde están las representaciones mediáticas de esta pérdida, las elaboraciones discursivas de lo que estas pérdidas significaron para las comunidades locales? 

Empecé este capítulo sugiriendo que los movimientos y los modos de investigación interrelacionados que aquí recojo necesitan quizá considerar la autonomía como una dimensión de sus aspiraciones normativas, un valor que debe reconocerse cuando nos preguntamos hacia dónde deberíamos dirigirnos, y qué tipos de valores deberíamos llevar a cabo. He sugerido también que la manera como aparece el cuerpo en los estudios de género y sexualidad, y en las luchas por un mundo social menos opresivo para los que tienen un género diferente y para las minorías sexuales de todo tipo, subraya precisamente el valor de estar aliado de uno mismo, de ser un límite poroso, entregado a los otros, situado en una trayectoria de deseo en la cual uno es sacado fuera de si y resituado irreversiblemente en el campo de otros, donde uno no es el centro que se presume. La socialidad especial a la que pertenece la vida corporal, la vida sexual y el ser en el género (que es siempre, hasta cierto punto, ser en el género para los otros) establece un campo de saturación ética con otros, y un sentido de la desorientación de la primera persona, es decir, de la perspectiva del ego. Como cuerpos siempre somos algo más que nosotros mismos y algo diferente de nosotros mismos. Articular esto como un derecho no siempre es fácil, pero quizá no es imposible. Se apunta, por ejemplo, que la «asociación» no es un lujo, sino una de las condiciones y prerrogativas de la libertad. De hecho, los tipos de asociaciones que mantenemos significativamente toman muchas formas. Ya no sirve alabar la norma matrimonial como el nuevo ideal para este movimiento, como ha hecho erróneamente la Human Rights Campaign [Campaña por los Derechos Humanos]. Sin duda, el matrimonio y las alianzas familiares del mismo sexo deberían ser opciones disponibles, pero convertirlas en modelo para la legitimidad sexual es precisamente constreñir la socialidad del cuerpo de una forma aceptable. A la luz de las decisiones gravemente perjudiciales tomadas recientemente en contra de la adopción por parte de segundos padres o madres, es crucial expandir nuestra noción de parentesco más allá del marco heterosexual. Sería un error, sin embargo, reducir el parentesco a la familia o asumir que toda comunidad de soporte y los lazos de amistad son extrapolaciones de las relaciones de parentesco. 

En el capítulo titulado «¿El parentesco es siempre heterosexual de antemano?» mantengo que los lazos de parentesco que ligan a unas personas con otras puede que no sean más que la intensificación de los vínculos comunales, que pueden estar basados en relaciones sexuales duraderas o exclusivas, o bien pueden consistir en ex amantes, no amantes, amigos o miembros de la comunidad. Las relaciones de parentesco atraviesan los límites entre la comunidad y la familia, y a veces también redefinen el significado de la amistad. Cuando estos modos de asociación íntima producen redes de relaciones sostenibles constituyen una «ruptura» del parentesco tradicional que desplaza la suposición que asume que la estructura de la sociedad se centra en las relaciones biológicas y sexuales. Además, el tabú del incesto que rige los lazos del parentesco y produce una necesaria exogamia, no opera necesariamente de la misma forma entre amigos o, para el caso, en redes de comunidades. Dentro de estos marcos, la sexualidad ya no está exclusivamente regulada por las leyes del parentesco y los lazos duraderos pueden estar situados fuera del marco conyugal. La sexua lidad se abre a un número de articulaciones sociales que no siempre implican relaciones obligatorias o lazos conyugales. Que no todas nuestras relaciones duren o que deban hacerlo no significa, sin embargo, que seamos inmunes al duelo. Por el contrario, la sexualidad fuera del campo de la monogamia puede muy bien abrirnos a un sentido diferente de la comunidad, intensificar la cuestión de dónde se encuentran los lazos duraderos, y convertirse así en la condición para afinar las pérdidas que sobrepasan el ámbito privado. 

No obstante, a aquellos que viven fuera del marco conyugal o que mantienen modos de organización social para la sexualidad que no son ni monógamos ni cuasimaritales se les considera crecientemente como irreales, y sus amores y pérdidas como menos amores «de verdad» y menos pérdidas «de verdad». La desrealización de este dominio de la intimidad humana y de la socialidad opera negando la realidad y la verdad de estas relaciones. 

La cuestión de quién y qué se considera real y verdadero es aparentemente una cuestión de saber. Pero es también, como Michel Foucault aclara, una cuestión de poder. Tener o mostrar la «verdad» y la «realidad» es una prerrogativa enormemente poderosa dentro del mundo social, una manera mediante la cual el poder se disimula como ontología. Según Foucault, una de las primeras tareas de la crítica radical es discernir la relación «entre los mecanismos de coerción y los elementos del saber». Nos confrontamos aquí con los límites de lo que es cognoscible, límites que ejercen una cierta fuerza pero que no están enraizados en ninguna necesidad, límites que pueden ser sólo hollados o cuestionados arriesgando una cierta seguridad al abandonar una ontología establecida: «Nada puede existir como un elemento para el saber si, por una parte, [... ] no está conforme con una serie de reglas y restricciones características, por ejemplo, de un cierto tipo de discurso científico de un período particular, o si, por otra parte, no posee los efectos coercitivos o simplemente los incentivos característicos relativos a lo que está científicamente validado, a lo sencillamente racional, o simplemente a lo aceptado de forma general».' En último término, el saber y el poder no pueden separarse ya que operan conjuntamente para establecer una serie de criterios sutiles y explícitos para pensar el mundo: «Por lo tanto, no se trata de describir qué es saber y qué es poder y cómo uno reprime al otro o cómo el otro abusa del primero, sino que, más bien, debemos describir el nexo saber/poder de manera que podamos comprender qué convierte un sistema en aceptable». 

Esto significa que se observan tanto las condiciones por las cuales se constituye el campo del objeto como los límites de dichas condiciones. Los limites se hallan donde la reproducibilidad de las condiciones no es segura, en el lugar donde las condiciones son contingentes, transformables. En términos de Foucault, «hablando esquemáticamente, tenemos la movilidad perpetua, la fragilidad esencial o, más bien, la compleja interacción entre aquello que replica el mismo proceso y lo que lo transforma». Intervenir en nombre de la transformación implica precisamente desbaratar lo que se ha convertido en un saber establecido y en una realidad cognoscible, y utilizar, por así decirlo, la propia irrealidad para posibilitar una demanda que de otra forma sería imposible o ilegible. Creo que cuando lo irreal requiere realidad o entra en su dominio, tiene lugar algo más que una simple asimilación a las normas predominantes. Las normas mismas pueden desconcertarse, mostrar su inestabilidad y abrirse a la resignificación. 

En años recientes la Nueva Política de Género ha planteado múltiples desafíos a los marcos feministas y gays que han establecido las personas transgénero y transexuales, y el movimiento intersex ha hecho más complejos los contenidos y las reivindicaciones de los que abogan por los derechos sexuales. Algunos izquierdistas que pensaban que estos asuntos no eran apropiados o no concernían a la política de una forma sustancial han sido presionados para repensar la esfera política en términos de sus presuposiciones sexuales y de género. Quienes sugieren que las vidas butchfemme y transgénero no son referentes esenciales para reformar la vida política y para una sociedad más justa y equitativa, omiten la violencia que sufren en la vida pública aquellos que tienen un género diferente y omiten también que la incorporación (embodiment) denota la contestación a una serie de normas que rigen quién será considerado como un sujeto viable dentro de la esfera de la política. De hecho, si consideramos que los cuerpos humanos no se experimentan sin recurrir a una cierta idealización, a algún marco para la experiencia misma, y que esto es cierto tanto para la experiencia del propio cuerpo como para la experiencia de otro cuerpo, y si aceptamos que la idealización y el marco se articulan socialmente, podemos darnos cuenta de que no puede pensarse la incorporación (embodiment) sin relacionarla con una norma o con una serie de normas. Así pues, la lucha para rehacer las normas a través de las cuales se experimentan los cuerpos es crucial, no sólo para las políticas concernientes a las minusvalías, sino también para los movimientos intersex y transgénero, ya que éstos cuestionan los ideales que se imponen sobre cómo deberían ser los cuerpos. La relación encarnada en la norma ejercita un potencial transformador. Postular posibilidades más allá de la norma o, íncluso, postular un futuro diferente para la norma misma, es parte del trabajo de la fantasía, entendiendo como fantasía el tomar el cuerpo como punto de partida para una articulación que no esté siempre constreñida por el cuerpo tal como es. Si aceptamos que la alteración de las normas que rigen la morfología humana normativa tiene como resultado otorgar una realidad diferencial a los diferentes tipos de humanos, entonces nos sentimos impulsados a afirmar que las vidas transgénero tienen un potencial y un impacto efectivo en la vida política a su nivel más fundamental, es decir, un impacto sobre quién se considera como humano y qué normas rigen la apariencia de la cualidad «real» del ser humano. 






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Judith Butler (Cleveland, 1956), Filósofa materialista y posestructuralista estadounidense que ha realizado importantes aportes en el campo del feminismo, la filosofía política y la ética, y ha sido una de las teóricas fundacionales de la teoría queer. Es considerada «una de las voces más influyentes en la teoría política contemporánea», y la teórica de género más leída e influyente del mundo. Ejerce desde 1993 en la Universidad de California en Berkeley y pertenece al Departamento de Estudios Psicosociales del Birbeck College y a la European Graduate School.

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