NARRATIVA
Tachas 609 • El ladrón que pintaba como Mondrian • Lawrence Block
Lawrence Block

Era un día tranquilo en Barnegat Books, aunque en realidad todos lo son. Al fin y al cabo los libreros de viejo no sueñan con jubilarse para llevar una vida tranquila y sencilla. Ya la llevan.
Aquel día en concreto tuvo dos momentos de interés, y quiso la suerte que se dieran simultáneamente. Una mujer me leyó un poema y un hombre intentó venderme un libro. El poema era «Smith, del Tercero de Oregón, muere», de Mary Carolyn Davies, y la mujer que lo leyó era una criatura delgada con buen color en la cara, grandes ojos marrones de largas pestañas y una manera de ladear la cabeza que debía de haber aprendido de un pajarito. Sus manos (pequeñas y bien torneadas, sin anillos en los dedos y sin esmalte en las uñas) sostenían un ejemplar del primer libro de la señorita Davies, Tambores en nuestra calle, que la editorial MacMillan había considerado adecuado editar en 1918. Lo que me leyó fue:
Otoño en Oregón: nunca volveré a ver
esas colinas, un borrón de azul y lluvia
sobre el viejo Willamette. No ahuyentaré
a los faisanes mientras camino y oigo zumbar
sobre mi cabeza, una cosa indolente y confiada...
Yo también soy una cosa bastante indolente y confiada, pero aun así lancé una mirada poco cordial a la sección de filosofía y religión, donde se había detenido el último visitante que había entrado en la librería. Era un tipo grandullón de unos treinta años que llevaba unas botas bajas Frye, unos Levi's con botones en la bragueta y una chaqueta marrón de pana con el bordón ancho sobre una camisa de franela de un tono marrón más oscuro. Gafas de concha, coderas de cuero en la chaqueta, una barba que había sido pulcramente recortada y una abundante mata de pelo castaño y lacio que antes no lo había sido.
Cuando todo este estúpido sueño se acabe aquí,
los compañeros se irán a casa, donde caen
pétalos de rosa en cada calle,
y todo el año es como una acogedora fiesta...
Algo me decía que no debía quitarle ojo de encima. Quizá fuera cierto aire que tenía, que le hacía a uno pensar que en cualquier momento podía echar a andar con los hombros caídos en dirección a Belén. Quizá fuese su cartera. En Brentano y Strand tienes que dejar los bolsos y maletines en la entrada; sin embargo a mis clientes se les permite entrar con ellos y a veces sus bolsas son más pesadas cuando se van que cuando llegan. El negocio de los libros de segunda mano es precario en el mejor de los casos, y resulta muy desagradable ver que el género desaparece por la puerta de ese modo.
Pero nunca veré esos setos perder el color
a gotas, ni veré el palo alto de un barco en
nuestro viejo puerto. Dicen que estoy muriéndome,
quizá ésta sea la razón por la que todo vuelve:
el otoño en Oregón y los faisanes volando.
La mujer dejó escapar un leve suspiro de admiración y cerró el librito de golpe. Luego me lo entregó y me preguntó cuánto valía. Consulté el precio que había escrito a lápiz en la guarda y la tabla de impuestos que tengo pegada en el mostrador. Debido a la última subida, el impuesto sobre las ventas se había puesto en un 8 ¼ por ciento. Hay gente que puede hacer ese tipo de operación mentalmente, pero es probable que no sea capaz de abrir una cerradura con una ganzúa. Dios nos da a todos talentos diferentes, y cada cual hace con ellos lo que puede.
—Doce dólares —le informé—, más noventa y nueve centavos del impuesto.
La mujer puso sobre el mostrador un billete de diez dólares y tres de uno, y yo metí su libro en una bolsa de papel, la cerré con un poco de cinta adhesiva y le di a ella un penique. Cuando cogió la moneda, nuestras manos se rozaron por un momento, y el contacto provocó una pequeña descarga eléctrica. Nada abrumador, nada que a uno pudiera dejarle patitieso, pero se notó, y ella ladeó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron por un instante. El autor de una novela romántica estilo Regencia habría indicado que entre nosotros había habido un mudo entendimiento, pero eso es una tontería. Todo lo que había habido entre nosotros fue un penique.
Mi otro cliente estaba examinando un libro en cuarto encuadernado con bucarán de Matthew Gilligan, S. J. Se titulaba El cato gramático contra el sincogramático. ¿O era al revés? Tenía el libro desde que el anciano señor Litzauer me había vendido la tienda, y si yo no hubiera quitado el polvo a las estanterías, jamás lo habría cogido nadie. Si aquel tipo iba a robar algo, lo mejor que podía hacer era llevarse aquel libro, pensé.
Pero el hombre dejó al padre Gilligan en su estante en el preciso momento en que Mary Carolyn Davies salía de la tienda con mi modosa amante de la poesía. La seguí con la mirada hasta que cruzó el umbral de la puerta (llevaba un traje y una boina a juego; era de un tono ciruela o arándano, o como lo llamen esta temporada, pero el caso es que le sentaba muy bien), y a él lo seguí con la mirada hasta que se acercó al mostrador y apoyó una mano sobre él.
La expresión de su cara, en la medida en que la barba permitía vérsela, era de cautela. Me preguntó si compraba libros, y su voz sonó cascada, como si no tuviera muchas oportunidades de utilizarla.
Contesté que sí los compraba, si consideraba que eran libros que podía vender. Apoyó la cartera sobre el mostrador, y la abrió para dejar a la vista un volumen de gran tamaño, que cogió y me mostró. Se titulaba Lepidópteros, François Duchardin era su autor y versaba sobre las mariposas del Viejo Mundo, que se estudiaban de modo exhaustivo en su texto en francés e ilustraban espectacularmente en sus láminas en color.
—Le falta el frontispicio —me dijo mientras hojeaba el libro—. Las otras cuarenta y tres láminas están intactas.
Asentí y mis ojos se posaron en una página de mariposas de cola horquillada o de golondrina. De pequeño solía perseguirlas con una red de fabricación casera, las mataba con un tarro para envasar al vacío y luego les extendía las alas y las prendía en cajas de puros con alfileres. Debía de tener algún motivo para comportarme de aquel modo, pero no alcanzo a imaginarme cuál.
—Los vendedores de láminas suelen arrancarlas —añadió—, pero este volumen es tan atractivo y está en tan buen estado que he pensado que debía ofrecérselo a un librero especializado en libros antiguos.
Volví a hacer un gesto de asentimiento, mirando esta vez las mariposas nocturnas. Una era una cecropia. Ésta y la luna son las únicas mariposas nocturnas cuyos nombres me sé. Antes me sabía otros.
Cerré el libro y le pregunté cuánto quería por él.
—Cien dólares —respondió—. Es menos de dos dólares la lámina. Un vendedor de láminas cobraría cinco o diez dólares por cada una, y un decorador se los pagaría sin vacilar.
—Es posible —dije. Pasé un dedo por el extremo superior del lomo, donde un rectángulo encerraba unas palabras estampadas: «Biblioteca Pública de Nueva York.» Abrí de nuevo el libro en busca del sello de Retirado. Las bibliotecas se desprenden de libros, de la misma manera que los museos se deshacen de cuadros, aunque el Lepidópteros de Duchardin no parecía realmente un candidato para recibir semejante trato.
—Los recargos por los retrasos en la devolución de un libro pueden llegar acumularse —dije comprensivamente—, pero hay días de amnistía en los que uno puede devolver sin pagar la sanción los libros cuyo plazo de entrega ha vencido. Parece injusto para los que pagamos nuestras multas sin protestar, pero supongo que de esa manera se consigue que los libros vuelvan a la circulación, y eso es lo que importa, ¿no? —Cerré de nuevo el libro y lo metí en la cartera, que seguía abierta—. No compro libros de biblioteca —dije.
—Lo comprará otra persona.
—No lo dudo.
—Conozco a un vendedor que tiene su propio sello de «retirado».
—Y yo conozco un carpintero que mete tornillos con un martillo —dije —. Hay trucos para todos los oficios.
—Este libro ni siquiera ha estado en circulación. Estaba guardado en una vitrina cerrada de la sección de libros de consulta. Sólo se podía pedir prestado mediante una instancia especial, pero a causa de su valor encontraron la manera de evitar que la gente tuviera acceso a él. En teoría la biblioteca debe servir al público, pero se piensan que son un museo y mantienen los libros fuera del alcance de la gente.
—Parece que no ha funcionado.
—¿Por qué lo dice?
—No han conseguido mantener éste fuera de su alcance. De pronto sonrió, mostrando unos dientes limpios aunque mal alineados.
—Puedo sacar cualquier cosa de ahí —dijo—. Cualquier cosa.
—¿En serio? —Diga un libro y lo birlo. Se lo aseguro: podría traerle uno de esos leones de piedra de la biblioteca si pagara razonablemente.
—En este momento estamos un tanto apretados aquí. Dio un golpecito al Lepidópteros.
—¿Seguro que no le interesa? Podría rebajar un poco el precio.
—No vendo muchos libros de historia natural. Pero no se trata de eso. En serio, no compro libros de biblioteca.
—Es una lástima. Es la única clase de libros que vendo.
—Es usted un especialista.
Hizo un gesto de asentimiento.
—Nunca le quitaría nada a un vendedor, a un hombre de negocios independiente que tiene que hacer un esfuerzo por llegar a fin de mes. Y nunca le robaría a un coleccionista. Pero a las bibliotecas... —Irguió los hombros y un músculo vibró en su pecho—. Fui estudiante de posgrado durante mucho tiempo —añadió—. Cuando no estaba dormido estaba en una biblioteca. Bibliotecas públicas y universitarias. Pasé diez meses en Londres y jamás salí del Museo Británico. Tengo una relación especial con las bibliotecas. Una relación de amor y odio, cabría llamarla.
—Comprendo.
Cerró su cartera y echó los cierres.
—En la biblioteca del Museo Británico tienen dos biblias de Gutenberg. Si alguna vez se entera de que una de ellas ha desaparecido, sabrá quién se la ha llevado.
—Bueno —dije—, haga lo que haga, no la traiga aquí.
Un par de horas después estaba bebiendo un agua Perrier en el Bum Rap y contándoselo todo a Carolyn Kaiser.
—Lo único que me venía a la cabeza —dije— era que parecía un trabajo para Hal Johnson.
—¿Quién?
—Hal Johnson. Un ex policía contratado por la biblioteca para localizar libros no devueltos.
—¿Tienen un ex policía para eso?
—No en la vida real —le expliqué—. Hal Johnson es un personaje de una serie de cuentos de James Holding. Se pone a seguir la pista de un libro no devuelto y acaba investigando un delito más serio.
—Que se supone resolverá.
—Pues claro. No es ningún idiota. ¿Sabes qué? Ese libro me ha traído recuerdos. Yo coleccionaba mariposas de pequeño.
—Ya me lo dijiste una vez.
—A veces encontrábamos capullos. He visto la ilustración de una cecropia y me lo ha recordado. Había sauces cerca de la escuela a la que iba y las cecropias solían sujetar sus capullos en las ramas. Nosotros encontrábamos los capullos, los metíamos en tarros e intentábamos que las mariposas salieran.
—¿Y qué sucedía?
—Nada. Creo que nunca llegó a salir nada de mis capullos. No todas las orugas llegan a mariposa.
—Ni todas las ranas llegan a príncipe.
—¿Verdad que no?
Carolyn acabó su martini y llamó a la camarera para que le sirviera otro. Yo tenía todavía bastante Perrier. Estábamos en el Bum Rup, un barucho destartalado pero cómodo situado en la esquina de la calle 11 Este con Broadway, es decir, a sólo media manzana de Barnegat Books y La Casa del Caniche, donde Carolyn se gana la vida lavando y cepillando perros. Aunque su negocio apenas le proporciona a uno nada que le sirva para halagarle el ego, socialmente resulta más útil que el robo de bibliotecas.
—Perrier... —dijo Carolyn.
—Me gusta la Perrier.
—Pero si no es más que agua de diseño, Bernie. Nada más.
—Si tú lo dices.
—¿Tienes una noche ocupada?
—Voy a salir a correr —respondí—, y luego es posible que vaya a dar una vuelta por ahí.
Carolyn empezó a decir algo, pero se calló cuando la camarera se acercó con su martini. Ésta era una rubia con las raíces oscuras y llevaba un vaquero ajustado y una blusa rosa chillón. Carolyn la siguió con la mirada hasta la barra.
—No está mal —comentó.
—Creí que estabas enamorada.
—¿Con la camarera?
—Con la que hace planes fiscales.
—Ah, Alison...
—La última vez que me hablaste de ella —dije—, estabais haciendo juntas un plan fiscal.
—Yo estoy planeando ataques y ella está planeando una defensa. Anoche salí con ella. Fuimos al Jan Wallman, en Cornelia Street, y cenamos una especie de pescado con una especie de salsa encima.
—Debió de ser una cena memorable.
—Bueno, tengo una memoria espantosa para los detalles. Bebimos demasiado vino blanco y escuchamos a Stephen Pender cantar una balada romántica tras otra, tras lo cual volvimos a mi piso y nos pusimos cómodas con un poco de Drambuie y un programa de la WNCN. Me dijo que le gustaba mi Chagall y acarició mis gatos. Mejor dicho, uno de ellos. Archie se sentó en su regazo y ronroneó. A Ubi no le apetecía.
—¿Por qué no salió bien?
—Bueno... es que es una lesbiana política y económica.
—¿Y eso qué es?
—Cree que, debido a su compromiso con el feminismo, es esencial desde el punto de vista político evitar las relaciones sexuales con los hombres. Por otra parte, las relaciones que mantiene en su vida profesional son exclusivamente con mujeres, pero todavía no duerme con mujeres porque no está físicamente preparada para ello.
—Entonces ¿qué opción le queda? ¿Los pollos?
—No lo sé, pero la opción que me queda a mí es subirme por las paredes. No dejé de ofrecerle alcohol y de hacerle insinuaciones, pero no obtuve absolutamente nada.
—Menos mal que no sale con hombres. Probablemente tratarían de explotarla sexualmente.
—Y que lo digas. Los hombres son un asco en ese sentido. Su matrimonio salió mal y por culpa de ello los hombres la sacan de quicio. Por si fuera poco, tiene que llevar el apellido de su marido porque se ha creado su reputación profesional con él, y también porque es un apellido fácil: Warren. Su apellido de soltera es armenio, lo cual le sería muy útil si se dedicara a vender alfombras y no a hacer planes fiscales. No es que planee impuestos exactamente, ya que es el Congreso quien se dedica a eso. Supongo que ella hace planes para evitar pagarlos.
—Yo también lo hago.
—Y yo. Si no fuera tan atractiva, pasaría de ella y lo mandaría todo a freír espárragos, pero creo que voy a intentarlo de nuevo. Después sí mandaré todo a freír espárragos.
—¿Vas a verla esta noche?
Hizo un gesto de negación.
—Esta noche me voy de bares. Un par de copas, un par de risas y quizá ligue. No sería la primera vez que ocurre.
—Ten cuidado.
Me miró fijamente y dijo:
—Ten cuidado tú.
Un par de trenes de metro me llevaron rápidamente a casa. Me puse un pantalón corto de nailon y unas zapatillas de deporte y bajé a Riverside Park con idea de echar una carrerita de media hora. Estábamos a mediados de septiembre; faltaba poco más de un mes para el maratón de Nueva York y el parque estaba atestado de corredores. Algunos eran de mi cuerda, gente despreocupada que, sin ninguna prisa, se hacía cinco o seis kilómetros tres o cuatro veces a la semana. Los demás, que eran los que entrenaban para el maratón, recorrían ochenta, noventa o cien kilómetros a la semana y se tomaban el asunto muy en serio.
Éste era el caso de Wally Hemphill, aunque él estaba siguiendo un programa de carreras largas y cortas, y como el plan para aquella noche era seis kilómetros, acabamos haciéndonos compañía. Wallace Riley Hemphill era un abogado divorciado recientemente. Tenía poco más de treinta años y no parecía lo bastante mayor como para haber estado casado. Había pasado la infancia en algún lugar del este de Long Island y ahora vivía en Columbus Avenue, salía con modelos y actrices y («¡Uf, uf, uf...!») entrenaba para el maratón. Tenía un bufete entre la calle 30 y la 40 Oeste en el que trabajaba él solo, y mientras corríamos me habló de una mujer que le había pedido que la representara en una demanda de divorcio.
—Acepto, preparo los papeles —me contó— y resulta que la muy puta no está casada. Ni siquiera está viviendo o saliendo con alguien. Pero tiene antecedentes. De tanto en tanto algo se dispara en su interior y busca un abogado para entablar una demanda de divorcio.
Le hablé de mi ladrón de libros especializado en bibliotecas. Se quedó consternado.
—¿Que roba en las bibliotecas? ¿Me estás diciendo que hay gente capaz de hacer algo así?
—Hay gente que roba de todo —dije—. En cualquier parte.
—Hay que ver en qué mundo vivimos... —comentó.
Terminé de correr, hice unos estiramientos y fui andando hasta el edificio donde vivo, en la esquina de la Setenta y uno con West End. Me desnudé, me duché e hice unos cuantos estiramientos más. A continuación me tendí en la cama y cerré los ojos durante un rato.
Luego me levanté, busqué dos números de teléfono en el listín y los marqué por turnos. Nadie respondió a mi primera llamada. A la segunda respondieron cuando el teléfono había sonado dos o tres veces. Charlé un poco con la persona que había respondido y luego volví a marcar el primer número y dejé que el teléfono sonara una docena de veces. Una docena de veces equivale a un minuto, pero cuando estás llamando parece más, y cuando es otra persona la que está llamando y tú no respondes, parece una hora y media.
Por el momento todo iba bien.
Tenía que decidir entre el traje marrón y el traje azul, y acabé eligiendo el azul. Casi siempre lo hago, y a este paso el marrón seguirá estando en buen estado cuando sus solapas se pongan otra vez de moda. Llevaba una camisa de algodón con botones para el cuello, y escogí una corbata a rayas que probablemente a un inglés le habría hecho pensar que me habían expulsado de un buen regimiento. Para un americano no habría sido más que una muestra de sinceridad e integridad fiscal. Me hice el nudo bien a la primera y decidí considerarlo un buen augurio.
Calcetines azul marino y mocasines negros de cuero escocés, no tan confortables como las zapatillas de deporte pero bastante más convencionales. Bastante cómodos además, una vez me hube puesto mis complementos ortopédicos a medida. Cogí mi cartera, que era más delgada y elegante que la de mi ladrón de libros, estaba forrada con ultraante de color beige y tenía unos remates de latón bruñidos que lanzaban destellos. Llené sus diversos compartimientos con las herramientas de mi oficio: un par de guantes de goma con las palmas recortadas, una anilla de ingeniosos instrumentos de acero, un rollo de cinta adhesiva, una linterna de bolsillo, un cortacristales, una tira plana de celuloide y otra de acero flexible, y un par de chismes más. Si me detuvieran y registraran legalmente, el contenido de aquella cartera me valdría una invitación del gobernador a pasar unas vacaciones a la sombra.
Aquella idea hizo que se me encogiera el estómago, y me alegré de haberme saltado la cena. Sin embargo, en el mismo momento en que retrocedía ante la imagen de unos muros de piedra y unos barrotes de hierro, noté un cosquilleo familiar en la yema de los dedos y un cierto aceleramiento de la sangre. Dios santo, permíteme superar estas reacciones infantiles, pero, eh... todavía no, por favor.
Metí también un bloc en la cartera y equipé el bolsillo de pecho interior de mi chaqueta con un par de bolígrafos y lápices y una delgada libreta forrada de cuero. El bolsillo exterior ya contenía un pañuelo, el cual saqué, volví a doblar y coloqué de nuevo en su sitio.
Un teléfono sonó cuando ya había salido al vestíbulo y me dirigía al ascensor. Podía ser el mío. Dejé que sonara. Una vez abajo, el portero me miró con expresión de respeto a su pesar. Un taxi se detuvo en el preciso momento en que levantaba la mano para llamarlo.
Di al calvo taxista una dirección de la Quinta Avenida entre la Setenta y seis y la Setenta y siete. Tomó el tramo transversal de la Sesenta y cinco, que cruza Central Park, y mientras hablábamos de béisbol y de terroristas árabes vi cómo otros corredores recorrían kilómetros a toda velocidad. Ellos se divertían mientras yo me dirigía al trabajo: qué frívolo me parecía ahora su pasatiempo.
Le dije al taxista que se detuviese a media manzana de mi destino, le di una propina, salí y eché a andar. Crucé la Quinta Avenida y me confundí con la gente que había en la parada de autobús para mirar con detenimiento la Fortaleza Inexpugnable.
Porque eso era. Un edificio de viviendas enorme y de aspecto imponente construido en la época de entreguerras y que se alzaba veintidós pisos por encima del parque. El Carlomagno, lo había bautizado su constructor, y sus pisos aparecían de vez en cuando en la sección de ventas inmobiliarias del Times del domingo. Unos años atrás había pasado a ser propiedad de una cooperativa, y ahora, cuando sus pisos cambiaban de manos, lo hacían por cifras de cinco ceros. Cifras de cinco ceros elevadas.
De tanto en tanto leía u oía hablar de alguien, de un coleccionista de monedas, pongamos, y archivaba su nombre por si pudiera serme útil en el futuro. Luego me enteraba de que dicha persona vivía en el Carlomagno y le borraba de mi archivo, porque esto equivalía a enterarse de que guardaba sus objetos de valor en la cámara acorazada de un banco. El Carlomagno tenía un portero y un conserje, así como ascensores con ascensoristas y televisores de circuito cerrado. Otros artilugios de circuito cerrado vigilaban la entrada de servicio, las escaleras de incendio y Dios sabe qué más, y el conserje tenía una consola en su mesa en la que podía ver y veía seis o siete pantallas a la vez. En cuestiones de seguridad, el Carlomagno constituía un verdadero objeto de admiración para muchas personas, y si bien podía comprender sin ningún problema semejante actitud, supongo que nadie se sorprenderá si digo que no estaba de acuerdo con ella. Un autobús vino y se fue, llevándose a la mayoría de mis compañeros. El semáforo se puso verde. Cogí mi cartera llena de herramientas de ladrón y crucé la calle.
Al lado del portero del Carlomagno, el de mi casa parecía el encargado de un espectáculo porno de Times Square. El del Carlomagno tenía más galones de oro que un almirante ecuatoriano y por lo menos la misma seguridad en sí mismo. Me examinó de pies a cabeza y se quedó tan tranquilo. No le había impresionado.
—Bernard Rhodenbarr —le dije—. El señor Onderdonk me espera.
Texto cedido por los editores con fines promocionales. Aparece en el libro El ladrón que pintaba como Mondrian. Lawrence Block. Plaza & Janés. 1997. Traducción de Daniel Aguirre Oteiza.
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Lawrence Block (Nueva York, 1938) es un reconocido escritor de novela negra internacionalmente conocido por sus dos sagas de ficción cuya acción se desarrolla en las calles de Nueva York: la del investigador privado y exalcohólico Matthew Scudder y la del ladrón de refinados modales Bernie Rhodenbarr. También es creador de los personajes Evan Tanner (espía de la Guerra Fría), Keller (asesino a sueldo) y Chip Harrison (adolescente siempre en busca de sexo). Block fue nombrado Gran Maestro por la Asociación de Escritores de Misterio estadounidense en 1994.