domingo. 08.06.2025
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Tachas 588 • Decrecer por las buenas o por las malas • Yayo Herrero

Yayo Herrero

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Tachas 588 • Decrecer por las buenas o por las malas • Yayo Herrero

Los seres humanos somos una especie de las muchas que habitan este planeta y, como todas ellas, obtenemos de la naturaleza lo que necesitamos para estar vivos: alimento, agua, cobijo, energía, minerales… Por ello, decimos que somos seres radicalmente ecodependientes. 

Además, desde el nacimiento hasta la muerte, las personas somos seres necesitados. Estamos encarnados en cuerpos vulnerables que necesitan comer, beber, tener refugio, usar energía… Cuerpos que enferman y envejecen, que son contingentes y finitos, que necesitan cuidados durante toda la vida, pero sobre todo en algunos momentos del ciclo vital. Si un ser humano no tiene necesidades es porque está muerto. Cuando las necesidades humanas no están satisfechas, la vida humana no es posible o es precaria. 

Las sociedades occidentales se constituyeron en contradicción con estas bases materiales que sostienen la vida. Por una parte, nuestra cultura avanzó considerando que el progreso era la legítima persecución de una imposible emancipación de la Tierra y de la finitud de los cuerpos. Progresar era burlar la condición encarnada y terrestre de la vida humana. 

La triada que conforman el capitalismo, la disponibilidad de energía fósil y la tecnociencia hicieron creer que era posible revertir la humillante expulsión del Edén y vivir en la Tierra como si nunca se hubiese caído en ella. Vivir como si se flotase por encima y por fuera de ella. 

La economía capitalista y la fantasía de la individualidad permitieron que en los lugares de privilegio, temporalmente, se arrinconasen los límites y constricciones que se derivan de la existencia de límites biofísicos y de tener cuerpos vulnerables que solo sobreviven si unas personas se ocupan de otras. 

El resultado de esta forma de mirar el mundo se plasmó en una profunda colisión entre la trama de la vida y la dinámica capitalista, apuntalada sobre el extractivismo, la explotación veloz y un patriarcado que invisibiliza aunque parasita las relaciones y tareas que sostienen cotidiana y generacionalmente la existencia humana. 

El resultado de este choque se hace evidente en el acelerado caos climático, en el declive de la energía fósil y de muchos otros minerales que sostienen el metabolismo económico, en una huella ecológica global creciente y desigual, en la dificultad de disponibilidad de agua dulce o en la alteración de los ciclos naturales, especialmente el del carbono y el nitrógeno. 

Las consecuencias sobre la vida son obvias. Asistimos a una pérdida de biodiversidad acelerada. Animales, plantas e insectos sucumben y, en lo estrictamente humano, la profundización de las desigualdades sociales, el incremento de las violencias de todo tipo, la explotación y la expulsión, la quiebra de la razón humanitaria o al auge de los fascismos son síntomas de un modelo que se desmorona. 

Pensar que se pueda salir de este atolladero a partir de meras reformas puntuales es desconocimiento, ingenuidad o nihilismo. Mientras no salgamos del fundamentalismo económico que defiende que cualquier cosa ha de ser sacrificada para que los beneficios crezcan, economía y vida decente y perdurable para todas seguirán siendo incompatibles. 

Tal y como defiende Enrique Díez en este libro que tengo el orgullo de prologar, reducir el tamaño de la esfera material de la economía es la condición previa para asegurar la supervivencia. Es, además, simplemente un dato. El declive del petróleo barato y de los minerales, el cambio climático y los desórdenes en los ciclos naturales van a obligar a ello. La humanidad, globalmente, va a tener que adaptarse, quiera o no, a vivir extrayendo menos de la Tierra y generando menos residuos. Esta adaptación puede producirse por la vía de la pelea feroz por el uso de los recursos decrecientes o mediante un proceso de reajuste, decidido y anticipado, con criterios de equidad. 

Hasta qué punto las sociedades están dispuestas a asumir los riesgos que supone forzar los cambios en la autoorganización de la naturaleza tiene mucho que ver con el analfabetismo ecológico de las mayorías sociales que han interiorizado en sus esquemas mentales unas inviables nociones de progreso, de bienestar o de riqueza que resultan enormemente funcionales para el sostén de los privilegios. 

Una educación enfocada a la resolución de los problemas sociales, económicos y ecológicos, una educación que se vuelque en la consecución del bienestar para todos y todas, no puede obviar la situación de previsible colapso civilizatorio en la que podemos incurrir si no somos capaces de impulsar, con urgencia, importantes cambios económicos, culturales y sociales. Es preciso educar para la adquisición y conciencia de una identidad «terrícola»; para conocer la historia y evolución del territorio y los ecosistemas; comprender la organización cíclica que permite la regeneración y el mantenimiento de la vida; aprender a vivir con una reducción significativa de la energía utilizada; visibilizar, valorar y repartir el cuidado y reproducción de la vida humana... Es imprescindible entender, desarrollar y enseñar las implicaciones centrales de la insostenibilidad, obviamente también desde la educación. 

El reto es garantizar las condiciones de vida digna para todos los seres humanos en una contexto de contracción material, sabiendo, además, que compartimos el planeta con el resto del mundo vivo y que habrá generaciones futuras que también deben caber en la Tierra. Esto obliga a cambiar la mirada sobre la realidad material, promover una cultura de la suficiencia (como derecho y obligación) y de la redistribución y el reparto. 

Aceptando que la forma de abordar estos problemas con la infancia y las personas más jóvenes no puede ser igual que con las personas adultas, entendemos que no se les puede mantener en la ignorancia. Se trata de su mundo, del presente y del futuro. No podemos negarles este conocimiento y la capacidad de elegir cómo actuar ante él, siempre dejando claro que existen salidas posibles. 

Los movimientos sociales, las pedagogías emancipadoras, la educación ambiental o el movimiento altermundista puede servir de inspiración en esta tarea de educativa. De forma más reciente, la educación ecosocial constituye una vía por la que avanzar. 

En este contexto, el libro de Enrique Díez ayuda a balizar el camino. Su apuesta por mirar cara a cara el decrecimiento se combina con su propuesta radical de pedagogía antifascista y constituye, sin duda, una herramienta reflexiva y práctica para situar la educación como una apuesta por la supervivencia digna. 

(Para cita: Herrero, Y. Prologo en Díez Gutiérrez, Enrique Javier. Pedagogía del decrecimiento. Ediciones Octaedro. Barcelona, 2027.)


 

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Yayo Herrero
 (Madrid, 1965). Antropóloga, ingeniera, profesora y activista ecofeminista. Es una de las investigadoras más influyentes en el ámbito ecofeminista y ecosocialista a nivel europeo.


 

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