lunes. 23.06.2025
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RESEÑA

Tachas 551 • Rogelio Cuéllar, el protagonista ausente [II] • Carlos Ulises Mata

Carlos Ulises Mata

Homenaje a don Manuel_Rogelio Cuéllar_1982
Homenaje a don Manuel_Rogelio Cuéllar_1982
Tachas 551 • Rogelio Cuéllar, el protagonista ausente [II] • Carlos Ulises Mata

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Fotógrafo de Guanajuato

El enunciado que encabeza estas líneas con que se continúa la reseña de la gran exposición de Rogelio Cuéllar, “Cartografía del instante”, tiene por lo menos tres sentidos, válidos los tres en este caso.

El primero de ellos viene a decir que Rogelio Cuéllar es “fotógrafo de Guanajuato” porque conoce y ha retratado repetidamente a la ciudad (y en ella) desde hace poco más de medio siglo, la mayor parte de las veces en razón del vínculo profesional que ha establecido con el Festival Internacional Cervantino, desde su origen mismo en 1972 y hasta la fecha.

En un segundo sentido, Cuéllar es “fotógrafo de Guanajuato” porque en buena medida en esta ciudad nació y se consolidó su vocación artística, oscilante al principio entre la pintura, el dibujo publicitario y el vagabundeo. Él mismo cuenta que, siendo un estudiante todavía imberbe, se organizó entre sus compañeros de la ENAP un viaje a Guanajuato y, como era impensable viajar y andar acá cargando su caballete y su caja de pigmentos, pidió prestada una cámara Kodak de cajón y pasó sus días haciendo fotos de gentes y espacios cuevanenses. La afinidad con Guanajuato se reafirmó poco tiempo después, cuando en 1973 Cuéllar fue invitado a mostrar la que era entonces su segunda exposición individual, nada menos que en la sala “Hermenegildo Bustos”, espacio por lo regular reservado a creadores consagrados y que él ocupó con sus fotos a los 23 años.

Al fin, en un tercer sentido, Rogelio Cuéllar es “fotógrafo de Guanajuato” porque muchos habitantes de la capital del estado, y no sólo pertenecientes al medio fotográfico, lo han tratado, lo conocen, han colaborado o tienen amistad con él, admiran su trabajo y de varias maneras lo identifican como parte del paisaje cultural de la ciudad.

Esa triple condición guanajuatense de Cuéllar se trasluce de múltiples maneras en la sección de su exposición dedicada a la presencia del fotógrafo en el Festival Cervantino, al punto de volverla atípica (y más interesante, por eso mismo) en tanto que sección de registro periodístico de espectáculos, presencias y momentos memorables ocurridos en la llamada “fiesta del espíritu”.

La atipicidad y el atractivo de esta franja de su exposición residen justamente en que, contra la expectativa más previsible, Cuéllar y María Luisa Passarge, curadora de la exposición, no presentan la reseña ni ordenada ni completa de los muchos años de trabajo del fotógrafo en el FIC y para él, ya sea con asignación oficial o de manera independiente. Frente a esa opción, que habría sido la más cumplidora y hasta más oportuna para las solemnidades del festival, Cuéllar y su curadora prefirieron hacer una selección de imágenes en su gran mayoría teñidas de una coloración personal, en la que hay, por supuesto, fotos de ceremonias, funcionarios y celebridades, pero en la que, ante todo, predominan las fotos informales y de momentos distendidos (con Carlos y Cristina Payán, Alberto Gironella, Fernando Macotela), la memoria de espacios guanajuatenses (“El incendio” en proceso de demolición, las gradas de la Alhóndiga antes de un espectáculo, San Roque) y, por supuesto, las presencias amistosas de la localidad: Carlos Gaona, Josefina Echánove, Olga Costa, Eugenio Trueba, José Chávez Morado, los miembros de Los Payadores (Tulio y René Dorado, Víctor, Ricardo y Primo Lara, Tere Valenzuela, Virgilio Fernández), e incluso, a título de curiosidad significativa, el único autorretrato de toda la muestra, tomado en 1974 en un camerino, durante la segunda edición del FIC.

Octavio Paz_Rogelio Cuéllar_1988
Octavio Paz_Rogelio Cuéllar_1988

 

Cuéllar, el otro

Una de las grandes revelaciones de la muestra de Rogelio Cuéllar que se reseña la encontrará el espectador en la sección titulada “Huellas de una presencia”, dedicada al paisaje urbano y callejero, la más heterogénea del gran conjunto reunido en “Cartografía del instante”.

Formada con poco más de cuarenta fotografías tomadas entre finales de la década de los años sesenta y 1982, la sección incluye imágenes captadas en una decena de ciudades de México y una sola en París, entre las cuales hay un poco de todo: las que podríamos situar como primeras fotografías de Cuéllar, fechadas en 1967 (a sus 17 de edad) y tomadas en Ciudad Neza (dos paisajes de lejanías en donde el ser humano se empequeñece y parece desamparado en medio de la inmensidad); una decena de fotos de la siempre atrayente ritualidad popular (Iztapalapa, la Villa de Guadalupe, un velorio en Chiapas, las cercanías de la Alameda), todas de los setentas; y otras tantas centradas en la cotidianidad chilanga de vecindades, avenidas transitadas, vendedores ambulantes, niños que juegan, multitudes que marchan y bardas que gritan nombres de candidatos.

Conviviendo con esa variedad, hasta cierto punto disimulada en ella, es que aparece la revelación anunciada: una veintena de fotografías fechadas en 1981 y 1982 que la astucia de María Luisa Passarge, supo incorporar a este apartado, quizá por la buena razón de tratarse de fotos tomadas en la ciudad, aunque claramente (por lo menos para mí) forman un conjunto peculiar, imposible de ceñir (por ejemplo, y para que se entienda lo que digo) dentro de los códigos creados o reformulados por Héctor García y Nacho López, los dos grandes fotógrafos urbanos nacidos en 1923, exactamente hace un siglo.

Tomadas en el DF (en 1982 aún se llamaba así) y una de ellas en París, las fotos de esa serie dentro de la serie muestran a un Rogelio Cuéllar desconocido, o en todo caso inhabitual: un fotógrafo atraído de manera notoria, no tanto por las personas y la individualidad de sus rostros, sino por las figuraciones formales de las ciudades, a partes iguales concebidas como maquetas a escala o como escenarios para el desarrollo de grandes puestas teatrales, y en las cuales, por tanto, los seres humanos son unos asépticos figurines de cartón, unos actores que cumplen un trayecto prestablecido, aparecen de espaldas o fragmentados, o simplemente no salen en la foto.

Sin por eso dejar de ser excelentes (junto a estas líneas puede verse la imagen tomada en Les Halles), a mi entender esas fotos muestran el momento en que Rogelio Cuéllar fue o quiso ser un fotógrafo diferente al que luego decidió (o necesitó) ser, situado en ese bienio de 1981 y 1982 a la mayor distancia posible de las anchas corrientes del fotoperiodismo fundado por los hermanos Casasola y la foto antropológica, y en provechosa cercanía con la vigorosa tradición del ensayo visual autónomo, introducido en nuestro país por Edward Weston, Tina Modotti, Manuel Álvarez Bravo y otros tantos autores que podríamos llamar “de vanguardia”, a quienes Cuéllar rindió homenaje y (nada más legítimo) imitó en esa breve etapa.

La cabal comprensión de ese momento evolutivo de la mirada de Cuéllar se consigue al atender (y entender) una de las declaraciones que hace en la entrevista que el INAH grabó este año con él y puede escucharse al comenzar el recorrido de su exposición en el antiguo Congreso del Estado. Luego de contar en esa charla las impagables enseñanzas que su sensibilidad obtuvo en los vagabundeos adolescentes por la ciudad, y hablar de su descubrimiento sobre la forma en que el lenguaje fotográfico le permitía, por un lado, preservar el asombro maravillado de la mirada infantil, y por otro lado expresar sus gustos y aficiones, Cuéllar asienta en pocas palabras una evidencia que su obra manifiesta: “El paisaje urbano y el paisaje rural no me interesan. Me interesa el elemento humano”.

El corolario es obvio: sin la presencia de rostros y cuerpos, solos o en multitud, no hay logro fotográfico posible para la mirada atravesada de humanidad de Rogelio Cuéllar.

Juana de Arco en la hoguera_Rogelio Cuellar_FIC1989
Juana de Arco en la hoguera_Rogelio Cuellar_FIC1989

 

La fiesta del desnudo

Como con gran agudeza lo señaló Juan García Ponce al hablar de los desnudos de Rogelio Cuéllar, las grandes obras eróticas en cualquier arte se reconocen, más que por la presencia en ellas de personas sin ropa, por su capacidad para mostrar “el ojo y la mirada del artista”.

Ese lúcido apunte de uno de los grandes autores eróticos de la literatura mexicana sirve como una invitación para tratar de identificar los elementos que vuelven no sólo distintivas sino memorables las fotografías de desnudo de Rogelio Cuéllar. Consciente de la imposibilidad de aislar “científicamente” esos rasgos, comparto con el lector de esta nota cuatro apuntes hechos con el propósito de contribuir a la tarea de desciframiento de su misterio.

Uno. En los desnudos de Rogelio Cuéllar, los cuerpos, aunque adopten una postura que suponemos sugerida por el fotógrafo, nunca dejan de moverse ni pierden su impulso. Se manifiestan como depósitos flexibles de energía fluctuante, desbordada de sus fronteras y sus cauces: cascadas y brazos de río; brazos y piernas que forman deltas de arena caliente que no queman si nos hincamos en ella.

Dos. En las fotografías eróticas de Cuéllar los cuerpos masculinos y femeninos jamás adoptan la disciplina o el refugio de la rectitud. Una tibieza parecida a la fiebre los inunda y los conduce a la contorsión solitaria y al entrelazamiento caprichoso con cuerpos de temperatura similar.

Tres. La apertura en compás de brazos y piernas, muy repetida en estas fotografías, es un efecto del calor, de la necesidad de ventilación de sexos y axilas, una directa instigación al olfato más que a la vista.

Cuatro (experiencia de una foto). Uno de los retratos de desnudo más inquietantes que me ha tocado ver de cualquier autor, se debe a Rogelio Cuéllar y se incluye en “Cartografía del instante”, en la sección llamada con acierto “Paisaje del cuerpo”. Una mujer de senos hermosos y piernas de columna egipcia ocupa de pie el tercio central de la toma, entre una cortina luminosa y una franja de oscuridad. La sola elección de su postura —el brazo derecho levantado y el izquierdo colgando junto a la cadera, como si nadara en el aire— revela el placer que le proporciona habitar (y ser) ese cuerpo generoso. La línea superior de la imagen se sitúa a la altura de su cuello, justo debajo de su rostro, dejando claro que no lo oculta por vergüenza sino por deseo de intimidad con quien hace la foto. El triángulo velloso del pubis se diría trazado con un pincel de abanico, la esfera de los pechos con el compás variable de unas manos tibias. Luego hay un detalle más, que misteriosamente carga de fuerza erótica a la imagen: tres centímetros abajo de la hondonada del ombligo, la marca triangular invertida de la ropa interior se observa con nitidez en el vientre de la mujer, delatando que ahí, casi ante nuestros ojos, ha ocurrido el momento ausente que la imagen conmemora. La mezcla irresistible de franqueza y reserva se ha conseguido porque Ella se declara dueña de sí misma y porque el fotógrafo ha sabido reconocer, respetar y preservar ese instante de plenitud. Ver y rever esa foto, recrearla en la memoria cuando se ha salido de la sala, justifica la visita a la muestra de Cuéllar; lo bueno es que el espectador de preferencias distintas puede elegir entre casi doscientas fotografías que en ella se reúnen.

Juan Rulfo_Rogelio Cuellar_1969
Juan Rulfo_Rogelio Cuellar_1969




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