ENSAYO
Tachas 613 • La bolchevique enamorada • Alejandra Kollontai
Alejandra Kollontai

Vassilissa era una muchacha obrera, de veintiocho años. Trabajaba en una fábrica de géneros de punto. Era delgada, anémica; un hijo típico de la ciudad. El pelo, cortado al rape después del tifus, le crecía en rizos. Lisa de pecho; vestía blusa y falda, y un cinturón de cuero. No era bonita. Sus ojos sí eran hermosos; castaños, cariñosos, observadores. Ojos pensativos, de los que no pueden pasar por alto ninguna pena.
Era comunista. Al comienzo de la guerra se había hecho bolchevique.
Desde el principio odió la guerra.
En la fábrica se había recaudado dinero para el frente; la gente estaba dispuesta a trabajar horas extraordinarias para contribuir a la victoria de Rusia.
Pero Vassilissa protestaba. La guerra era un desastre sangriento. ¿Qué había de bueno en la guerra? La guerra ocasionaba desgracias al pueblo. ¡Se siente uno tan triste al ver a los soldados, a los pobres muchachos conducidos al matadero como ovejas! Cuando Vassilissa se encontraba en la calle un destacamento que marchaba hacia el frente, tenía que volverse para no verlo. Iban a reunirse con la muerte, pero cantaban a voz en grito. Cantaban alegremente como si desfilasen en alguna fiesta. ¿Quién les obligaba a ello? Debían negarse: “No queremos matar a otros hombres». Entonces se terminarían las guerras.
Vassilissa sabía leer y escribir bien. Su padre, que era cajista, le había enseñado. Leía a Tolstoi y le gustaban sus obras. En la fábrica era la única que estaba por «la paz». Podía haber sido despedida, pero todas las manos eran necesarias, y aunque el encargado la miraba con recelo, no prescindía de ella porque no le convenía.
Pronto fue conocida Vassilissa en todo el barrio como persona que estaba contra la guerra y como partidaria de Tolstoi. Las mujeres dejaron de hablarle: no quería tener nada que ver con su país. No amaba a Rusia. Era cosa perdida.
El organizador local, un bolchevique, oyó hablar de ella. Conoció a Vassilissa y le habló. En seguida expresó su opinión: «Una muchacha de carácter. Sabe dónde está. El partido debe utilizarla». Fue admitida en la organización, pero Vassilissa no se hizo en seguida bolchevique. Discutió con los miembros del partido. Les hizo varias preguntas, y se marchó indignada. Después de larga deliberación volvió por su propio impulso, diciendo: “Quiero trabajar con vosotros».
Durante la Revolución ayudó en el trabajo de organización y llegó a ser miembro del Consejo Obrero. Simpatizaba con los bolcheviques y admiraba a Lenin porque se oponía a la guerra de una manera muy resuelta. Cuando discutía con los mencheviques y con los socialrevolucionarios hablaba con sagacidad, con calor, impetuosamente; nunca se quedaba atrás por falta de palabras. Las restantes obreras eran tímidas, pero Vassilissa hablaba sin titubeos siempre que era necesario hacerlo, y todo lo que decía resultaba claro y concreto. Se ganó el respeto de todos sus camaradas.
Durante el Gobierno Kerensky fue candidato a la Duma Municipal. Las chicas de la fábrica de géneros de punto estaban orgullosas de ella. Ahora cada una de sus palabras era ley. Vassilissa sabía cómo dirigirse a las mujeres, hablándoles amistosamente o amonestándolas, según los casos. Conocía las cuitas de todas porque estaba en la fábrica desde niña y porque defendía sus intereses. Algunas veces sus compañeras le decían: “¿No puedes olvidar a tus mujeres? No tenemos tiempo para ocuparnos de ellas; hay cosas más urgentes que hacer».
Vassilissa se enfadaba; discutía con los compañeros y se peleaba con el secretario del distrito. «¿Por qué han de ser los problemas de las mujeres menos importantes? Esta idea es un hábito en vosotros. Por eso están las mujeres tan atrasadas.
Pero no triunfaréis en la Revolución sin las mujeres. La mujer lo es todo. El hombre hace lo que ella piensa o le insinúa. Si conseguís conquistar para nuestra causa a las mujeres, habremos andado la mitad del camino».
En 1918, Vassilissa era una activa militante. Sabía lo que quería, y, por lo tanto, no transigía. Muchos habían perdido el entusiasmo; poco a poco se quedaron rezagados, hasta que terminaron por quedarse en casa. Pero Vassilissa continuaba igual; siempre luchando, siempre organizando algo, siempre insistiendo sobre un punto determinado. Era incansable. ¿De dónde sacaba tantas energías? Estaba delicada. Su cara daba la sensación de que no tenía ni una gota de sangre: era toda ojos. Ojos atrayentes, inteligentes, observadores.
Vassilissa recibió cierto día una carta: la carta larga y ansiosamente esperada de su hombre, su compañero, su amado. Estaban separados hacía ya meses; nada podían hacer para evitarlo. El partido tenía necesidad de movilizar a todos sus miembros.
La Revolución no era un juego; exigía de todos sacrificios. Y Vassilissa ofreció también su sacrificio a la Revolución. Casi continuamente tenía que vivir sin su compañero; siempre muy lejos de él. Arrancada de sus brazos, vivían en extremos opuestos de Rusia. Sus amigas decían: «Mejor es así. Te querrá más tiempo, porque no podrá cansarse de ti». Tal vez fuese cierto; pero la vida sin él era triste.
Verdad es que Vassilissa tenía poco tiempo libre. Desde por la mañana hasta la noche estaba abrumada de trabajo para el partido y para el Soviet local.
Trabajo importante, urgente, apremiante. Pero cuando regresaba a su pequeña habitación, su corazón se enternecía llamando al amado. Se sentaba a tomar té y a pensar. Sentía que nadie la necesitaba; que no tenía compañeros, a pesar de haber estado durante todo el día trabajando con ellos; que aquello por lo que luchaba no tenía ninguna finalidad. ¿De qué serviría todo aquello? ¿Quién lo deseaba? ¿La Humanidad? Los hombres no eran capaces de apreciar el esfuerzo. Hoy, una vez más, los compañeros habían echado a perder algo; se habían insultado y quejado. Parecían no querer comprender que tenían la obligación de vivir para la Sociedad. No lo podían comprender.
Hasta la misma Vassilissa había sido insultada, groseramente maltratada; le habían echado en cara que recibía su «payok» (Tarjeta para la ración.) de obrera. ¡Que el diablo se la llevase! No la necesitaba. Los mismos compañeros la habían convencido. Ahora se sentía sin fuerzas; estaba mareada. Allí sentada, de bruces sobre la mesa, bebía té, y recapacitaba sobre todas las afrentas del día. En este momento no podía ver nada bueno ni grandioso en la Revolución. Sólo fracasos, vejación y lucha. ¡Si su amante estuviera allí! Tendría alguien con quien hablar y descargar su corazón. Y él la acariciaría tiernamente. «¿Por qué tan desanimada, Vasya? Una muchacha resuelta como tú, que no tiene miedo de nadie, retando siempre a todo el mundo,que no pasa nada por alto, está ahora como un gorrión, con las plumas alborotadas bajo el alero.» La levantaría en sus brazos; era fuerte y la podía llevar por todo el cuarto como a un niño. Después le cantaría una tonada. Entonces se reirían. ¡Oh, cómo adoraba Vassilissa a su amado, a su hombre, a su compañero, un guapo muchacho, dulce y cariñoso!
Pensando en él, Vassilissa se sintió aún más desgraciada. ¡Su sotabanco estaba tan triste, tan solo!
Suspiró, y al recoger los cacharros del té se regañó a sí misma. «¿Se puede saber lo que quieres? ¿No deseas más que gozar de la vida? Te gusta tu trabajo.
Cuentas con el aprecio de tus camaradas. Y, además, tienes a tu amado.
¿No es más que bastante, Vassilissa Dementyevena? La Revolución no es una fiesta; todo el mundo ha de sacrificarse. Todo por el bien común. Todo por la causa de la Revolución.»
Así era Vassilissa durante el invierno. Pero ahora es primavera. El sol brilla alegremente; los gorriones pían bajo los aleros. Por la mañana temprano, Vassilissa los contempla sonriendo, porque recuerda que su amante la llamaba gorrión. La primavera cantaba su canción a la vida; cada vez era más difícil trabajar. Vassilissa estaba anémica; tenía una lesión en el pulmón. Vassilissa había organizado una comuna, trabajo que había emprendido por propio impulso y que nada tenía que ver con el trabajo general que realizaba en el partido y en el Soviet. De todos sus trabajos, el de la comuna era el que más amaba. Desde hacía mucho tiempo tenía la idea de organizar una casa modelo, donde prevaleciese el espíritu comunista. No una comuna cualquiera, donde cada uno viviese para sí, donde a nadie le importase su vecino y en donde lo regular fuesen las riñas, las disputas y el descontento; donde nadie estuviese dispuesto a trabajar por el bien común; donde todo el mundo estuviese constantemente pidiendo cosas. No; Vassilissa había plasmado algo completamente distinto. Pacientemente, casi en secreto, preparó la casa. ¡Cuántas dificultades tuvo que vencer! Dos veces le quitaron la casa. Esto le ocasionó innumerables disputas. Pero al fin venció.
Todo estaba organizado; una cocina común, un lavadero, un cuarto destinado a los niños, un comedor, el orgullo de Vassilissa, con cortinas y geranios en las ventanas, y una biblioteca amueblada como el salón de un club.
Al principio todo marchó bien. Las mujeres que vivían en la casa cubrían a Vassilissa con sus insistentes besos. «Eres nuestra madrecita, nuestro ángel custodio. Es demasiado admirable tu labor.» Pero después comenzaron las dificultades. Se rompían todas las reglas de la casa. Era imposible acostumbrar a las mujeres a que no riñesen en la cocina por los pucheros y las cacerolas. Dejaban que los baños se derramasen, inundando la casa. Y cada falta, cada riña, cada desorden traía quejas contra Vassilissa, como si fuese la «patrona», como si hubiera tenido ella la culpa. Los castigos se hicieron necesarios. Los inquilinos se enfadaron, se sentían ofendidos; algunos se mudaron.
Así siguieron las cosas de mal en peor, con riñas y conflictos diarios. Había una pareja de verdaderos revoltosos, los Fedosseyevs, a los que nada parecía bien. Constantemente protestaban, aunque ellos mismos no sabían por qué, y excitaban a los demás.
Y todo porque habían sido los primeros en ocupar la casa y se creían que les pertenecía. Pero ¿qué era lo que querían? ¿Qué era lo que no les gustaba? Vassilissa no lo podía comprender. Y le amargaban la vida, originándole dificultades todos los días.
Vassilissa, fatigada por esta lucha, llegaba incluso a llorar; veía el fracaso de su plan. Todo debía pagarse al contado: el agua y la electricidad. Había que pagar impuestos; los tributos debían cubrirse. Vassilissa se veía bloqueada por todas partes. No veía medio de salir adelante. Nada podía hacerse sin dinero.
Vassilissa trabajaba como una esclava. Quizás sería mejor abandonar el asunto. Pero no era de ese tipo de personas; una vez que se ponía a hacer algo, tenía que conseguirlo.
Fue a Moscú y visitó varias oficinas, día tras día. Se acercó a las más altas personalidades. Todos sus informes y cuentas fueron recibidos favorablemente. Por último, recibió su comuna. Hasta le dieron una asignación para reparaciones. Pero, a pesar de todo, tenía ella que procurar que en el porvenir la comuna pudiera sostenerse por sí misma.
Vassilissa volvió encantada. Sin embargo, los Fedosseyevs se mostraron huraños. Estaban resentidos con ella, como si les hiciera daño que triunfase en la lucha por la existencia de la comuna.
Otra vez comenzaron los disgustos. Ahora se extendía el rumor de que Vassilissa no llevaba bien las cuentas de la casa, que sacaba una pequeña ganancia.
Fue muy duro entonces no tener a su amado. Necesitaba un compañero allegado; le escribió, le llamó. Pero asuntos importantes le impidieron ir.
Tenía un buen cargo, de gran responsabilidad. Tenía que reorganizar los asuntos de la casa comercial donde anteriormente había sido un empleado. Había pasado el invierno lamentándose; era una tarea difícil. Le era completamente imposible alejarse, pues todo descansaba sobre sus hombros. Así es que Vassilissa pasó sola sus contrariedades, soportando la ingratitud humana. ¿Y quiénes eran los ingratos? Los suyos, sus compañeros, los trabajadores. Esto era lo que más la hería. Cuando los Fedosseyevs iban a ser expulsados de la casa, los dos suplicaron a Vassilissa que les perdonase, asegurando que siempre la habían apreciado. Pero Vassilissa no pudo gozar con su victoria. Estaba cansada, agotada, demasiado extenuada para alegrarse. Se sentía enferma.
Volvió al trabajo. Sin embargo, algo había muerto en su alma. Ya no quería a la comuna. Era como si hubiesen atropellado a su hija. Sentía algo semejante a cuando niña su hermano Koly le enseñó un caramelo, y cuando ella se empinaba para cogerlo, él se echó a reír rencorosamente. «Voy a hacer que te dé asco, para que no lo quieras.» Y escupió sobre el caramelo. «¿Por qué no te comes el caramelo, Vassilissa? Está muy bueno.» Pero Vassilissa se volvió, llorando: «¡Sucio! ¡Malo! ¡Cobarde! ¿Por qué me has estropeado mi caramelo?».
Esto era lo que sentía ahora respecto a la comuna. Estaba harta de ella. Es verdad que la dirección continuaba en sus manos, pero su corazón no estaba allí. ¡Si hubiera podido marcharse! Sus relaciones con los vecinos se las habían malogrado. ¿No habían estado contra ella? ¿No habían apoyado a los Fedosseyevs? Y todo, ¿por qué? ¿por qué? Perdió en general su interés por la gente. Antes Vassilissa era más afectuosa: siempre estaba pensando en los demás, compadeciendo a todo el mundo, preocupándose de todos. Ahora sólo pedía una cosa: que la dejasen sola. «No me toquéis. Estoy cansada».
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Alejandra Kollontai (San Petersburgo 1871 – 1952) Revolucionaria, diplomática y política feminista marxista23 soviética. Bolchevique desde 1915, fue la primera mujer de la historia en estar al frente de un ministerio en el Gobierno de una nación. Trabajó en pro de los derechos y libertades de las mujeres y de la modificación de los aspectos de las leyes que hacían a la mujer una subordinada del varón, le negaban derecho al voto y la hacían ganar menos salario y trabajar en peores condiciones que los varones. Algunas de sus obras son La bolchevique enamorada (Oriente, Madrid), La juventud y la moral sexual (Estudios Sociales, Madrid). La mujer nueva y la moral sexual; El comunismo y la familia (Editorial Marxista, Barcelona) y El amor y la moral sexual (Secretariado Femenino del POUM, Barcelona).