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Tachas 627 • Ver de nuevo Verdoux • Jacques Rivette

Jacques Rivette

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Tachas 627 • Ver de nuevo Verdoux • Jacques Rivette

(Monsieur Verdoux [Monsieur Verdoux, 1946], de Charles Chaplin)

¿Existe una mismidad del cine, de la que se derivarían reglas y excepciones? Cuanto más funciona, menos creo en ello; a fin de cuentas, el cine no es otra cosa que lo que los cineastas hacen con él, y la excepción, si lleva el nombre de Eisenstein, Buñuel, o Chaplin, pues bien, puede ser quizá una excepción, pero en todo caso la de la conquista, y que no debe preocuparse de su especificidad puesto que la funda, del mismo modo que Bach o Schoenberg se preocupan menos de instituir una escritura universal que de explorar su propio lenguaje, o Miguel Angel de servir a la pintura (o al cine) que de servirse de ella; el arte prefiere antes ser comprendido que cortejado. Y disponemos de todo el tiempo para admirar el cromo o la pátina con las que un Walsh, un Dwan, un Toumeur, un Minnelli ornan sus cadenas; cuáles son las joyas idiosincrásicas que suspenden en ellas; la elegancia o la desenvoltura con la que las llevan; me resulta cada vez más difícil no pensar, para empezar, en su peso. 

¿Qué es Chaplin? Un hombre libre. Monsieur Verdoux, quince años después, es en primer lugar eso: la película de un hombre libre (para retomar la fórmula de Rossellini cuando habla de Un rey en Nueva York [A King in New York, 1957]). Este tipo de hombre es una excepción; una regla, ya que el Chaplin del El peregrino (The pilgrim, 1923) y de Monsieur Verdoux, el Buñuel de Nazarín (1958) y de El ángel exterminador (1962), el Renoir de La regla del juego (La régle du jeu, 1939) y de Elena y los hombres (Eléna et les hommes, 1956), incluso el Brooks de El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960), el Rossellini de Vanina Vanini (Vanina Vanini, 1961), el Mizoguchi de Gion no shimai(1936), he aquí unos cineastas que tienen algo en común, dejando aparte su mal carácter, y es que no son solamente «directores»; además de una impronta ágil que puede pasar, y pasa a menudo, por rudeza o pobreza, un perfecto pudor en las intenciones que adopta el esquematismo como máscara, y que disimula bajo la rapidez del trazo la riqueza de las contradicciones profundas, un juego, sin límites, de intercambios entre las significaciones y los motores. Verdoux es Charlot, sea, pero también es Verdoux.

Mucho antes: ¿cuál es el objetivo del cine? Que el mundo real, tal y como es ofrecido en la pantalla, sea también una idea del mundo. Hay que ver el mundo como una idea, hay que pensarlo en tanto que concreto; dos caminos, ambos con sus respectivos riesgos. Quien parte del mundo, y se instala en él, se arriesga a no alcanzar la idea: tales son los peligros de la actitud de la «pura mirada», que conduce a someterse al presente, a aceptarlo tal cual, a contemplarlo, como se suele decir, pero, siento temor por ello, igual que las vacas cuando ven pasar los trenes, fascinadas por el movimiento o el color, y con pocas posibilidades de comprender un día lo que mueve esos objetos de fascinación, y los lleva hacia la derecha y no hacia la izquierda. Partir de la idea comporta un riesgo inverso: se cae en ello nueve veces sobre diez, y el campo de la Historia (del cine) está cubierto de los cadáveres de esas películas a las que los ejercicios de respiración artificial no han conseguido más que animar el espacio de una salida. 

Pero esos cineastas (volviendo sobre el tema), partiendo también, según parece, de la idea, o del esquema (y el comienzo, cinco, diez minutos, es a menudo ingrato, árido, sin brillo), recuperan poco a poco la realidad; y es que este esquema no es un esqueleto, sino una figura dinámica, y que la justeza de su movimiento, de su dialéctica interna, recrea poco a poco, bajo nuestra mirada, un mundo concreto: otro y explicado, pero más ambiguo de ser a la vez idea encamada, después realidad imbuida de sentido. Ocurre también que la idea es ya una idea del mundo, una visión conceptual (espectáculo o metáfora): una imagen-idea —sea el grupo de invitados que no pueden salir de una habitación, o el cazador revoloteando como un conejo, o el cadalso ante el convento— sea un «personaje», tal por sus contradicciones que la película no sea más que el descubrimiento metódico de éstas. Verdoux confía una multiplicidad de significaciones no tanto al juego escénico como a la agilidad del actor para inventarlo, diríamos, ante nosotros: puesta en escena alrededor de la interpretación del actor principal, y confundiéndose con esa interpretación. Ya que la acción del actor es creación continua, a la vez centro motor y punto de mira: Chaplin actúa y hace actuar, pero se observa a sí mismo actuando y mira su acto a través de los otros; organiza en el espacio de la pantalla una deflagración del sentido, experimenta una forma de actuar juzgada sobre sus consecuencias, de las cuales pondera ante nosotros, conforme avanza la acción, las fases y los desenlaces: proceso de un hombre de ciencia. 

Chaplin, Buñuel, Renoir; «criaturas de este siglo científico», su proceder es el de un físico o de un entomólogo: el hombre es para ellos un objeto de estudio y de experimentación, pero ese hombre es en primer lugar ellos mismos. Dialéctica implícita en Renoir y Buñuel, mientras que el genio de Chaplin es el de manifestar a plena luz, integrando su mito a su propia persona, su «leyenda» a su mito, la Historia a esta leyenda, y por un sistema de reacciones en cadena, obtener un cuerpo nuevo, irradiado por su actividad, tal y como la Historia, atrapada en la trampa del mito, confiesa sus mitologías. 

Reconstitución de un objeto, «de manera que se manifiesten en esta reconstitución las funciones de ese objeto»: definición, según Barthes, de la actividad estructuralista, que gobierna la totalidad del arte moderno. Así Verdoux, sea Landrú desmontado y reconstruido por Chaplin-Charlot: simulacro, rigurosamente no-simbólico y sin-profundidad, pero formal. «Ni lo real, ni lo racional, sino lo funcional». 

La voluntad de proporcionar una significación, afirmada por la distancia misma que bruscamente toma Chaplin en relación con el papel que interpreta; esta distancia es el acto del hombre, igual que el de Brecht ante su Madre Coraje, de Fautrier ante sus Otages, de Boulez ante sus Structures pour deux pianos: el sentido ha pasado ahí, ha sido inscrito; la obra conserva el movimiento de este tránsito. Es su movimiento: algo a constatar y recuperar. 


 

*Texto aparecido por primera vez en Cahiers du cinéma, n° 146, agosto de 1963. Traducción de Mariana Miracle.

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 Jacques Rivette (Francia 1926 - 2016). Junto con Jean-Luc Godard, Rivette es considerado uno de los directores más influyentes de la "nouvelle vague". Se inicia en el mundo del cine escribiendo para revistas especializadas como "Cahiers du Cinéma". Ferviente admirador de cineastas como Jean Renoir, Howard Hawks y Roberto Rossellini, sus artículos son fundamentales para comprender nociones como la de puesta en escena y la de modernidad. Como cineasta, sus películas proponen una mezcla de géneros y experimentan con la duración y con la improvisación. La singularidad de su obra se evidencia por ejemplo en la creación de un universo habitado sobre todo por personajes femeninos, algo inusual en un movimiento como el de la "nouvelle vague". Entre sus películas más notorias podemos señalar: Paris nous appartient (1961), L'amour fou (1968), Céline et Julie vont en bateau (1974), Le Pont du Nord (1981) y La bella mentirosa (1991).


 

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