ENSAYO
Tachas 629 • Diario Del Ladrón • Jean Genet
Jean Genet

El traje de los forzados es de rayas, rosa y blanco. Si, guiado por mi corazón, elegí el universo donde me complazco, al menos tengo el poder de descubrir en él los numerosos sentidos que deseo: existe una relación estrecha entre las flores y los presidiarios. La fragilidad, la delicadeza de aquellas son de la misma naturaleza que la brutal insensibilidad de estos.[1] Si tengo que representar a un forzado —o a un criminal—, lo adornaré con tantas flores que él mismo, al desaparecer cubierto por ellas, se convertirá en otra, gigante, nueva. Por amor corrí una aventura que me arrastró hacia lo que se denomina el mal y que me llevó a la cárcel. Aunque no siempre son bellos, los hombres consagrados al mal poseen las virtudes viriles. Voluntaria o accidentalmente, se hunden con lucidez y sin quejarse en un elemento reprobador, ignominioso, semejante a aquel en que, si es profundo, precipita el amor a los seres.[2] Los juegos eróticos descubren un mundo innombrable revelado por el lenguaje nocturno de los amantes. Un lenguaje así no se escribe. Se susurra de noche al oído con voz ronca. Al amanecer, se olvida. Al negar las virtudes de vuestro mundo, los criminales aceptan desesperadamente organizar un universo prohibido. Aceptan vivir en él. Su atmósfera es nauseabunda: saben respirarla. Pero los criminales están lejos de vosotros; como en el amor, se apartan y me apartan del mundo y de sus leyes. El suyo huele a sudor, esperma y sangre. Al final, propone la abnegación a mi alma sedienta y a mi cuerpo. Perseveré en el mal por su erotismo. Mi aventura, nunca programada por la rebeldía ni por la reivindicación, solo será, hasta este día, un prolongado apareamiento, cargado, complicado por una extraña ceremonia erótica (ceremonias figurativas que llevan a presidio y lo anuncian). Si es la sanción, para mí también la justificación, del crimen más inmundo, será el signo del más extremo envilecimiento. Este punto definitivo al que conduce la reprobación de los hombres tenía que presentárseme como el lugar ideal de la más pura conjunción amorosa —es decir, la más turbia—, donde se celebran ilustres bodas cenicientas. Deseando cantarlas, me sirvo de lo que me ofrece la más exquisita sensibilidad natural, suscitada ya por el traje de los forzados. Además de por su colorido y por su rugosidad, el tejido evoca ciertas flores cuyos pétalos son ligeramente peludos, detalle que me basta para asociar a la idea de fuerza y de vergüenza todo lo naturalmente más valioso y frágil. Esa asociación, que dice mucho de mí, no se impondría a otra mente, pero la mía no puede evitarla. Así pues, ofrecí a los presidiarios mi ternura, quise ponerles nombres encantadores, designar sus crímenes, por pudor, con la más sutil metáfora (bajo cuyo velo no habría ignorado la suntuosa musculatura del asesino, la violencia de su sexo). ¿Acaso no prefiero imaginármelos así en la Guayana, a los más fuertes, a los más «duros», empalmados, velados por el tul del mosquitero? Y cada flor deposita en mí una tristeza tan grave que todas deben significar el pesar, la muerte. Busqué, pues, el amor en función del presidio. Cada una de mis pasiones me hizo esperarlo, entreverlo, me ofrece criminales, me ofrece a ellos o me invita al crimen. Mientras estoy escribiendo este libro los últimos forzados vuelven a Francia. Los periódicos nos lo anuncian. El heredero de los reyes siente un vacío semejante si la república lo priva de la ceremonia sacra de la coronación. El final del presidio nos impide acceder con nuestra conciencia viva a las regiones míticas subterráneas. Nos han despojado del movimiento más dramático: nuestro éxodo, el embarque, la procesión por el mar, siempre con la cabeza gacha. El retorno, esa misma procesión en sentido contrario, no tiene ya sentido. En mí mismo la destrucción del presidio corresponde a una especie de castigo del castigo: me castran, me operan de la infamia. Sin preocuparse por decapitar nuestros sueños de sus glorias, nos despiertan antes de tiempo. Las prisiones centrales tienen su poder: no es el mismo. Es menor. La gracia elegante, un poco doblegada, acaba desterrada. La atmósfera es allí tan pesada que no queda sino arrastrarse. Reptar. Las prisiones centrales se empinan, más tiesas, más negras y severas; la grave y lenta agonía del presidio era el esplendor más perfecto de la abyección.[3] Finalmente, las prisiones centrales, ahora henchidas de machos malvados, se ven negras de tanta sangre cargada de gas carbónico. (Escribo «negro». El traje de los detenidos —«cautivos», «cautividad», «prisioneros» incluso, palabras demasiado nobles para nombrarnos— me lo impone: es de sayal pardo). Hacia ellas irá mi deseo. Sé que en el presidio o en la cárcel las apariencias suelen ser burlescas. Sobre el pedestal macizo y sonoro de los zuecos la estatura de los condenados siempre deja que desear. Tontamente, su silueta se rompe delante de una carretilla. Frente a un carcelero, agachan la cabeza y sujetan en la mano la capellina de paja —que los más jóvenes adornan, o así querría yo, con una rosa robada que les ha regalado el carcelero— o una gorra de sayal pardo. Mantienen una postura de miserable humildad. (Si les pegan, algo en ellos, sin embargo, se yergue siempre: el cobarde, el traidor, la cobardía, la traición —sumidos siempre en la más pura y dura de las cobardías, en la más absoluta de las traiciones— acaban endurecidos al ser «templados» como el hierro dulce se endurece al ser templado). Se obstinan en el servilismo, qué más da. Sin desdeñar a los contrahechos, a los dislocados, esos son el objeto de mi ternura.
Ha sido necesario, me digo, que el crimen vacile mucho tiempo antes de obtener el triunfo rotundo que son Pilorge o Ange Soleil. Para rematarlos (¡el término es cruel!) fue necesario el concurso de numerosas coincidencias: a la belleza de sus rostros, a la fuerza y a la elegancia de sus cuerpos debía añadirse su gusto por el crimen, las circunstancias que hacen al criminal, el vigor moral capaz de aceptar un destino así, y, por fin, el castigo, con su crueldad, cualidad que permite al criminal resplandecer, y sobre todo ello se extienden oscuras regiones. Si el héroe combate la noche y la vence, es a costa de quedarse con sus jirones. La misma vacilación, la misma cristalización de venturas presiden el éxito de un policía puro. Amo a los unos y a los otros. Pero si adoro su crimen es porque conlleva el castigo, «la pena» (porque no puedo suponer que no la hayan atisbado. Uno de ellos, el antiguo boxeador Ledoux, respondió sonriente: «Antes de cometerlos es cuando habría podido lamentar mis crímenes») en la que quiero acompañarlos para que mis amores se vean colmados de todas las maneras.
En este diario no quiero disimular las otras razones que me hicieron ladrón. La más simple fue la necesidad de comer. No obstante, en mi elección nunca intervinieron la rebeldía, la amargura, la ira, ni ningún otro sentimiento parecido. Con un cuidado maniático, un «celo extremo», preparé mi aventura como se dispone un lecho, una habitación para el amor: el crimen me la puso dura.
Texto cedido para promoción por los editores del libro Diario del Ladrón. Jean Genet. Editorial Cabaret Voltaire. 2023, México
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Jean Genet (Francia, 1910 - 1986). Narrador, ensayista y dramaturgo francés. Como novelista consiguió que escenas eróticas y a menudo obscenas devinieran una visión poética del universo, y como dramaturgo fue un precursor del teatro de vanguardia, en especial de la corriente del absurdo.
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[1] Mi emoción es la oscilación de las unas a los otros. (N. del A.)
[2] Hablo del forzado ideal, del hombre en el que se encuentran todas las cualidades del condenado. (Nota a pie de página del autor añadida en la edición de 1949).
[3] Su abolición me ha dejado tan desamparado que, en secreto, he erigido para mí, y solo para mí, un presidio aún peor que el de la Guayana. Quisiera añadir que si en las prisiones centrales puede decirse que uno está «a la sombra», en el presidio se está al sol. Todo acontece bajo una luz cruel y no puedo dejar de elegirla como signo de lucidez. (Nota a pie de página del autor añadida en la edición de 1949)