ENSAYO
Tachas 581 • Sujetos En La Historia • Silvana Flores
Silvana Flores

Sujetos En La Historia: El Nuevo Cine Latinoamericano Y La Frontalidad Del Discurso
Introducción
A lo largo de la historia del cine de América Latina, ha existido una tendencia hacia la elaboración del discurso fílmico[1] en base al modelo de representación del cine realizado en los países centrales. Desde los telones de fondo pintados, inspirados en el film d’art francés durante el período silente[2], hasta las aventuras y romances propuestos por el cine institucional de Hollywood, Latinoamérica ha tenido su mirada puesta en fuentes foráneas de producción cinematográfica. Ya sea en lo que respecta a los contenidos temáticos como en los factores estilísticos, el cine latinoamericano ha mantenido generalmente una actitud reproductiva frente a las producciones provenientes del eje euro-norteamericano, adaptándoles a las particularidades nacionales y/o regionales.
El modo de representación institucional[3], promovido especialmente por el cine industrial de Hollywood, se destacó por su capacidad peculiar para capturar la mirada del espectador en el universo filmado, de tal manera que éste se involucre en el relato, guiado en gran parte por un movimiento de causa y efecto logrado por la narración, bajo el principio de la continuidad (también denominado raccord). A su vez, se definió por su centralidad en la construcción del encuadre. Sin embargo, debido a la evolución que ha tenido el lenguaje del cine a lo largo de las décadas, su característica definitoria consistió principalmente en su nivel de hegemonía sobre la codificación del arte cinematográfico. Los films de América Latina que han trascendido hasta mediados de la década del cincuenta están inscriptos precisamente en esta modalidad discursiva y representativa.
Teniendo en cuenta este aspecto en particular, la segunda mitad de los años cincuenta produjo un vuelco en los patrones de representación, y a causa de eso, se constituyó como un período transicional que dio a luz una serie de films caracterizados por introducir el germen de lo que se conoció como Nuevo Cine Latinoamericano[4]. Estas obras fundacionales se establecieron como productoras de un quiebre en los valores que habían estado instalados durante décadas en la cinematografía regional, y estuvieron ancladas en las preocupaciones de los cineastas por las circunstancias sociohistóricas que los contextualizaron, en especial la reivindicación de las demandas de los sectores marginados de la sociedad.
Estos films, entre los que se destacaron principalmente El mégano (Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, 1955) (Cuba), Río, cuarenta grados (Rio, quarenta graus, Nelson Pereira dos Santos, 1955/56) (Brasil) y Tire dié(Fernando Birri, 1958) (Argentina), también efectuaron un desplazamiento del modo de representación institucional dando lugar a recursos tales como el empleo de voces narrativas que dieron a conocer el punto de vista ideológico del marginado, y la combinación de los registros de ficción y documental, entre otros aspectos formales.
A partir de allí, los films del Nuevo Cine Latinoamericano comenzaron a establecer ciertos patrones estéticos resumidos en la evidencia del dispositivo cinematográfico, la fragmentación narrativa y el uso de procedimientos retóricos como la alegoría y la metáfora (esto último intensificado durante los períodos de mayor represión ideológica en los países de la región). Este artículo, sin embargo, se propone estudiar otros de los recursos estilísticos que se instalaron como denominadores comunes en la cinematografía de la región durante los años sesenta y setenta. Se trata, en primer lugar, del uso de la voz over[5] como instrumento para la exposición de las experiencias sociales de los trabajadores urbanos, campesinos e indígenas de una manera directa. A su vez, el Nuevo Cine Latinoamericano también ha empleado con frecuencia la interpelación de esos personajes al espectador por medio de la mirada frontal hacia la cámara.
El cine regionalista latinoamericano pretendió dar protagonismo a los sectores populares permitiendo que la elaboración del discurso político del film estuviera impregnado por la vivencia real de los explotados. Esto se encuentra vinculado al interés de esta nueva cinematografía por transformar al cine en una herramienta revolucionaria, afirmando al espectador como un agente de transformación histórica, e identificándole así con las demandas sociales de los obreros. En este sentido, valen las palabras del realizador Fernando Birri reafirmando, como muchos de sus colegas del continente, la dimensión que debía adquirir ese arte para los pueblos de América Latina:
“Un cine que los desarrolle. Un cine que les dé conciencia, toma de conciencia, que los esclarezca; que fortalezca la conciencia revolucionaria de aquellos que ya la tienen; que los fervorice; que inquiete, preocupe, asuste, debilite, a los que tienen ‘mala conciencia’, conciencia reaccionaria; que defina perfiles nacionales, latinoamericanos; que sea auténtico; que sea antioligárquico y antiburgués en el orden nacional y anticolonial y antiimperialista en el orden internacional; que sea propueblo y contra antipueblo; que ayude a emerger del subdesarrollo al desarrollo, del subestómago al estómago, de la subcultura la cultura, de la subfelicidad a la felicidad, de la subvida a la vida” (en Velleggia, 2009: 259).
En suma, la propuesta del Nuevo Cine Latinoamericano puede resumirse en la preeminencia de la intencionalidad por cambiar el eje tradicional de la emisión de los discursos políticos. A través del arte cinematográfico, en especial con el uso de la palabra y de la presencia física del marginado social, se procuró establecer una nueva plataforma comunicativa que permitiera elevar las demandas del pueblo por fuera de los habituales espacios de protesta. De hecho, los realizadores abocados al cine político adscribían a la consigna de la agrupación argentina Cine Liberación a partir de la cual afirmaban que “una obra cinematográfica puede convertirse en un formidable acto político, del mismo modo que un acto político puede ser la más bella obra artística” (Solanas y Getino, 1973: 90). El empleo de los medios audiovisuales permitiría, según los realizadores del Nuevo Cine Latinoamericano, incentivar aún más la conciencia revolucionaria de las bases populares, debido al poder de persuasión ejercido por los códigos lingüísticos facilitados por el cine. Como consecuencia de ello, los films que emergieron en la región durante estos años se autoafirmaron como documentos de una realidad a la que se pretendió no sólo reflejar sino más bien superar a través del impulso revolucionario de sus espectadores, una vez que estos abandonasen la sala de proyección.
Entre el idealismo y la realidad: el afán revolucionario del cine
Estos cambios que los años sesenta instalaron en la cinematografía latinoamericana produjeron también un debate ético acerca del uso de los nuevos recursos estéticos vinculados a la documentación revolucionaria. Realizadores como el boliviano Jorge Sanjinés y el argentino Raymundo Gleyzer recalcaron, por ejemplo, la necesidad de producir un cine que exprese vivamente la voz del pueblo, y para eso se aproximaron a las comunidades o sectores excluidos de sus respectivas naciones para dar cuenta de las verdaderas condiciones de vida de los mismos. El primero de ellos consideraba que:
“El arte popular es arte revolucionario, es arte colectivo y en él siempre encontraremos la marca del estilo de un pueblo, de una cultura que comprende a un conjunto de hombres con su general y particular manera de concebir la realidad y con su estilo de expresarla. [...] El cine popular revolucionario toma en cuenta este principio y se hace junto al pueblo, sirviéndole de instrumento expresivo, de medio” (Sanjinés, 1980: 80).
Sin embargo, creemos que es posible problematizar estos ideales planteados por los cineastas en sus diversos manifiestos y ensayos. En este sentido, destacamos que más allá de la intención de los integrantes del Nuevo Cine Latinoamericano por producir films en los que los trabajadores y explotados sociales eleven sus propios reclamos de manera directa, ha existido sin embargo una actitud paternalista por parte de gran parte de ellos, manifestada en la aparición recurrente y directiva de una voz de autoridad, concerniente a la instancia de producción, y de la manipulación del material de archivo documental a través de la yuxtaposición metafórica de imágenes[6].
Deberíamos considerar, por tanto, que en la medida en que un determinado individuo adquiera los materiales necesarios para la elaboración de una producción cinematográfica estará siempre imponiendo a sus destinatarios su particular postura ante el espacio y los personajes filmados. Aún cuando escoja poner delante de su cámara a seres que relaten de primera mano sus propias experiencias de vida, esos testimonios estarán siempre mediados por la concepción de mundo de quien los recolectó. No obstante, es posible afirmar que a pesar de esa dificultad, la cual no ha podido ser sorteada completamente durante estos años, sí ha existido un cambio revolucionario en lo que respecta a la aparición de nuevos agentes de comunicación, que no se circunscriben a los sectores pertenecientes a la intelectualidad y el arte, sino que abrió paso a la expresividad de individuos no especializados en esas áreas.
En este artículo, se analizará particularmente el uso de las voces narrativas y la vinculación entre objetividad y subjetividad en el discurso cinematográfico por medio de la frontalidad de personajes reales ante el dispositivo fílmico en la mencionada Tire dié, así como en el documental brasileño Maioria absoluta (Leon Hirszman, 1964), y el cortometraje chileno de la Unidad Popular No nos trancarán el paso (Guillermo Cahn, 1971). Así, se observará el uso que se ha dado a estos recursos en el transcurso de las décadas que signaron al cine regionalista de América Latina, en su intento por desplazar el discurso de los marginados por la sociedad de una periferia hacia la centralidad del relato.
En primer lugar, es posible destacar que el interés del Nuevo Cine Latinoamericano por poner en evidencia la subjetividad de los sectores excluidos, nace del impacto de la politización de la cultura que ha caracterizado a los años sesenta. Según el filósofo argentino Oscar Terán (1991), en esta década en particular fue cada vez más creciente la idea de que todo acto vinculado a la intelectualidad debía adquirir un carácter público. Empezó a concebirse en diferentes partes del mundo, y en América Latina en particular, la emergencia de nuevos portadores de reflexión sobre la vida social de las naciones. El artista, y entre ellos, el cineasta, se convirtió en uno de esos agentes políticos, cuya opinión afectaría la visión de los diferentes sectores acerca de su propio país.
En este rumbo, la teoría del compromiso del intelectual frente al mundo propuesta a fines de la década del cuarenta por el filósofo francés Jean-Paul Sartre (1972) así como la figura del intelectual orgánico gramsciano[7] ha tenido eco en los artistas de América Latina de período en cuestión, y se manifestó en la inclusión de denuncias sociales y políticas en las obras como nueva razón de ser del arte. El realizador cinematográfico estaría, entonces, involucrado seriamente con el universo circundante y, conforme a las concepciones sartreanas, sumido en una responsabilidad que le instaría a adquirir una postura participativa.
Así, el cineasta Raymundo Gleyzer declararía en los años setenta que su interés no se encontraba tanto en “el elemento cultural que pueda irradiar una obra tercermundista, sino [en] su instrumentalización política, con la Revolución, desde dentro de la Revolución” (en Peña y Vallina, 2006: 71). El cine del período enfatizó, por tanto, la funcionalidad revolucionaria que los films podrían ejercer sobre el sistema, gestándose con el Nuevo Cine Latinoamericano un movimiento antiimperialista[8] y nacionalista/regionalista[9], en el que la praxis se constituyó en el motor de la actividad cinematográfica. La cesión del discurso a campesinos, indígenas y trabajadores urbanos fue uno de los modos a través de los cuales los realizadores intentaron despojarse de una mirada distanciada cultural y socialmente frente a las problemáticas de los sectores populares, para instalar una perspectiva personalizada por parte de sus verdaderos protagonistas.
Aquí entró en juego, a su vez, la capacidad de identificación del cineasta con el pueblo al cual éste filmaba, y a quien también se dirigía. Los realizadores del Nuevo Cine Latinoamericano llegaron a admitir unánimemente la existencia de una barrera cultural y de formación ideológica contra la cual han debido luchar recurrentemente. A eso se referían por ejemplo los realizadores de Cine Liberación al afirmar la necesidad de que, además de la cinematografía, sea primero el mismo cineasta quien se “descolonice”: “La batalla comienza afuera contra el enemigo que nos está agrediendo, pero también adentro contra el enemigo que está en el seno de cada uno” (Solanas y Getino, 1973: 88).
En segunda instancia, existió también un interés por quebrar las estructuras estéticas del cine clásico-industrial promoviendo la conciencia de construcción del film en coincidencia con la manifestación de la realidad nacional, hasta entonces ausente en las pantallas. En este sentido, los films realizados en América Latina durante este período demostraron un interés especial por entablar un vínculo estrecho entre estética y ética. La inclusión de problemáticas políticas asociadas a los acontecimientos históricos contemporáneos de la nación fue acompañada de un estilo de representación audiovisual caracterizado por la ausencia de artificios: desde la utilización de localizaciones naturales (el espacio rural, los barrios marginales, las fábricas) hasta la de personajes populares como campesinos, indígenas, negros y obreros, interpretándose a sí mismos. Este tipo de films venían a contradecir lo que Glauber Rocha denominaba “cine digestivo”:
“films de gente rica, en casas bonitas, andando en automóviles de lujo; films alegres, cómicos, rápidos, sin mensajes, de objetivos puramente industriales [...] films que se oponen al hambre, como si en la estufa y en los departamentos de lujo, los cineastas pudiesen esconder la miseria moral de una burguesía indefinida y frágil o si aún los propios materiales técnicos y escenográficos pudiesen esconder el hambre que está enraizada en la propia incivilización” (Rocha, 2004: 65).[10]
De alguna manera, todo cineasta se encuentra envuelto en un contexto histórico, cultural y social que inevitablemente le determina, y del cual al mismo tiempo tiene la capacidad de trascender para modificarle, si esa es su intención. Este tipo de producciones tuvieron como precepto inscribir al cine como fenómeno plausible para narrar no solamente acontecimientos ficcionales, o para reconstruir hechos reales, sino principalmente para elaborar un relato sobre la Historia, cuyos sujetos narradores fuesen los mismos protagonistas de esos procesos históricos. De este modo, el cine se estableció como un instrumento de transformación social, propuesto al espectador ya no para su deleite estético sino para convertirle principalmente en un sujeto de la Historia.
Elevando las voces silenciadas
Una de las primeras manifestaciones en el Nuevo Cine Latinoamericano de una cesión de la enunciación que convirtió a los sectores marginales de la sociedad en sujetos más activos en la representación ha sido el mediometraje argentino Tire dié. La película, concebida como una encuesta social filmada, tal como se define en los títulos de crédito, fue realizada en conjunto con los alumnos de la escuela de cine documental fundada por Fernando Birri en 1956[11], y fue, por lo tanto, un film colectivo.
La primera secuencia se abre por medio de una vista panorámica de la ciudad de Santa Fe (Argentina), proveniente del espacio aéreo, al mismo tiempo que desde el plano sonoro se oye el sonido de una turbina procedente de la avioneta desde la cual fueron tomadas las imágenes. Las mismas son acompañadas por la voz over de un locutor que se encarga de enumerar una larga serie de datos estadísticos de la ciudad, a la usanza de los noticieros cinematográficos propagandísticos, destinados a dar a conocer los aspectos pujantes que denotan el desarrollo industrial del país.
Inmediatamente después, el tono optimista de ese discurso es reorientado en pos de un objetivo contrainformativo, propio del cine militante latinoamericano, con el fin de contrastar dos realidades disímiles: la construida por los discursos oficiales, representados por el primer tramo del relato del locutor y basado en el enmascaramiento de los contenidos no deseables de la realidad social, y la que la película pretende exponer, conforme al cumplimiento de lo que Birri denominaba “la función revolucionaria del documental social y del cine realista, crítico y popular en Latinoamérica” (en Velleggia, 2009: 262): el exhibir la realidad tal cual esta misma se muestra ante las cámaras, sin ocultamientos ni deformaciones[12].
Este procedimiento de confrontación respecto a los diferentes modos de representar la realidad histórica fue compartido por prácticamente todos los participantes del cine político realizado en América Latina a partir de ese momento. Así, realizadores como Jorge Sanjinés afirmarían que ese tipo de películas cumplían con el fin de “recordar a mucha gente de las ciudades –a las capas medias, a la burguesía y pequeña burguesía que asistía a los teatros [...]- que existía otra gente, con la que se convivía en la misma ciudad, o que vivía en las minas y en el campo, que se debatía en una deplorable miseria, callada y estoicamente” (1980: 16). Se trató, en suma, de un antagonismo entre representaciones centrado en potenciar el discurso hasta entonces silenciado, el proveniente de los grupos sociales excluidos.
Esta voz over inicial transforma, entonces, la experiencia de la recepción del film de una actividad contemplativa hacia el despertar de una conciencia política, particularmente por su exposición sobre la miseria imperante en las orillas del río Salado, el cual pocos minutos antes formaba parte del paisaje que definía el desarrollo agrícola-ganadero de esa ciudad. Así, los datos estadísticos optimistas se encargan de ejercer un cuestionamiento respecto a la desigual distribución de las riquezas naturales del país.
Esta secuencia introductoria abre paso al testimonio en primera persona sobre la marginación de los sectores populares, a través de la utilización de voces narrativas que representan a los mismos afectados por la pobreza en los bajos del río. La propuesta original del film de hacer oír las propias voces de los entrevistados fue frustrada por dificultades técnicas concernientes a la poca capacidad de captación del sonido directo por parte de los grabadores utilizados. De esa manera, las declaraciones de los pobladores debieron ser dobladas por actores[13], que asignaron a su vez una expresividad emparentada con el tono coloquial de los litoraleños. Aún así, las voces de los habitantes de ese lugar se mantienen en la banda de sonido, hablando en un segundo plano junto a sus dobladores.
Esta superposición de voces, que pareciera en apariencia disminuir el nivel de documentación directa sobre la realidad, permitió, por el contrario, introducir una innovación estética que afianzaría la unificación de los testimonios de los entrevistados: las vivencias de cada uno de ellos, desde la madre imposibilitada de salir a trabajar por un sueldo rendidor hasta las del niño que pide monedas a los pasajeros del tren, o las de los menores desertores de la escuela, son representadas por una misma voz, mimetizando la experiencia social de los pobladores, y a su vez la de ellos con la del equipo de producción.
En el caso del film de Leon Hirszman Maioria absoluta, la instancia de la enunciación es compartida con los trabajadores analfabetos, que según lo informado en la película, formarían un porcentaje mayoritario en Brasil. Allí, no solamente se establece a esos individuos como sujetos narradores de su propia historia a través del procedimiento de las entrevistas, sino también por medio del uso de la voz de los mismos en off[14]. De esta manera, la película establece una nueva modalidad de documentación sobre la realidad, ya no proveniente de un discurso exógeno, y por lo tanto, paternalista y aleccionador, sino que el relator vinculado a la instancia de producción cede la palabra al analfabeto, quien expresa con su propia voz la dimensión trágica de sus vivencias. De esta manera, e irónicamente, aquel que tradicionalmente se encuentra imposibilitado de emitir discurso debido a su incapacidad intelectual se convierte en una voz de autoridad que establece su correspondiente reflexión sobre el estado sociopolítico de la nación.
El investigador Adolfo Colombres, en su análisis del cine etnográfico promovido por el director y antropólogo francés Jean Rouch afirma al respecto que esta clase de films, entre los cuales podemos ubicar a los ejemplares del Nuevo Cine Latinoamericano, se definen por la “conciencia de que el oprimido no puede quedar reducido a la condición de objeto de conocimiento, sino que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho conocimiento” (1985: 22). Por lo tanto, el cineasta, desde su condición de enunciador del discurso, no es el único actor social habilitado para establecer premisas y conclusiones sobre los hechos narrados, sino más bien una voz entre muchas otras, de las cuales emerge también la de los seres que son objeto de su alocución. Así, se cumple el precepto establecido por la voz narradora principal del cortometraje de Hirszman: “Pasemos a la palabra de los analfabetos: ellos son la mayoría absoluta”, momento en el cual se instala, al igual que en el film de Birri, la confrontación entre dos discursos disímiles. La postura de las capas medias de la sociedad que otorgan una explicación moral al fenómeno del analfabetismo, es reemplazada y transferida a la culpabilidad político-económica.
Participante del movimiento cinematográfico brasileño conocido como Cinema Novo, León Hirszman mantuvo durante su carrera una gran afinidad con la militancia marxista, así como también una fuerte vinculación con el fenómeno de radicalización política del teatro de su país bajo la influencia de dramaturgos como Augusto Boal y Gianfrancesco Guarnieri[15]. En ese contexto, realizó películas que pretendieron, como la que aquí nos ocupa, enaltecer el derecho de expresión de las masas.
Sin embargo, como ocurriera con gran parte de los films del Cinema Novo, sus producciones no alcanzaron los objetivos iniciales debido a la ineficacia de la cinematografía brasileña del período por la distribución masiva (a pesar de que las películas se estrenaban comercialmente), cómo sí lograron, en cambio, sus colegas argentinos buscando proyecciones clandestinas a públicos cuidadosamente seleccionados. Sin embargo, podemos afirmar que documentales como Maioria absoluta, al cual podemos sumar el film de Arnaldo Jabor A opinão pública (1967), encuentran su mayor provecho no solamente en su empeño por ascender al trabajador a una instancia de co-creador, sino también en su estructura de “cine-ensayo”, que otorga un nuevo estatus al realizador cinematográfico: el de “un comunicador social informado sobre su contexto histórico que asume los roles de investigador, pensador, antropólogo y, llegado el caso, de agitador político” (Velleggia, 2009: 85).
En el caso del film chileno No nos trancarán el paso, que denuncia los mecanismos de explotación social y económica del mundo laboral en el gremio forestal, se elabora el testimonio crítico propio del Nuevo Cine Latinoamericano por medio de la utilización de las voces de los mismos trabajadores, emitidas generalmente fuera del cuadro visual, mientras desfilan las imágenes de los espacios transitados por los obreros, desde sus propios hogares hasta el bosque en el cual habitualmente talan los árboles. La única voz externa a la de estos personajes es la perteneciente a un narrador extradiegético, manifestado por medio de un cántico de protesta que atraviesa todo el relato, y que empatiza con las reivindicaciones de los sectores populares. Este cumple la función de otorgar cohesión ideológica a la profusión de testimonios individuales exhibidos en la película, así como también de añadir un tono épico a esas experiencias[16]. Unido a los reclamos del pueblo, ese cantor culmina su discurso proclamando el mensaje crítico determinado por la instancia de producción: el fin de la explotación latifundista en manos del socialismo, consigna asociada a la línea política del partido de la Unidad Popular en Chile[17], al que la película adscribe abiertamente.
Este cortometraje ha formado parte de un conglomerado de películas realizadas principalmente entre 1970 y 1972 por cineastas que adherían al programa político promovido por Salvador Allende. Se trataron de films que denunciaban los abusos ejecutados contra diferentes sectores de la población por parte de grupos de poder asociados al ala derecha de la política. En ellos, observamos un fervor cargado de optimismo y esperanza por las transformaciones promulgadas por el socialismo, y han sido espacios en los que se ha experimentado con el lenguaje cinematográfico, con el fin de que los medios de producción audiovisual pudiesen alcanzar a las diferentes esferas de la sociedad.
Este y los otros textos fílmicos aquí analizados se destacaron, entonces, por estar elaborados en base a una polifonía narrativa, compuesta por un discurso de autoridad proveniente de los cineastas involucrados en la producción de las películas, en sintonía con las reivindicaciones de los desocupados, analfabetos y trabajadores explotados. A pesar de estos intentos de asimilación de la perspectiva personalizada de los marginados sociales, el Nuevo Cine Latinoamericano no llegó a tener un alcance completo en sus aspiraciones de introducir a los mismos como nuevos actores de producción audiovisual, reduciéndoles a manifestarse como meros testigos de sus propias experiencias, pero incapacitados aún de asumir los medios de expresión audiovisual.
El discurso subjetivo y la frontalidad de la mirada
El afán de documentación sobre situaciones de explotación social en el Nuevo Cine Latinoamericano generó la producción de películas que, como vimos, pusieron hincapié en la revelación de las demandas de los sectores más desposeídos por medio de un testimonio directo de sus experiencias, y que estuvieron basadas en la representación de la realidad histórica. Sin embargo, tal como afirma el teórico Marcel Martín (1992), el arte cinematográfico, debido a la visión subjetiva del director, propone más bien una imagen artística, y por lo tanto, no completamente realista, sino, por el contrario, reconstruida. De esa manera, es preciso problematizar las aspiraciones iniciales de los cineastas políticos de América Latina por representar la realidad tal cual supuestamente se muestra, dando a entender que lo que sus films establecieron fue más bien una construcción alternativa del mundo circundante influida por una tesis previamente instaurada en su propia mentalidad.
Como un modo de contrarrestar esta situación, y afín a la tendencia de la cinematografía de los años sesenta en la región en pos de la evidencia del dispositivo, muchas de las películas del período instalaron no solamente la inclusión de las propias voces de los protagonistas reales de esas vivencias sino también una postura de confrontación por parte de los mismos hacia el espectador. Esto fue efectuado por medio de la utilización del procedimiento de la entrevista, a través del cual los trabajadores interpelan, con su mirada a la cámara, no solo al equipo de cineastas sino también a los destinatarios de la obra, con el objetivo de identificar sus problemáticas con las de ellos mismos, y produciendo así una concientización política o una movilización revolucionaria.
La interpelación, que no solamente se produce visualmente sino también en el plano sonoro, se encarga específicamente de “hacer explícitas las ‘instrucciones’ relativas al proyecto comunicativo del film” (Casetti y Di Chio, 1991: 249), y es lo que permite en el cine político apelar a la individualidad del receptor para desanclarlo de su postura pasiva de mero contemplador estético. La mirada interpeladora equivaldría en estos casos a la imagen de un dedo que asigna al interlocutor una función específica de acción sobre la realidad, reduciendo a la butaca de la sala en la cual es proyectada la película a un espacio transitorio del cual el destinatario deberá levantarse inmediatamente. Al respecto, los integrantes de la agrupación Cine Liberación afirmarían que toda obra cinematográfica que posea pretensiones revolucionarias se define más que nada por “la propia práctica del filme con su destinatario concreto: aquello que el filme desencadena como cosa recuperable en determinado ámbito histórico para el proceso de liberación” (Solanas y Getino, 1973: 133).
En este sentido, los realizadores chilenos de la Unidad Popular establecieron como consigna la producción de películas verdaderamente populares, concebidas como aquellas que, en el contacto con el pueblo, adquieran “repercusión como agentes de una acción revolucionaria” (en Velleggia, 2009: 331). De la misma manera, Cine Liberación abogaría por el establecimiento de “una nueva comunicación entre obra y hombre, entre acto y actor” (Solanas y Getino, 1973: 41), en la que el espectador abandonaría su posición pasiva para transformarse en autor (no solamente en el sentido de compartir la instancia creativa con su capacidad reflexiva sobre el hecho fílmico, sino también en lo que respecta a su protagonismo como sujeto de sus propias condiciones sociales).
Así, creemos que la mirada interpeladora hacia la cámara genera en el espectador un vínculo dialógico con la obra cinematográfica, que le impulsa, tanto emotiva como reflexivamente, a hermanarse con las vivencias de los personajes, y comprometerse finalmente con los objetivos de la lucha de liberación propuesta por los realizadores del Nuevo Cine Latinoamericano.
Por su parte, el documental brasileño Maioria absoluta se encarga de combinar diversos recursos estéticos, tales como la voz narradora proveniente de la instancia de producción, y encargada de dirigir ideológicamente el relato, así como las entrevistas a diferentes sectores de la sociedad del país. En medio de ellos, surge la imagen del trabajador, ya sea campesino o perteneciente a la urbe, reclamándose a través de su figura la necesidad de resaltar las causas políticas que producirían los altos niveles de analfabetismo en el país. A medida que el narrador nos introduce, al inicio del film, en esta perspectiva ideológica, emergen una serie de primeros planos de los individuos sufrientes de ese flagelo, los cuales dirigen su mirada fijamente a la cámara, expresando a través de sus gestos silenciosos la fuerza de sus demandas, y confrontando al espectador con una forma diferente, y evidenciada visualmente, de concebir la realidad social de la nación.
Estas imágenes se repiten a lo largo de la película, en ocasiones enfatizadas con bruscos acercamientos de la cámara, en la medida en que ésta ingresa al universo popular, para indagar acerca de las condiciones socioculturales de la población brasileña excluida de las aspiraciones de progreso de la burguesía. Siguiendo los procedimientos técnicos y estéticos del entonces emergente cine directo, como la captación del sonido en locaciones y la utilización de cámaras en mano, las películas del Nuevo Cine Latinoamericano han podido acercarse a una realidad hasta ese momento inexistente en las pantallas cinematográficas: paisajes y personajes ignorados por el cine clásico-industrial, que ingresan a los relatos cinematográficos de los años sesenta influidos por un contexto de agitación revolucionaria coincidente en toda la región y el resto del Tercer Mundo.
El mediometraje de Birri también hace uso frecuente de la frontalidad de la mirada de los sujetos filmados, en los diversos reportajes que conforman la estructura de la película. Sin embargo, la mayor pregnancia de este procedimiento se encuentra en la imagen final del film, correspondiente a un primer plano de un niño mirando intensamente a la cámara. La escena se inicia con el testimonio de su madre, manifestando verbalmente la situación de miseria de su familia, y declarando que su hijo no sale a mendigar a los trenes, “todavía”, debido a su corta edad. La mujer es encuadrada, en primer lugar, en un plano general junto con el pequeño. Luego de un corte directo, la cámara la encuadra en un plano más cercano, contactando su mirada con la del espectador. Finalmente, esta identificación es intensificada con la mirada silenciosa del niño, que algún día participará de ese inevitable destino en la medida en que las circunstancias sociopolíticas se mantengan igual. Esa imagen se puebla con el sonido creciente de un tango, que bajo la mítica voz de Carlos Gardel pronuncia las palabras que describen irónicamente la expresión de esa mirada: “Quiero de nuevo yo volver a contemplar aquellos ojos que acarician al mirar”. El corte abrupto de la banda de sonido en ese punto de la canción confronta al espectador con los ojos del niño, manifestándose así un efecto de desenmascaramiento de la realidad social antes que un sentimiento mitigador de la conciencia del espectador.
En el film de la Unidad Popular No nos trancarán el paso emerge también la frontalidad hacia la cámara por parte de los trabajadores sufrientes de alguna clase de injusticia, aunque con menos frecuencia que en los otros casos analizados. En este cortometraje, la mirada de los individuos filmados relatando ante el dispositivo cinematográfico los acontecimientos acaecidos décadas atrás es combinada con una reconstrucción ficcional de lo allí ocurrido (la toma de las tierras de los trabajadores por parte de extranjeros, por medio del incendio de sus hogares). Este procedimiento aparece de manera recurrente en el largometraje argentino El camino hacia la muerte del viejo Reales (Gerardo Vallejo, 1968/72), contemporáneo a este film, y formó parte de la tendencia del Nuevo Cine Latinoamericano por combinar los registros de la ficción y el documental, en un intento de fusionar realidad y representación. Al mismo tiempo, los testigos que interpelan a la cámara se encargan al mismo tiempo de dar a conocer los nombres de los culpables, haciendo uso así de uno de los presupuestos del cine de la región, consistente en la utilización del film como instrumento de denuncia, concientización, y consecuentemente, de revolución. En este tramo de la película, encontramos una concordancia con la propuesta del boliviano Jorge Sanjinés respecto a la producción de un cine que se traslade de una actitud defensiva hacia una ofensiva:
“... al pueblo le interesará mucho más conocer cómo y por qué se produce la miseria; le interesará conocer quiénes la ocasionan; cómo y de qué manera se los puede combatir; al pueblo le interesará conocer las caras y los nombres de los esbirros, asesinos y explotadores; le interesará conocer los sistemas de explotación y sus entretelones, la verdadera historia y la verdad que sistemáticamente le fue negada; al pueblo, finalmente, le interesará conocer las causas y no los efectos” (1980: 17).
Por lo tanto, esta clase de films, en sus diferentes niveles de radicalidad política, manifestaron a través de estos procedimientos audiovisuales, una nueva postura de elaboración del cine social. La presencia física de los sectores populares como seres que confrontan al espectador con su propia mirada, también establece a los mismos como sujetos que participan en la elaboración de la historia narrada. Así, estas películas proponen que aquellos dejen de ser objetos de la observación de los destinatarios, para constituirse en constructores de otra Historia, con base en la memoria popular, y en la que se establezcan como actores de la transformación social.
Consideraciones finales
En suma, el Nuevo Cine Latinoamericano transitó durante los años sesenta y setenta en una especie de camino hacia la identificación del artista con el pueblo, compartiendo la instancia de enunciación, y entablando a su voz e imagen como constructoras de una nueva concepción sobre la realidad. Sin embargo, creemos que este ímpetu de solidaridad entre el artista y las bases populares resultó siendo en estas décadas sólo un primer atisbo de lo que sería la pretensión de fusionar ambos actores sociales. Este cine de características regionalistas logró más bien que el pueblo pudiera encontrar un espacio de expresión, caracterizado por el vínculo dialéctico entre este, los destinatarios y los productores del film. Aún cuando los realizadores aspiraron a compartir los medios de producción audiovisual con los trabajadores, no se contaba todavía con los recursos necesarios que permitieran proveerles un estatuto de productor. El director cubano Julio García Espinosa (1979) analizó esta situación dando a entender la necesidad extrema de abocar la realización cinematográfica tratando de generar las condiciones que permitan transformar al espectador en autor, y en consecuencia, al pueblo en creador. Será a partir de los años ochenta, con la gestación de movimientos de videastas y del desarrollo del medio televisivo, que estas aspiraciones empezaron a tener una repercusión más exitosa.
El cine político de América Latina durante el período en cuestión ambicionó generalmente la gestación de una praxis revolucionaria, que se vio truncada tanto por los conflictos políticos que imposibilitaron la difusión abierta de los films como por cierta tendencia didáctica y paternalista por parte de los realizadores. Sin embargo, sí logró obtener un alcance profundo en la transformación de los códigos tradicionales del lenguaje cinematográfico. Los relatos hegemónicos y pretendidamente objetivos fueron desplazados por la aparición de un sujeto social definido, compuesto por seres hasta entonces privados de expresividad directa.
Mientras el cine clásico-industrial latinoamericano representó al campesino y al trabajador urbano de forma estereotipada, el Nuevo Cine Latinoamericano logró introducir en los relatos (tanto ficcionales como documentales) un estatuto de veracidad, basado en la concordancia entre realidad histórica y representación. Tal como afirmara el brasileño Glauber Rocha, el realizador de este nuevo cine comprometido con las luchas sociales del pueblo es alguien “que no va al estudio a hacer una imagen forjada, en un escenario forjado, añadiendo a la imagen datos de alineación” (2004: 75)[18]. El ideal establecido por el cine regionalista de América Latina sería, en conclusión, transformar al acto cinematográfico en un motor que estimule la conciencia revolucionaria de los sectores populares al mismo tiempo que estos últimos modifiquen a los cineastas con su capacidad para comunicarles sus propias reivindicaciones, e identificarles con ellas.
Referencias bibliográficas
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VELLEGGIA, S. (2009). La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano. Buenos Aires: Altamira.
(Para cita: Flores, Silvana. (2011). Sujetos en la historia: el nuevo cine latinoamericano y la frontalidad del discurso. Revista Perspectivas de la Comunicación. 4.)
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Silvana Flores. Docente en Universidad de Buenos Aires/CONICET. Doctora en Historia y Teoría de las Artes.
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[1] Estudiaremos el texto fílmico como discurso, teniendo en cuenta la existencia en el mismo de ciertos niveles de relación de comunicación entre un narrador y un narratario. En las películas del Nuevo Cine Latinoamericano, los aspectos sintácticos están ausentes de la característica transparencia del relato cinematográfico clásico y se reúnen con el objetivo de emitir un mensaje específicamente político al destinatario, que le impulsa a trascender su situación de espectador y a modificar su conducta de acción en el plano de la realidad.
[2] Nos referimos a las películas realizadas originalmente en Francia a partir de 1908, interpretadas por actores de teatro y basándose en temáticas y estilos tomados de ese arte, con el fin de acercar al incipiente fenómeno de la cinematografía a los sectores burgueses y aristocráticos
[3] Lo que el teórico Noel Burch (1991) denominó “modo de representación institucional” consistió en una serie de patrones narrativos, enunciativos e industriales que signaron al cine clásico de Hollywood desde mediados/fines de la década del diez, y que fueron evolucionando a lo largo de los años instalando un modelo de referencia para las cinematografías periféricas como, por ejemplo, la latinoamericana.
[4] Según la investigadora Zuzana M. Pick (1993), el Nuevo Cine Latinoamericano fue un movimiento de características heterogéneas en lo que respecta a la propuesta estética de sus diversos integrantes, pero ha tenido una concordancia en la orientación social y política de sus films, en base a una tendencia antiimperialista y anticapitalista. Se desarrolló principalmente desde principios de los años sesenta hasta mediados/fines de los setenta. Aún así, encontramos el punto inicial de este fenómeno de renovación cinematográfica en una serie de producciones fundacionales surgidas en Argentina, Bolivia, Brasil y Cuba en la segunda mitad de la década del cincuenta.
[5] Este recurso, en el lenguaje cinematográfico, consiste en la emisión, en paralelo con la imagen, de una voz proveniente de un espacio exterior al encuadre y a la diégesis. Los films que analizaremos optaron por utilizarla, entre otros fines, para exponer el pensamiento particular de los sujetos filmados, pertenecientes a una periferia social y cultural.
[6] Uno de los casos más notorios del Nuevo Cine Latinoamericano en el que se manifiesta esta extrema normatividad ideológica a través de estos recursos estéticos es el largometraje argentino La hora de los hornos (Cine Liberación, 1966/68).
[7] Nos referimos a la concepción establecida por el filósofo marxista Antonio Gramsci (1975) a partir de la cual el intelectual sería un agente en comunicación con la clase obrera, así como también desvinculado de su tradicional rol de legitimador de la hegemonía vigente.
[8] De hecho, según Oscar Terán, la tendencia antiimperialista que signó a los años sesenta se instituía como una “funcional fundamentación para explicar todos los males latinoamericanos” (1991: 120).
[9] Los films latinoamericanos de los años sesenta y setenta poseían un enfoque primeramente nacionalista pero, en coincidencia con las circunstancias sociopolíticas similares de los países del continente, y como consecuencia de la reunión de los realizadores desde fines de la década del sesenta en diversos festivales y congresos cinematográficos, se extendieron en una red regional que empezaría a delinear una serie de características temáticas y estéticas similares en el Nuevo Cine Latinoamericano.
[10] Esta cita fue transcripta del original en portugués, y traducida por la autora.
[11] Nos referimos al Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, conocido también como Escuela Documental de Santa Fe. Este lugar fue un espacio de formación de muchos cineastas latinoamericanos, entre ellos el chileno Raúl Ruiz y el argentino Gerardo Vallejo.
[12] Esto es lo afirmado por Birri en su célebre “Manifiesto de Santa Fe”, dado a conocer en 1962 a consecuencia del estreno de su largometraje Los inundados. Este escrito también es conocido bajo el nombre de “Por un cine nacional, realista, crítico y popular”.
[13] Se trató de los actores Francisco Petrone y María Rosa Gallo. Las dificultades técnicas del film se debieron a la precariedad del equipamiento utilizado, entre ellos un grabador no profesional que finalmente no pudo cumplir con su función de manera eficiente.
[14] La voz en off, en el lenguaje cinematográfico, es aquella que no se encuentra encuadrada en el campo visual, pero que aún así pertenece a la diégesis.
[15] De hecho, en 1981, Hirszman realizó una transposición cinematográfica homónima de la obra teatral de Guarnieri Ellos no usan smoking (Eles não usam black-tie, 1958).
[16] De hecho, la utilización de una voz over con estas finalidades responde a un plan de ocultar y reemplazar la dirección ideológica del film por medio de la instalación de un narrador que no sea identificable con la instancia de producción.
[17] Nos referimos a la agrupación de partidos de izquierda y centro-izquierda que apoyaron el programa político de Salvador Allende con motivo de su postulación presidencial en 1970.
[18] Esta cita fue traducida del original en portugués por la autora.