ENSAYO
Tachas 580 • Distopías Latinoamericanas e imaginarios sociales • Alicia Rubio
Alicia Rubio

Las significaciones imaginarias de la sociedad
Los imaginarios son creaciones de la sociedad que permiten que exista un mundo en el cual esta se inscribe y se da un lugar. Esto les facilita constituir un sistema de normas, instituciones y designios tanto para la vida en común como para la individual. En estos modos de ordenamiento están presentes las significaciones imaginarias de la sociedad, las que han sido creadas por ella misma y sus propias instituciones personifican. Y si bien los poderes instituyentes nunca pueden ser explicados completamente, al quedar velados por los mismos laberintos de la sociedad, esa misma sociedad es la que instituye un poder explícito, sin el cual no podría sobrevivir. Y también es ella, en constante evolución, la que se ve amenazada por sí misma y su propio imaginario, el cual puede cuestionar las instituciones existentes. Por esta razón, el objetivo prioritario de toda investigación social e histórica es reconstruir y analizar esas significaciones (Castoriadis, 1997: 195). Esto nos induce a volver sobre aquella parte del imaginario social, el pensamiento utópico, que es el que cuestiona el rumbo de la sociedad, proyectando una contra imagen que se opone a la del momento en que ella se ha materializado.
Uno de los asuntos decisivos al abordar el tema de las distopías es determinar de qué manera influyen los imaginarios sociales en ellas, teniendo en cuenta que la historia y la memoria de una sociedad están profundamente vinculadas a ellos, pero muchas veces se encuentran en conflicto. ¿Qué es lo que sucede cuando estos imaginarios son interpelados por discursos alternativos o de oposición de los que los formularon? ¿Qué es lo que esto implica? Probablemente, el deseo de replantearlos para señalar el nuevo rumbo que debe seguir la sociedad. En este sentido, creemos que esa es la función que han desempeñado los escritos utópicos, la de dar forma, a través de un proyecto imaginario, a los deseos de la sociedad que ya no se siente interpretada por las respuestas conocidas. Como señala Mannheim, los pensamientos que son expresiones de deseo han existido a lo largo de la historia de la humanidad tomando distintas formas, ya sea como mitos o promesas religiosas; y agrega que considera utópicas “cualesquiera ideas trascendentes a la situación (no sólo proyección de deseos) que en alguna forma tienen el poder de transformar el orden histórico social existente” (Mannheim, 2004: 243). Sin embargo, este autor considera que las utopías viran hacia la realidad, lo que implicaría su propia desaparición al alcanzar la sociedad el dominio de las condiciones de existencia. ¿Esto implica que la sociedad en determinado momento de su evolución deja de soñar? Al respecto, creemos que una sociedad sin utopías es una sociedad sin metas y, por lo tanto, impensable. El propio Mannheim sostiene que, pese a que cree en la victoria de una mentalidad práctica y positiva (que Ricoeur califica como una vacua victoria de la congruencia), siempre hay estratos sociales cuyas aspiraciones no han sido satisfechas. Esto reforzaría la hipótesis acerca de la eterna presencia de un ideal utópico en el imaginario de la sociedad.
Los proyectos utópicos no sólo hablan de las fantasías de una sociedad sino que también se puede deducir de ellos su estado anímico (Ainsa, 1999: 63). Por tal motivo es interesante conocer las utopías, ya que muchas veces ellas plantean, de esta manera, una dinámica renovadora que pone en cuestión lo hasta allí hecho.
Es frecuente encontrar en los escritos utópicos un espacio dedicado a la crítica de sociedades contemporáneas del autor o descripciones acerca de los errores en los que no debe caer el modelo utópico. A estas descripciones de sociedades erradas se las denomina distopías. Entendemos por distopía (de dys-topos), un mal lugar, aquel que no puede tomarse como ejemplo por ir en contra de lo que las nuevas ideas consideran propio de la civilización moderna, constituyéndose a la vez en una crítica al orden socio-político existente y una propuesta alternativa al modelo imperante[1]. Pero, aunque su descripción no alcance un lugar tan destacado como el que ocupan las utopías, las distopías también nos permiten acceder tanto al imaginario de la época como a su pensamiento crítico. Volviendo al planteo de Mannheim, diríamos que, si una sociedad careciese de metas, carecería también de distopías, ya que no existiría nada en ella digno de ser modificado. Castoriadis afirma que:
Realidad, lenguaje, valores, necesidades, trabajo de cada sociedad especifican en cada momento, en su modo de ser particular, la organización del mundo y del mundo social referida a las significaciones imaginarias sociales instituidas por la sociedad en cuestión […] Participan también aquí el modo según el cual la sociedad se refiere a sí misma, a su propio pasado, a su presente y a su porvenir, y el modo de ser, para ella, de las otras sociedades (Castoriadis, 1999: Vol. II, 330).
Las sociedades, sean estas instituyentes o instituidas, son historia, es decir, constante auto-alteración, y esta auto-alteración perpetua es una de sus características fundamentales. Por tal motivo, uno de los objetivos primordiales de las investigaciones sociales e históricas es el de reconstruir estas significaciones de la sociedad analizada. Es así que las propias sociedades se tornan en amenazas para sí mismas cuando su propio imaginario cuestiona a las instituciones existentes. De manera que, si las sociedades toman los materiales con los cuales elaborarán sus imaginarios de lo que encuentran en su entorno, es decir, de aquello que les resulta familiar, ese mismo mecanismo es el utilizado por los escritores utópicos para explicar los modelos distópicos, ya que todo simbolismo se edifica sobre las ruinas de los edificios simbólicos precedentes (Castoriadis, 1999: Vol. I, 209). Mannheim alega que “sólo se designarán con el nombre de utopías aquellas orientaciones que trascienden la realidad cuando, al pasar al plano de la práctica, tiendan a destruir, ya sea parcial o completamente, el orden existente en determinada época” (Mannheim, 2004: 229). Ese orden a ser destruido es el descripto en las distopías. Este punto nos remite a un tema al que es sensible Marx, quien mantiene una disputa con Étienne Cabet a raíz del llamado realizado por este a los comunistas franceses a que abandonen Francia, en donde son perseguidos, para ir en pos de Icaria[2]. Marx se opone a esta convocatoria señalando que:
Si las personas honestas, si los que luchan por un futuro mejor se van y quieren dejarles el campo libre a los oscurantistas y a los canallas, Europa caerá forzosamente –Europa, que es precisamente la parte del mundo en que, simplemente por razones estadísticas y económicas, la comunidad de bienes puede ser introducida antes que en otras partes y con mayor facilidad–, y una nueva prueba de fuego le será impuesta, por siglos aun, a la pobre humanidad (citado por Marin, 1994: 85).
Esto nos lleva a pensar que los proyectos utópicos no son rechazados por el marxismo solamente por ser contrarios a la praxis, sino porque no se puede construir la sociedad deseada partiendo de la nada, sino que es necesario determinado grado de evolución socio-política y económica. Y esta situación es la descripta en las distopías. Marx aduce que es un error aspirar a crear una comunidad ideal porque quienes pretenden formar parte de la misma llegarán a ella cargados con sus historias personales, las que podrían transformarse en lastre para la nueva comunidad. Marx cree que quienes pretenden partir con Cabet pueden ser ardientes comunistas, pero están todavía “demasiado inficionados” con los defectos y prejuicios de la sociedad de la época como para arribar a Icaria sin ellos. Esta situación es comparada por Marx con la naturaleza al afirmar que es imposible para el labrador cosechar sin haber sembrado y, aunque parezca extraño, las condiciones necesarias para que triunfe la comunidad de bienes son las descriptas como distópicas, ya que ese será el paso previo necesario para arribar a la sociedad deseada.
Utopías y distopías: entre la historia y la memoria
Toda sociedad es historia y memoria actuando en un proceso dialéctico, y este proceso permite, como ya ha sido señalado, proceder a su auto-alteración. Por tal motivo, una sociedad instituida no se opone a la instituyente, no es un peso muerto, sino que representa una relativa estabilidad, transitoria, de las figuras instituidas. La auto-alteración perpetua de la sociedad es su ser mismo, que se manifiesta tanto en formas fijas como por el estallido de estas formas que implicarían, a su vez, la creación de otras nuevas (Castoriadis, 1999: Vol. II: 331). Es por este motivo que pensamos que las propias utopías se nutren de las experiencias previas y son estas las que formarán el núcleo inicial de los modelos distópicos. En este sentido, creemos que cuando hablamos de distopías no debemos considerar como tales únicamente a aquellas sociedades disfuncionales que la ciencia ficción ubica en el futuro, sino incluir también a los discursos críticos que el pensamiento utópico realiza a su entorno socio-histórico. De allí la importancia que le atribuimos a estas descripciones, ya que nos permiten conocer qué es lo que la sociedad juzga como funcionando mal en su interior.
Al seleccionar cuatro escritos acerca de la realidad distópica de un país o una región hemos tenido en cuenta el razonamiento de Mannheim según el cual aun cuando un individuo, al parecer aislado, da forma a una utopía, el proyecto debe ser tenido como el de la comunidad en la que vio su origen, que fue la que dio impulso a la tarea del pensador (2004: 244).
Distopías latinoamericanas
Desde su “descubrimiento”, América dio origen a las más variadas visiones utópicas por tenerse a este territorio como el lugar adecuado en donde establecer la comunidad ideal. Sin embargo, nos interesa analizar las descripciones distópicas contenidas en distintos escritos, los que si bien no pueden ser calificados como estrictamente utópicos (excepción hecha del perteneciente a Esteban Echeverría), proyectan en un futuro, más o menos inmediato, sus esperanzas de que América pueda encontrar el destino deseado. Por otra parte, si bien las utopías fueron en sus orígenes, proyectos delineados por europeos para ser ejecutados en el nuevo continente, resulta interesante proceder al análisis de los escritos realizados por plumas americanas en momentos que consideran que sus propias sociedades de origen deben proceder a su auto-alteración. Debido a la trascendencia de sus observaciones, hemos elegido a Esteban Echeverría, Ezequiel Martínez Estrada, Fidel Castro y Eduardo Galeano; y es nuestro propósito analizar en los escritos de estos pensadores las formas que adquieren las distopías expuestas por ellos.
I. Esteban Echeverría, destacada figura de la llamada generación del ‘37 rioplatense, inicia El Dogma Socialista con un llamado a la juventud argentina en el que anatemiza a los que, él considera, son los pecados capitales que hunden a la patria en la decadencia. Ellos son la corrupción, la tiranía, la traición, la cobardía, el egoísmo y el descreimiento. Sólo después de esta enumeración de defectos que aquejan a la sociedad se dedica a clamar glorias para quienes contribuyen en su regeneración. Al hablar de regeneración, Echeverría se lanza en pos de una utopía de reconstrucción que buscará instaurar como valores supremos a la fraternidad, la igualdad y la libertad. Para lograr este propósito, juzga imprescindible romper con las tradiciones retrógradas que subordinan a la región al Antiguo Régimen, que es en el que el socialista corporiza todo el pensamiento retardatario. Echeverría sostiene:
Dos ideas aparecen siempre en el teatro de las revoluciones: la idea estacionaria que quiere el statu quo y se atiene a las tradiciones del pasado y la idea reformadora y progresiva, el régimen antiguo y el espíritu moderno. Cada una de estas dos ideas tiene sus representantes y sectarios, y de la antipatía y la lucha de ellos, nacen la guerra y los desastres de una revolución (Rama, 1977: 112).
Más adelante señala:
La generación americana lleva inoculados en su sangre los hábitos y tendencias de otra generación [...] Su cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia, no (Rama, 1977: 112).
Echeverría no duda en responsabilizar a España por los defectos de la naciente patria, quien “nos dejó por herencia la rutina, y la rutina no es otra cosa en el orden moral que la abnegación del derecho de examen y de elección, es decir, el suicidio de la razón” (Rama, 1977: 113). Pero, aunque España es la principal responsable de haber inoculado a la región con sus vicios, Echeverría declara también culpables a aquellos hijos de la patria que, amurallados en su egoísmo, ven “pasar con estúpida sonrisa el carro triunfante del Despotismo por sobre las glorias y trofeos de la patria, por sobre la sangre y los cadáveres de sus hermanos, por sobre las leyes y los derechos de la nación” (Rama, 1977: 126). Más adelante, Echeverría se pregunta por el origen del marasmo en el que ha caído el país ni bien fundado: “¿Cómo explicar ese fenómeno moral que se reproduce siempre en todas las grandes crisis sociales, después de los desastres, convulsiones y delirios de la guerra civil?” (Rama, 1977: 126). No duda en atribuir el origen de estos males al abatimiento que sobreviene después de la gran excitación que significó la propia revolución:
Es que los desengaños han venido a entibiar las esperanzas; que ese intenso afanar y esa lucha prolongada para cimentar la libertad han sido estériles e ineficaces; que los principios y las doctrinas no han producido fruto alguno; y que la fe de todos los hombres, de todos los patriotas, ha venido a guarecer su impotencia en el abrigo desierto del escepticismo y de la duda, después de haber visto a la anarquía y al despotismo disputarse encarnizados el tesoro recogido por su constancia y su heroísmo (Rama, 1977: 126).
El desolador panorama descrito por Echeverría, el cual nos muestra con detalles los crímenes y desmanes que fustigan a su patria, nos habla claramente de la Argentina como una región eminentemente distópica. Pese a ello, no se resigna a esta situación ya que su filosofía “no es la de la impotencia” (Rama, 1977: 128). Basado en la idea de que los pueblos no están sujetos a ninguna ley de auto-exterminio y que cada generación aporta nueva vida a la sociedad, Echeverría considera que “para salir de este caos, necesitamos una luz que nos guíe, una creencia que nos anime, una religión que nos consuele, una base moral, un criterium común de certidumbre que sirva de fundamento a la labor de todas las inteligencias y a la reorganización de la patria y de la sociedad” (Rama, 1977: 127). Todo esto es lo que pudo aportar, según Esteban Echeverría, el dogma socialista.
II. El análisis del pensamiento de Ezequiel Martínez Estrada es más complejo ya que, podríamos afirmar, hace estallar el clásico modelo utópico al describir, en su Radiografía de la pampa a Trapalanda como un lugar eminentemente distópico pero sin encontrar en ella un espacio para la utopía, cosa que recién haría treinta años después cuando redacte “El nuevo mundo, la isla de utopía y la isla de Cuba”[3]. De esta manera rompe con el tradicional planteo diádico que enlaza a la distopía con una propuesta de carácter utópico. Sin embargo, Martínez Estrada afirmará en este último ensayo que la utopía de Moro no es una profecía sino una visión anticipada de la “intuición subliminal de las leyes biológicas de la historia” (1967: 260). Más adelante señala que la Utopía de Tomás Moro es un vaticinio cumplido y que cualquiera sea el porvenir que le espera al socialismo, “ese hecho histórico está en la línea de evolución de América, y ha sido proclamado abiertamente por la Constitución política de México y por la obra revolucionaria de Cuba” (Martínez Estrada, 1967: 260).
Desde el comienzo de Radiografía de la pampa, Ezequiel Martínez Estrada expone una situación original. Afirma que quienes se habían puesto en marcha hacia las nuevas tierras lo hicieron pensando que este lugar sería una utopía hecha realidad; una tierra de promisión en donde los metales preciosos iban a satisfacer todas las necesidades y a resolver todos los problemas:
El continente aparecía ante sus ojos como un mundo mágico salido del cubilete […] Lo natural era Trapalanda, con la ciudad en que los Césares indígenas almacenaban metales y piedras preciosas, elixires de eterna juventud, mujeres hermosas […] Vino a eso (Martínez Estrada, 2001: 13).
Sin embargo, pese a que las ilusiones de esplendor no se hicieron realidad en el Río de la Plata en virtud de la inexistencia de minas de oro y plata, los recién llegados procedieron a una auto reparación que mitigara ese error de la naturaleza:
Cuando comenzaron a poblarse estas comarcas, el sueño no se achicó; pasó como todos los sueños malogrados de la ambición y el anhelo del hombre inculto, a llenar los intersticios de la realidad, a ceder ante lo que la realidad tenía de materialmente cierto (2001: 14).
El vicio de la quimera del oro no se pulveriza ante la inexistencia de metales preciosos sino que, por el contrario, fue dibujando el día a día de las nuevas comarcas, inundando con las peores pasiones a sus habitantes: “Este porvenir ya preformado en ese presente de resentimiento, de rencor, ha ocasionado el delirante sueño de grandeza que tanto indignaba al idealista Alberdi. Vivimos con aquellas minas de Trapalanda en el alma” (Martínez Estrada, 2001: 14). Pero la frustración de los recién llegados no impidió que pretendieran resarcirse explotando a los nativos:
Trató al indio como hubiera tratado al dragón, de haber existido. El indio echaba el mal de ojo al tesoro encantado y lo desvanecía. La destrucción del indio era asegurarse la paz del usufructo, y al mismo tiempo destruir la evidencia de su fracaso (2001: 16)[4].
A esta altura cabe preguntarse ¿por qué es, entonces, que existen las tradiciones conmemorativas que cantan loas a lo hecho por los conquistadores y los colonizadores? Porque son estas tradiciones las que operan la sujeción de la sociedad al poder. No en vano Martínez Estrada comenta que “esos mitos surgen espontáneamente procreados por la palabra y la tradición, aunque más regularmente son trasmitidos por autoridad del maestro y la buena fe del catecúmeno. Los forjadores de mitos manes, lares y penates son los oradores, los escritores y los gobernantes” (2001: 322). Son esos mitos los que “dan, con su influencia, cuando no es confrontada por el juicio recto, un sentido de orientación, una clave de interpretación, conforme al ideal del líder, a los conocimientos ordinarios, al propósito que se persigue. El cuerpo recoge esas palabras y esos gestos y sigue viviendo en torno de ellos, como sigue pensando en torno al idioma que habla[5]” (Martínez Estrada, 2001: 322). Seguramente, uno de los problemas más difíciles de resolver es cómo romper con los mitos de una comunidad, porque al hacerlo se pone en crisis su imaginario, pero realizándolo se abre una posibilidad al cuestionamiento de todas las instituciones que mantienen a la región sumida en su drama[6].
III. Otra distopía que se halla emplazada en América Latina es la que describe extensamente Fidel Castro en su defensa, conocida como La historia me absolverá, ante el tribunal que lo juzga por el asalto al cuartel Moncada. El joven abogado cubano basa su alegato en el cuestionamiento del argumento empleado por el fiscal, quien se sustenta en un artículo que establece que “se impondrá una sanción de privación de la libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado”. Ante esto, Castro sostiene que “la dictadura que oprime a la nación no es un poder constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra la Constitución, violando la Constitución legítima de la Republica”. Castro argumenta que ha promovido una rebelión contra un poder único e ilegítimo que usurpó los tres poderes de la nación concentrándolos en el ejecutivo. Esto permitió que Cuba se convirtiese en otra de las distopías latinoamericanas. Por ejemplo, al hablar del pueblo, Castro define como tal a “la gran masa irredenta, a los que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan” (Castro; 2005: 59). Más adelante agrega que llamaba pueblo, si de convocar a la lucha se trata, a “los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar […] a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados […] a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya […] a los treinta mil maestros y profesores, tan abnegados, sacrificados […] que tan mal se les trata y se les paga, a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados por deudas […] a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etc., que salen de las aulas […] para encontrarse en un callejón sin salida” (Castro, 2005: 60) y concluye diciendo que a ese pueblo no le iban a decir lo que le venían a dar sino que: “¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!” (Castro, 2005: 61). Castro sostiene que ese es el medio que posibilitará a los cubanos dar el gran salto de la distopía a la patria utópica[7]. Fidel no olvida formular un proyecto utópico que liberará a Cuba del lastre de la dictadura. Se trata de las cinco leyes revolucionarias que hubiesen sido proclamadas después de tomar el cuartel Moncada. Él mismo las detalla en su defensa, deseando que consten en el sumario. Pero, para que el pueblo pueda juzgar sus propuestas, es imprescindible que antes las conozca. Utilizar el juicio para difundir su proyecto es una de las tácticas elegidas por Castro, razón por la que declara que si el llevarlo ante ese tribunal no es más que pura comedia “para darle apariencia de legalidad y justicia a lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano firme el velo infame que cubre tanta desvergüenza” (Castro, 2005: 87). El cinismo de los gobiernos despóticos es una de las características más frecuentes en los modelos distópicos.
IV. La cuarta distopía es la descripta por Eduardo Galeano[8]. Comparte con las anteriores el deseo de contribuir en la toma de conciencia por parte de los lectores del libro. Desde el mismo título, Galeano deja en claro su mirada descarnada sobre la historia de la región. Trata de poner en evidencia a los responsables de Las venas abiertas de América Latina. Su relato de la historia de esta parte del continente es concebido como una distopía integrada por la suma de todas las infamias que la región ha debido padecer desde la llegada de los conquistadores. Galeano señala que, en esto de sufrir, Latinoamérica fue precoz. Afirma que aún hoy “continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva de petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos” (Galeano, 1983: 1).
¿Qué lleva a Galeano a escribir en la década del setenta un libro sobre la historia de la región que se distinguiera de los realizados por especialistas en el tema? En el capítulo denominado “Siete años después”, agregado a la primera versión editada, el uruguayo sostiene que el libro fue redactado para conversar con la gente. Se trata de un diálogo entre un autor no especializado con lectores de la misma condición, cuya intención es narrar de otra manera aquellos hechos que oculta la historia contada por los vencedores. En este punto nos resulta imperioso volver a las Tesis de filosofía de la historia de Benjamin:
Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra (Benjamin, 1973).
Desconocemos si Galeano había leído a Walter Benjamin, pero el siguiente párrafo parece haber sido escrito bajo su influjo:
La veneración del pasado me pareció siempre reaccionaria. La derecha elige el pasado porque prefiere a los muertos: mundo quieto, tiempo quieto. Los poderosos, que legitiman sus privilegios por la herencia, cultivan la nostalgia […] Nos mienten el pasado como nos mienten el presente: enmascaran la realidad. Se obliga al oprimido a que haga suya una memoria fabricada por el opresor, ajena, disecada, estéril. Así se resignará a vivir una vida que no es la suya como si fuera la única posible (Galeano, 1983: 439).
Cabe preguntarse ¿en dónde reside la fuerza del presente que parece arrastrarnos a un futuro que no es el que la mayoría desea? Galeano comenta que, en el tiempo transcurrido desde la primera edición de su libro, la historia no ha dejado de ser cruel con América Latina. “Así lo reconocen los documentos de los organismos internacionales especializados, cuyo aséptico lenguaje llama ‘países en vías de desarrollo’ a nuestras oprimidas comarcas y denomina ‘redistribución regresiva del ingreso’ al empobrecimiento implacable de la clase trabajadora” (1983: 440). La aparente fuerza arrolladora de los acontecimientos nos anima a volver a las ideas de Benjamin:
Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso (Benjamin, 1973).
Progreso fue el nombre que se le dio a los innumerables hechos aberrantes que jalonan la historia de América Latina. Sin embargo, la idea de progreso también estuvo presente en muchas de los modelos utópicos. Por este motivo, distopías como la descripta por Galeano suelen mirar con nostalgia hacia el pasado precolombino: “Los efectos de la conquista y todo el largo tiempo de humillación posterior rompieron en pedazos la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado” (Galeano, 1983: 78). Algunos especialistas señalan que las utopías que reivindican el pasado suelen ser conservadoras. Creemos que no es así, al menos en este caso, porque Galeano recupera cierto pasado para condenar un presente ominoso. Tal vez por eso prefiere acudir a las memorias de las comunidades, evadiendo la quimera del progreso. Cierta historia contribuiría en condenar a la sociedad a un destino que ella no ha elegido. Benjamin ha escrito:
La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de esta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá constituir la base de la crítica a tal representación del progreso (Benjamin, 1973).
A modo de conclusión
Si en el primer modelo Esteban Echeverría denunciaba el peso negativo de las tradiciones heredadas de España, y el segundo, concebido por Martínez Estrada, se ocupaba de los perjuicios sufridos por estas tierras al no haberse encontrado en ellas las riquezas soñadas por los conquistadores, la tercer distopía, descripta por Fidel Castro, denuncia la inconstitucionalidad del gobierno como origen de los males que aquejan a Cuba. Galeano, en tanto, argumenta que son los poderosos de turno los culpables de las miserias a las que se ven sometidos los pobres de la región. Pese a lo diverso de sus planteos, estos autores comparten su deseo por desentrañar el origen de los males de la zona desarrollando para ello sus propias hipótesis. Las suyas son visiones alternativas al pensamiento hegemónico de la época en que fueron escritos estos textos. Creemos que todos emplearon como fuente de certezas los datos que les proporcionaba su propia percepción de la realidad, evitando acudir a fuentes canónicas y abrevando, en cambio, tanto en corrientes de oposición como en las tradiciones y la memoria de la región. Consideramos que la tradición y la memoria dependen la una de la otra, razón por la cual debe someterse a ambas al mismo proceso de revisión para evitar (o, al menos, procurar detectar) las deformaciones en que incurren las ideologías. De esta forma, al rescatar mediante la historia y la memoria las promesas y sueños incumplidos, la sociedad puede acceder a una concepción abierta y viva de sus utopías. La memoria aventaja a la historia al dejarla a esta como disciplina puramente retrospectiva en el movimiento de la conciencia histórica y se ve enriquecida por la paradoja planteada por Koselleck acerca de su vínculo con el futuro: “Aunque, en efecto, los hechos son imborrables y no puede deshacerse lo que se ha hecho, ni hacer que lo que ha sucedido no suceda, el sentido de lo que pasó, por el contrario, no está fijado de una vez por todas. Además de que los acontecimientos del pasado pueden interpretarse de otra manera, la carga moral vinculada a la relación de deuda respecto al pasado puede incrementarse o rebajarse, según tengan primacía la acusación, que encierra al culpable en el sentimiento doloroso de lo irreversible, o el perdón, que abre la perspectiva de la exención de la deuda, que equivale a una conversión del propio sentido del pasado” (Ricoeur, 1999: 49). Si a esto añadimos que la memoria puede ser desdoblada en memoria-repetición y memoria-reconstrucción, pudiendo vincular a esta última con los proyectos de reinterpretación del pasado, consigue ser explicada como un caso de acción retroactiva de la intencionalidad del futuro sobre la aprehensión del pasado. Si bien, como ha sido señalado por Mannheim, la mentalidad conservadora, al no ser afecta a formulaciones teóricas, descubre sus ideas ex post facto al verse precisada a responder al ataque de los grupos sociales ascendentes, elaborando una contra-utopía (2004: 267), los planteos distópicos dotan a la comunidad de una actitud crítica e innovadora que la facultan para construir un futuro acorde con las expectativas de los sectores más progresistas.
Así puede corregirse el déficit de la conciencia histórica en lo que respecta a su incapacidad de proyectarse hacia el futuro, al superar su tendencia a reiterar sus reclamos por las glorias perdidas y las humillaciones sufridas.
BIBLIOGRAFÍA
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Benjamin, Walter 1973 (1940) Tesis de filosofía de la historia (Madrid: Taurus).
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Castoriadis, Cornelius 1999 (1975) La institución imaginaria de la sociedad (Buenos Aires: Tusquet) Vol. I y II.
Castro, Fidel 2005 La historia me absolverá (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg).
El Correo de la UNESCO 2001 “Eduardo Galeano, una voz contra la corriente”, enero. En <http://www.unesco.org/courier/2001_01/sp/index.htm>.
Fernández Retamar, Roberto 1979 Caliban y otros ensayos (La Habana: Arte y Literatura).
Galeano, Eduardo 1983 (1971) Las venas abiertas de América Latina (Buenos Aires: Siglo XXI).
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Mariátegui, José Carlos 1979 Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Caracas: Biblioteca Ayacucho).
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Martínez Estrada, Ezequiel 1967 En torno a Kafka y otros ensayos (Barcelona: Seix Barral).
Martínez Estrada, Ezequiel 2001 Radiografía de la pampa (Buenos Aires: Losada).
Rama, Carlos 1977 Utopismo socialista (Caracas: Biblioteca Ayacucho).
Ricoeur, Paul 1994 (1986) Ideología y utopía (Barcelona: Gedisa).
Ricoeur, Paul 1999 La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido (Madrid: Arrecifes).
(Para cita: Rubio, Alicia. 2006. Distopías Latinoamericanas e imaginarios sociales. En publicación: Pensamiento de nuestra América. Autorreflexiones y propuestas en https://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/formacion-virtual/20100721010645/16Rubio.pdf )
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Alicia Rubio. Licenciada en Historia, Magíster en Sociosemiótica del Programa de Estudios sobre la Memoria del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNCo) Argentina
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[1] Una definición más amplia del término es la que nos brinda la Wikipedia: “Cualquier sociedad considerada indeseable por cualquier razón. El término fue acuñado como el antónimo de utopía y es comúnmente usado en referencia a una sociedad ficticia (generalmente de un futuro próximo) donde las convenciones sociales son llevadas a extremos de pesadilla. De acuerdo con el Oxford English Dictionary, el término fue creado por John Stuart Mill, que también usaba el sinónimo creado por Bentham, cacotopía, al mismo tiempo. Las dos palabras se basan en utopía, analizada como eu+topia, como un lugar donde todo es como debería ser, es decir, lo inverso de dys+topia, que es un lugar donde esa no es la situación. Casi siempre la diferencia entre utopía y distopía depende del punto de vista del autor. Las distopías son frecuentemente creadas como avisos, o como sátiras, mostrando las convenciones actuales y los límites extrapolados al máximo. En ese aspecto difieren fundamentalmente de las utopías, pues estas no tienen raíces en nuestra sociedad actual, figurando en otra época o tiempo o después de una gran brecha histórica. Una distopía está conectada íntimamente a la sociedad actual” (en , traducción del portugués de A. R.).
[2] Este es el nombre dado por Cabet a una utopía descripta en su libro Viaje por Icaria
[3] Este texto forma parte del libro En torno a Kafka y otros ensayos (Martínez Estrada, 1967). Allí su autor afirma que “es muy curioso que la Revolución Cubana de 1953-1958 dé a Utopía base para una nueva correlación entre la utopía socialista de los precursores románticos y la realidad marxista-leninista, frente a la cual el gobierno y las clases gobernantes de Estados Unidos se encuentran en una perplejidad semejante a la de un landlord que leyera la Utopía en 1516”.
[4] Sin embargo, no sólo en Trapalanda se atropelló al nativo, esta actitud se extendió por todo el continente. Uno de sus más agudos observadores, Mariátegui, supo sintetizarlo en pocas palabras: “Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía inkaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la conquista” (Mariátegui, 1979: 5).
[5] No se trata de una mera coincidencia que Martínez Estrada destaque que la sociedad sigue viviendo de acuerdo al idioma que habla. En Caliban y otros ensayos, Roberto Fernández Retamar realiza un sugestivo análisis de lo que significó el lenguaje en la esclavitud Caliban (1979).
[6] De ser así, a la historia le cabría el papel más deplorable de todas las ciencias. En este punto, las tesis de Walter Benjamin sobre la Filosofía de la historia vienen a salvarnos del desamparo y el escepticismo: “El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta como monada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera, de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia. El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto” (Benjamin, 1973).
[7] Las razones esgrimidas por Castro para solicitar la difusión de las cinco leyes se asemejan a las que Víctor Hugo escribió en Los miserables: “Una insurrección que estalla es una idea que sufre su examen ante el pueblo” (2000: 784).
[8] En una entrevista publicada en El Correo de la UNESCO (2001), el periodista danés Niels Boel señala que el libro de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina “es una obra de referencia para todos los que quieren entender la historia y la realidad de ese continente. Su punto de partida es un enigma: ¿Por qué una región tan favorecida por la naturaleza ha sido tan poco afortunada desde el punto de vista social y político? Esta obra, subyugante como una novela policíaca, cuenta con ardor, lucidez e indignación la historia del ‘pillaje’ del continente latinoamericano, primero por los españoles y portugueses y luego por Occidente y las clases dominantes de las repúblicas”.