domingo. 08.06.2025
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NARRATIVA

Tachas 588 • En la orilla • Abdulrazak Gurnah

Abdulrazak Gurnah

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Tachas 588 • En la orilla • Abdulrazak Gurnah

(Fragmento)

Dijo que vendría más tarde y, cuando lo dice, a veces lo hace. Rachel. Me mandó una tarjeta porque no tengo teléfono en el piso, me niego a tenerlo. En la tarjeta decía que debía llamarla si su visita no era una molestia, pero no lo era. No tengo ninguna gana de buscármelas. Ya es tarde, de modo que supongo que no vendrá, por lo menos hoy. 

Sin embargo en la tarjeta decía que hoy después de las seis. A lo mejor no era más que uno de esos gestos amables dados por cumplidos una vez hechos. Una manera de decir que ha pensado en mí, con la certera esperanza de que me sirviera de consuelo. Cosa que es verdad. No importa, lo único que no quiero es que aparezca a media noche, salpicando sus silencios preñados de significado con un revoltijo de explicaciones y disculpas, mientras enjareta planes para acabar con las horas de oscuridad que todavía quedan. 

Me maravilla hasta qué punto han llegado a ser preciosas para mí las horas de oscuridad, cómo los silencios nocturnos han llegado a estar tan llenos de farfúlleos y susurros, cuando antes eran tan aterradoramente quedos, tan tensos con el misterioso sigilo que se cierne sobre las palabras. Como si venir a vivir aquí hubiera cerrado una puerta estrecha y abierto otra que da a una amplia explanada. En la oscuridad pierdo el sentido del espacio y en esa nada me siento más sólido, oigo con más claridad el juego de voces, como si sonaran por primera vez. A veces oigo música lejana, tocada a la intemperie, que me llega cual sordo murmullo. Anhelo la noche de cada día estéril aunque me atemoricen la oscuridad, sus ilimitados recovecos y sus sombras evanescentes. A veces pienso que mi destino es vivir entre los escombros y la confusión de casas derrumbadas. 

Es difícil saber con precisión cómo han llegado hasta este punto las cosas, es difícil poder decir con cierta seguridad que primero fue aquello, que aquello después dio lugar a esto y luego a lo otro… Y que aquí estamos. Los momentos se escurren entre los dedos. Hasta cuando los repaso para mis adentros oigo ecos de lo que estoy suprimiendo, de algo que he olvidado recordar. Eso hace tan difícil el relato, justo lo que no quiero. Pero puedo decir algunas cosas y me urge hacer esta relación, rendir cuentas de dramas vulgares de los cuales he sido testigo y parte, cuyos finales y principios se me escapan. No creo que el apremio sea noble. Lo que quiero decir es que no conozco una gran verdad que me duela divulgar, ni he vivido una experiencia ejemplarizadora que ilustre nuestras condiciones ni nuestros tiempos. Pero he vivido, he vivido. Aquí todo es tan distinto que me da la impresión de haber terminado una vida y que ahora estuviera viviendo otra. De modo que quizá deba decir que una vez viví otra vida en otro sitio, una vida ahora terminada. Y sin embargo sé que la primera bulle, late y goza de grosera buena salud detrás y delante de mí. Tengo el tiempo en mis manos y estoy en manos del tiempo, de manera que muy bien podría rendirme cuentas a mí mismo. Antes o después tenemos que hacerlo. 

Vivo en una pequeña ciudad a orillas del mar, como he hecho toda mi vida, aunque la mayor parte de ella haya transcurrido a orillas de un gran océano verde muy lejos de aquí. Ahora llevo la vida a medias del extranjero, atisbo interiores a través de la pantalla del televisor e imagino las infinitas inquietudes que afligen a las personas que veo durante mis caminatas. No tengo ningún indicio de cuáles son sus cuitas, pese a mantener los ojos abiertos y observar lo que puedo. Temo que mis facultades de comprensión son escasas. No es que sean personajes misteriosos sino que su rareza me desarma. Tengo poca capacidad de comprensión de la agonía que parece acompañar sus actos más corrientes. Parecen agotados y enajenados. Les escuecen los ojos mientras se debaten en un desconcierto incomprensible para mí. A lo mejor exagero o no puedo evitar regodearme en lo distintos que son de mí, no puedo evitar el drama de nuestros contrastes. A lo mejor sólo están luchando contra el viento frío que sopla desde el tenebroso océano y yo me empeño demasiado por encontrarle sentido a lo que veo. Al cabo de todos estos años no es fácil aprender a no ver, aprender a ser discreto en cuanto al significado de lo que creo ver. Estoy fascinado por sus caras. Se burlan de mí. Creo que lo hacen. 

Las calles me ponen tenso y nervioso y, a veces, incluso enclaustrado en mi piso soy incapaz de dormir o sentarme cómodo por culpa de crujidos y murmullos que agitan la atmósfera encapotada. La atmósfera superior está siempre muy agitada porque Dios y sus ángeles habitan allí, debaten alta política y purgan traiciones y rebeliones. Los ocasionales oyentes, informantes o acólitos voluntarios no son bien recibidos. Los ángeles disponen el destino del universo de modo de ensombrecer las frentes y blanquear el pelo. Como precaución, los ángeles desatan de vez en cuando duchas corrosivas para disuadir a los maliciosos que escuchan conversaciones ajenas, con la amenaza de infligirles lesiones deformantes. La atmósfera media es la arena de contención donde los funcionarios, los demonios de la antesala, los farragosos espíritus del bien y del mal unidos a las serpientes fofas, se contorsionan, retuercen y echan chispas, conforme exprimen sus recursos en busca del consejo de sus superiores. ¡Eh, eh!, ¿has oído lo que ha dicho? ¿Qué querrá decir? En las tinieblas de la atmósfera encapotada es donde encontrarás a los oportunistas malévolos y a los extravagantes que creerán cualquier cosa y se prestarán a cualquier cosa; a los crédulos y a las multitudes sin garra que abarrotan y contaminan los estrechos espacios donde se aglomeran. Allí me encontrarás a mí. Ningún sitio me cuadra tan bien. Tal vez debería decir «ningún sitio me cuadraba tan bien». Allí es donde me habrías encontrado cuando estaba tan pimpante en la flor de la vida porque, desde que llegué aquí, no he podido ignorar los recelos ni la agitación que siento en los ambientes y encrucijadas de esta ciudad. Aunque no en todas partes. Quiero decir que no siento esa agitación en todas partes ni a todas horas. Por las mañanas, las mueblerías son lugares silenciosos, comunicativos y entro a zancadas en ellas con cierta ecuanimidad, sin más molestias que las provocadas por diminutas partículas de fibra sintética que llenan el aire y corroen las paredes de las ventanas de mi nariz y mis bronquios, cosa que al final me hace salir al cabo de un rato. 

Encontré las mueblerías por casualidad en los primeros días, cuando al principio me trasladaron aquí. Pero siempre me habían interesado las mueblerías. Por lo menos nos abruman, nos mantienen con los pies en el suelo y evitan que nos trepemos a los árboles y chillemos a grito pelado, cuando nos agobia el horror de nuestras vidas necias. Evita que vagabundeemos al azar en la jungla sin senderos, tramando canibalismo en los claros del bosque y cuevas chorreantes. Hablo por mí aunque, en mi banal sabiduría, presumo que incluyo a quienes no hablan. Sea como sea, la gente que se ocupa de los refugiados me encontró este piso y me trajo aquí desde el alojamiento con «cama y desayuno» en casa de Ceba. El viaje fue breve, pero lleno de recodos y vueltas a través de calles cortas entre filas de casas parecidas. Me hizo sentir que me llevaban a un escondrijo. Con la única diferencia de que las calles eran tan rectas y silenciosas que podrían haber sido las de aquella otra ciudad donde una vez viví. No, no podían serlo. Todo estaba demasiado limpio, reluciente y despejado. Demasiado silencioso. Las calles eran demasiado anchas, los postes de alumbrado demasiado regulares, los bordes de las aceras todavía enteros, todo funcionaba como es debido. No es que la ciudad donde vivía antes fuera excesivamente cochambrosa ni sombría, pero las calles se enroscaban sobre sí mismas, serpenteando bien aferradas a lo desechos podridos de intimidades fermentadas. No, no podía ser parte de aquella ciudad, pero en algo se parecía porque me hacía sentir rodeado y observado. De manera que en cuanto me dejaron, salí para ver dónde estaba y si podía encontrar el mar. Así fue como encontré el reducto de las mueblerías a la vuelta de la esquina — seis de ellas— cada una tan grande como un depósito, dispuestas en un cuadrado y separadas por espacios dedicados al aparcamiento de coches. Se llamaba Middle Square Park. La mayoría de las mañanas aquello está tranquilo y vacío. Yo paseo entre camas y sofás hasta que las fibras me obligan a salir. Entro cada día en un depósito distinto y, después de la primera o segunda vez, los dependientes ya no cruzan la mirada conmigo. Camino sin rumbo fijo entre sofás y mesas de comedor, entre camas y aparadores, me demoro ante algún artículo unos instantes, pruebo los mecanismos, me fijo en los precios, comparo las telas unas con otras. No hace falta decir que algún mueble es feo y está demasiado recargado de adornos, pero algún otro es elegante e ingenioso. En esos almacenes siento por un rato una especie de bienestar, la posibilidad de clemencia y absolución. 

(Esta reproducción tiene el permiso de los Editores: Julieta Lionetti, SL, Empresa Editorial.)

***
Abdulrazak Gurnah
 (Zanzíbar, Tanzania, 1948). Novelista tanzano que escribe en lengua inglesa y reside en el Reino Unido desde su adolescencia. Sus novelas incluyen Paraíso (1994), que fue preseleccionada tanto para el Premio Booker como para el Premio Costa Book, Desertion (2005), y En la orilla (2001), que fue seleccionada para el premio Booker y preseleccionada para el Los Angeles Times Book Prize. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura de 2021, el cual fue comunicado oficialmente por la Academia Sueca indicando que «Gurnah ha publicado diez novelas y varios cuentos. El tema de la perturbación del refugiado recorre todo su trabajo. Comenzó a escribir a los 21 años en el exilio inglés, y aunque el suajili fue su primer idioma, el inglés se convirtió en su herramienta literaria».

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