ENSAYO
Tachas 580 • Raíces históricas de la discriminación étnico-racial en América Latina y el Caribe • Martín Hopenhayn y Alvaro Bello
Martín Hopenhayn y Alvaro Bello
A. El concepto de raza y la discriminación
La importancia de categorías y conceptos como raza y etnicidad reside en que a través de la historia y hasta nuestros días, rasgos físicos y biológicos como el color de piel, el grupo de sangre o, de otro lado, la cultura a la cual se pertenece, son causa de desigualdad, discriminación y dominación de un grupo que se autodefine como superior o con mejores y más legítimos derechos que aquellos a los que se desvaloriza y excluye (Oommen, 1994)[1]. Junto con género y clase, raza y etnicidad generan verdaderos sistemas y mecanismos culturales, sociales e incluso institucionales de dominación a través de los cuales se impide el acceso equitativo de grandes grupos humanos a los frutos del desarrollo económico. Mientras la raza se asocia a distinciones biológicas atribuidas a genotipos y fenotipos, especialmente con relación al color de la piel, la etnicidad se vincula a factores de orden cultural, si bien con frecuencia ambas categorías son difícilmente separables.
La construcción de una terminología y una estructura ideológica de la raza es de antigua data, pero su mayor desarrollo se produce entre los siglos XVI y XVIII, durante las fases de descubrimiento, conquista y colonización de América por parte de naciones europeas. El colonialismo va a ser una fuente primordial para la constitución de las ideas sobre las diferencias raciales. La misma idea de la superioridad racial europea frente a la supuesta inferioridad y salvajismo de los nativos de América serán parte de los procesos históricos de construcción de imágenes culturales de conquistados y conquistadores (Said, 1993).
Sin embargo, la mayor racionalización “científica” de la raza tiene su origen en el desarrollo de las ciencias naturales durante la Ilustración. Linneus (1707-1778), por ejemplo, desarrolla una taxonomía del mundo natural a través de un sistema en que incluye a las diferentes razas humanas como especies y subespecies, según características físicas y diferencias biológicas a las que se asociaban determinados atributos sociales y culturales. Se señala que el apogeo máximo del discurso científico sobre la raza se produce después de la abolición de la esclavitud (mediados del siglo XIX), como una manera de institucionalizar en las ciencias y teorías emergentes, la inferioridad de los negros (Wade, 1997). De esta manera, el fin de la esclavitud no garantizará la igualdad racial.
La formación de los estados modernos muestra que en la conformación de naciones y nacionalismos operó un discurso sobre la raza con efectos excluyentes sobre las poblaciones nacionales. Prueba de ello es que la mayor parte de las manifestaciones de racismo se han dado dentro de las fronteras nacionales. El racismo como acción política (Anderson, 1983) justifica más los procesos de dominación internos que de dominación extranjera de tipo colonial. La situación de los pueblos indígenas y minorías étnicas y nacionales en América Latina y el Caribe refuerza, pues, la idea de la existencia de colonialismos internos.
El peso del argumento racial ha pasado del discurso científico al imaginario social, sobre la base de variaciones fenotípicas con que cada sociedad construye significados en el contexto de sus experiencias históricas. Pero como señala Wade, la raza existe no como pura idea sino como una categoría social de gran tenacidad y poder (Wade, 1997:14)[2]. La discriminación por motivos de raza o etnia implica una operación simultánea de separación y jerarquización: el otro racial o étnico es juzgado como diferente, y a la vez como inferior en jerarquía, cualidades, posibilidades y derechos. Esta negación del otro se expresa de distintas maneras entre sujetos y grupos sociales, sea mediante mecanismos simbólicos y acciones cotidianas, sea como políticas sistemáticas y oficiales de Estados o gobiernos, como en el caso de los regímenes que han aplicado métodos de apartheid.
B. La negación del otro como raíz histórica de discriminación en América Latina y el Caribe
En la región, el concepto de raza y sus efectos discriminatorios se vincula históricamente a lo que se ha dado en llamar la “negación del otro” (Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1996)[3]. En términos étnicos y culturales, ella sobrevive y se transfigura a lo largo de la historia republicana y sus procesos de integración social y cultural.
La negación del otro como forma de discriminación cultural se transmuta históricamente en forma de exclusión social y política. En la modernidad latinoamericana y caribeña el problema de la exclusión se expresa en el hecho de que la región tiene la peor distribución del ingreso en el mundo; y en el sesgo elitista en las relaciones de poder, que ha constituido un serio obstáculo al desarrollo de las democracias liberales en la era republicana de muchos de los países de América Latina y el Caribe. Por cierto, la exclusión social se asocia hoy a factores sociodemográficos, a las dinámicas (o insuficiencias dinámicas) de acumulación de la riqueza y de los factores productivos, y por las brechas educacionales, entre otros factores. Sin embargo, la negación originaria de la cultura e identidad del otro constituye una estructura de discriminación étnico-racial en torno a la cual se adhiere, con mayor facilidad, la exclusión que adviene en las dinámicas de modernización.
El origen más remoto de la exclusión y la segregación étnica y racial se encuentra en la instauración del régimen de conquista y colonización. El dominio de territorios, la apropiación de la riqueza natural del continente, la hegemonía política y cultural, el sometimiento o la evangelización, y la incorporación masiva de mano obra a las faenas agrícolas y mineras, fueron eslabones del sometimiento y la discriminación de grupos indígenas y poblaciones afrolatinas y afrocaribeñas, mediante el denominado “servicio personal” o “encomienda”, y en la esclavitud o trabajo forzado.
Mientras la conquista fue un proceso de sometimiento, exterminio y avasallamiento de la cultura de los pueblos indígenas, durante la colonia la estratificación y organización de la sociedad estuvo plenamente ligada a patrones de jerarquización cultural y racial. Sobre esos patrones se construyó la pirámide social, cuyo escalón más bajo era ocupado por los esclavos africanos y en cuya cúspide se ubicaban los luso-hispanos. Indígenas y mestizos estaban a medio camino entre ambos. La movilidad se restringió a algunos estratos de mestizos. El mestizaje permitió mitigar esta jerarquización en alguna medida, poniendo en cuestión el concepto de "pureza de raza" que operó como resorte ideológico de negación del otro.
La negación del otro presenta, en su desarrollo histórico, matices diversos. Esta construcción difiere, por ejemplo, si el encuentro cultural se realizó en sociedades ya complejas, como las andinas o mayas, o si tuvo lugar en sociedades de menor complejidad o mayor dispersión, como las amazónicas, mapuches o caribeñas. Muy distinta ha sido, también, la dinámica de negación del otro respecto a la población africana esclava, que generó escenarios distintos, como se observa en el caso de Brasil y de buena parte del Caribe. Los matices se hacen todavía más complejos al considerar las migraciones europeas más recientes, que se entroncaron con sociedades republicanas constituidas, como en Argentina y Uruguay.
Desde el lado del descubridor, el conquistador, el evangelizador, el colonizador, el criollo, finalmente el blanco, la negación parte de un doble movimiento: de una parte se diferencia al otro respecto de sí mismo, y en seguida se lo desvaloriza y se lo sitúa jerárquicamente del lado del pecado, el error o la ignorancia. En el caso indígena la categoría indio conjuga simultáneamente aspectos biológicos (raciales y racistas) y culturales. Ser indio reflejaría una condición de subordinación y negación de un grupo humano frente a otro que se autoconstruye y erige como superior. Bajo esos preceptos, durante el orden colonial las poblaciones indígenas se vieron sometidas a una permanente intervención, desestructuración y destrucción de sus formas de vida, lengua y cultura. En muchos casos fueron desplazados, dispersados o expulsados de sus territorios perdiendo con ello los vínculos societales y culturales que les aglutinaban. En este proceso, el deterioro de los recursos naturales, junto a otros factores (explotación laboral, nuevas enfermedades, etc.), fueron causa de una catástrofe demográfica de la población indígena, por lo que se procedió a incorporar mano de obra esclava de origen africano para la producción agrícola y minera.
No hubo muchos cambios en los emergentes Estados republicanos, y aunque en muchas regiones las poblaciones indígenas tuvieron una activa participación en las campañas de Independencia, a poco andar las elites republicanas reconstruyeron el mecanismo de negación del otro, atribuyendo a las poblaciones indígenas el carácter de obstáculo al progreso, la cultura y la construcción del Estado-Nación.
Los Estados Nacionales en el siglo XIX se plantearon la superación de las estructuras jerárquicas de la colonia bajo la bandera de una sola cultura y una sola nación, lo que sirvió también para empresas de homogenización nacional que arrasaron con las culturas indígenas, mediante aculturación o exterminio. Con dicotomías excluyentes, como "civilización o barbarie", se forzó a las culturas indígenas a someterse a las formas culturales dominantes.
La negación del otro por parte de las elites políticas y económicas (las elites que asumen su identidad como criolla, casi nunca como mestiza) tiene, asimismo, otras caras[4]. Por un lado, el otro es el extranjero, y la cultura política latinoamericana, en sus versiones más tradicionalistas y autoritarias, ha exhibido con frecuencia una resistencia xenofóbica al otro-extranjero que amenaza la identidad nacional desde fuera y corroe la nación. Es frecuente encontrar discursos esencialistas o autoritarios, para quienes la influencia externa adquirió el rostro de la decadencia moral o la potencial corrupción del ethos nacional. En el extremo opuesto, el propio "criollo" latinoamericano ha negado al otro de adentro (al indio, al mestizo) identificándose de manera emuladora con lo europeo o norteamericano, o bien definiendo el ethos nacional a partir de un ideal europeo o ilustrado, frente al cual las culturas étnicas locales quedaron rotuladas con el estigma del rezago o la barbarie.
La “aculturación-culturización” o integración simbólica ha operado como relevo moderno de la evangelización, pero con otros fines: la negación del valor específico de la cultura e identidad propia de los grupos indígenas, y el intento organizado de quitarles su propio universo simbólico para disciplinarlos en el trabajo productivo, la ideología del Estado-Nación, el espíritu racionalista y el uso de una lengua europea. Si antes habían sido desvalorizados por precristianos, más tarde lo fueron por preracionales y premodernos, y considerados salvajes, haraganes, indolentes, impulsivos, negligentes, brutos, supersticiosos y disolutos. Las taxonomías naturalistas de la Ilustración de fines del siglo XVIII sirvieron de base para esta nueva jerarquía donde negros e indígenas aparecían condenados por la naturaleza.
Los Estados nacionales se plantearon también la construcción de la identidad nacional que, por mucho tiempo, no contempló lo indígena y lo negro. La dialéctica de civilización y barbarie que plasmó el darvinismo social en las ideologías criollas, los consideraba como bárbaros o incivilizados, carentes de Estado o de la capacidad de otorgarse a sí mismos una sociedad políticamente organizada, un sistema económico coherente e industrioso, o un conjunto de normas de conducta moral.
El resultado ha sido especialmente problemático si se considera que ni la culturización ni la aculturación fueron totales. Indios, negros, mestizos, zambos, ladinos y otras versiones de lo “no blanco”, “no europeo”, “no criollo” o “no ilustrado”, quedaron en gran medida a mitad de camino entre una y otra cultura. Más que identidad, desidentidad. Se necesitaron grandes esfuerzos para preservar sus visiones de mundo y sus prácticas comunitarias; como para sacrificarlas y para integrarse en una modernidad que, en la historia de la región, no se caracterizó ni por el multiculturalismo ni por la tolerancia.
La negación de la heterogeneidad cultural en la génesis de los Estados nacionales latinoamericanos y caribeños se perpetuó mediante sistemas de reproducción social y cultural. Los curriculum educativos, por ejemplo, comenzaron a recrear y transmitir, de generación en generación, contenidos y formas de conocimiento sobre indígenas y negros que no sólo los desvalorizaban, sino que construían su imagen como figuras del pasado, sin existencia real en el presente. Los pueblos indígenas reales se mencionaban como sociedades atrasadas y refractarias a los procesos de modernización y cambio. La misma idea moderna de cultura tradicional —que la mayor parte de las veces se refiere a la cultura de los grupos excluidos de la sociedad—refleja la imagen de pueblos estáticos, ahistóricos y resistentes a toda modernidad[5].
Sin embargo, a diferencia de los pueblos afroamericanos o afrocaribeños, los indígenas fueron objeto de mayor preocupación por parte de los Estados y de algunos sectores de la sociedad que se plantearon proyectos de integración simbólica del indio, a quienes consideraban los legítimos depositarios de la “identidad latinoamericana”. Un nuevo modo de percibir a los pueblos originarios, el indigenismo, tuvo gran fuerza entre la década del cuarenta y la del sesenta en el siglo XX, y procuró difundir los principios y avances de la vida moderna en las poblaciones indígenas. Los ejes del proyecto de asimilación fueron la educación y la “campesinización” de quienes aún vivían en las zonas rurales. El nuevo proyecto civilizatorio se cimentó en la necesidad de igualar, homogeneizar e incorporar a los indígenas sin considerar sus particularidades e identidades propias.
La historia posterior a la abolición de la esclavitud no ha logrado superar algunos efectos discriminatorios y excluyentes sobre los afrolatinos y afrocaribeños[6]. Por ejemplo en Venezuela, si bien tempranamente las elites republicanas se opusieron oficialmente a todo prejuicio y discriminación raciales, también proyectaron “blanquear” la población mediante políticas de promoción de la inmigración europea. Y si bien hubo negros en influyentes cargos políticos y militares durante el siglo XIX, esta presencia empezó a declinar a fines de dicho siglo, y prácticamente desaparecieron en el siglo XX. En 1959 se inició una era en que los negros pudieron alcanzar posiciones políticas al nivel local y nacional, si bien las elites blancas venezolanas siguieron excluyéndolos de sus instituciones sociales y económicas.
En Brasil las teorías raciales importadas en el siglo XIX debieron morigerarse, dado que el mestizaje se constituyó en gran soporte demográfico de la sociedad nacional, adquiriendo incluso connotaciones positivas en cuanto al origen del carácter nacional y al fruto de la amalgama entre blancos, negros e indígenas. Sin embargo hasta hoy la población negra de Brasil padece niveles de exclusión mucho mayores que otros grupos de la población general del país, en términos de acceso al empleo, a los ingresos, a la educación, a espacios deliberativos y a indicadores generales de bienestar.
En el Caribe francés el color de la piel ya era parte de un discurso jerárquico internalizado al final del siglo XVIII, en que la cúspide de la jerarquía correspondía a los blancos “puros”. El resto de la población estaba clasificada taxonómicamente según componentes raciales, asociada a status sociales fijos. Moreau de Saint-Méry consideraba razonable admitir el conocimiento genealógico de 7 generaciones anteriores, o sea, 128 ancestros individuales, de tal manera que se pudiera pensar en cada persona como constituida por 128 "partes". Esta idea dio origen a un sistema de clasificación racial compuesto de 11 categorías[7], en que cada categoría "genealógica" contiene un fenotipo y un conjunto de comportamientos asociados. Por esta vía, cada categoría racial quedó asociada a un nicho socioeconómico. (Price, 1995).
La isla de Martinica es un caso clásico de racismo vertical y jerarquizado, con una fuerte tendencia de los habitantes a asimilar los valores de los colonizadores franceses[8]. La actual categorización de los individuos no blancos de Martinica (según el color de la piel, textura del pelo y trazos faciales) es herencia directa de la racionalización colonial. Esta clasificación biológica sigue dividiendo a la población tanto en lo simbólico como en lo cotidiano. Resulta sintomático que en el imaginario popular subsiste el sueño de tornarse mágicamente blanco como forma simbólica de salvación. (Price, 1995). Y en Haití, pese a que la legislación interna ha incorporado el Convenio de las Naciones Unidas contra la Discriminación Racial, hay denuncias de que permanecen impunes personas que han cometido actos de violencia relacionados a la discriminación racial (Naciones Unidas, 1999c).
Para cita: Hopenhayn, M. y Bello, A. 2001. Discriminación étnico-racial y xenofobia en América Latina y el Caribe.CEPAL. Chile.
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Martín Hopenhayn. De nacionalidad chilena, Martín Hopenhayn estudió filosofía en las Universidades de Chile, Buenos Aires y París, en esta última se tituló bajo la dirección de Gilles Deleuze. Como profesor e investigador fue desplazándose progresivamente en una búsqueda interdisciplinaria de alternativas más humanas de desarrollo. Actualmente se desempeña como Director de la División de Desarrollo Social de la CEPAL. Entre sus obras destacanNi apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina (FCE, 1994), Después del Nihilismo(Andrés Bello, 1997) y Repensar el trabajo. Historia, profusión y perspectivas de un concepto (Norma, 2001).
Alvaro Bello. Doctor en Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y actualmente es Investigador del Núcleo Científico-Tecnológico en Ciencias Sociales y Humanidades de la UFRO. Entre los años 2013 y 2016 fue director del Instituto de Estudios Indígenas de la UFRO y entre los años 2009 al 2011 se desempeñó como profesor de la Carrera de Antropología y director del Departamento de Antropología de la Universidad Católica de Temuco. Se ha desempeñado como investigador en diversos proyectos FONDECYT y ha sido distinguido como Profesor Visitante (VisitingScholar) en el Center of Latina American Studies de la Universidad de Cambridge, Reino Unido (2015); en el Instituto Ibero-Americano de Berlín, Alemania (2014) y en el Center fortheStudy of Ethnicity and Race de la Universidad de Columbia en Nueva York, Estados Unidos (2008). Ha dictado cursos, conferencias y charlas en diversas universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa. Asimismo ha sido consultor en distintos organismos del sistema de Naciones Unidas tales como CEPAL, PNUD y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Ginebra (Suiza)
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[1] Ver Bello y Rangel, 2000, pp. 4-6.
[2] De ahí su vigencia e importancia como mecanismo de dominación y exclusión social. De hecho la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1963) intenta detener el progresivo avance de nuevas formas de discriminación racial en numerosos Estados miembros de la comunidad internacional.
[3] Los párrafos siguientes se basan en Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1996.
[4] Ver también Calderón, Hopenhayn y Ottone (1996).
[5] Ver Bello y Rangel, 2000.
[6] Ver Bello y Rangel, 2000.
[7] Negro, sacatra, griffe, marabou, mulâtre, quateron. Métis, mamelouc, quarteronné, sang-melé y blanco (Price, 1995).
[8] Los privilegios económicos y políticos especiales que la isla recibe a través de su inclusión en Europa amortiguan gran parte de la fuerza del racismo cotidiano (Price, 1995).