ENSAYO
Tachas 629 • Dinero, poder y confianza en el sistema • Mempo Giardinelli
Mempo Giardinelli

La relación entre las literaturas norteamericana e hispanoamericana todavía no ha sido estudiada suficientemente. Sobre las interrelaciones existentes entre ambas literaturas casi no hay bibliografía. Y sobre la influencia que durante décadas ejerció la narrativa de los Estados Unidos sobre los escritores latinoamericanos, lo único que hay son entrevistas o notas en las que diferentes autores la admiten. Por el otro lado, en cuanto a la fuerte influencia que en los últimos años (desde los años 80 del siglo XX, por lo menos) ejercen los autores latinoamericanos sobre los norteamericanos, sencillamente no hay nada. Ni siquiera aceptación.
Hace unos años pensábamos que la influencia de la generación de escritores latinoamericanos del llamado boom iba a empezar a notarse universalmente; ahora no tenemos ninguna duda de que por lo menos desde los años 90 se ha constituido en tendencia (¿moda?) narrativa universal: basta ver cómo las estrategias narrativas de grandes escritores latinoamericanos están hoy presentes en muchos narradores norteamericanos, europeos, asiáticos y africanos (vgr: John Irving y Toni Morrison, Milán Kundera y V.S.Naipaul, Salman Rushdie, Mike Nicols y Haruki Murakami, entre otros).
Esto viene a probar una vez más varias cosas: que la literatura es un entramado complejo; que cuando los escritores son buenos lectores las influencias son inevitables y eso no tiene nada de malo; que de todos modos las influencias solo sirven cuando se aprende de ellas pero se sabe huir enseguida; y que es una tontería eso que dicen algunos escritores: “mientras escribo no leo”.
Como toda gran literatura, la norteamericana del siglo XX tiene caracteres comunes en todas sus expresiones narrativas, y en cualquier género. En este sentido, así como Miguel de Cervantes Saavedra inauguró en el 1600 la novela moderna, y rusos y franceses escribieron las grandes novelas del siglo XIX, las novelas norteamericanas de la primera mitad del XX cambiaron el curso de la historia de la literatura, del mismo modo que en los últimos treinta años de esa centuria las grandes novedades se originaron en América Latina.
Muchas de las novelas escritas en los Estados Unidos en los años 20 y 30 produjeron una revolución en la narrativa universal. Incluso cambiaron la historia de la narración misma, pues hasta el cine y la televisión adoptaron su lenguaje. Como antes lo habían hecho Poe, Harte, Dos Passos, London, Bierce, Lovecraft y O.Henry, los escritores de este período inventaron un nuevo modo de tratar la realidad, de discutir el mundo y de observar la vida cotidiana. En innumerables, magistrales cuentos y novelas narraron los aspectos más miserables de la naturaleza humana, denunciaron los abusos del poder político y la pequeñez de ciertas vidas, y en general discurrieron sobre el individualismo, el racismo, la violencia y la desesperanza. Con textos maravillosos que a la vez resultaron alardes de búsqueda formal, han ejercido una impresionante influencia en todo el mundo. Y gracias a excelentes traducciones, fueron leídos y apreciados por los lectores y escritores latinoamericanos de varias generaciones.
Como ya hemos visto, los orígenes de la novela policial se remontan a folletines del siglo XIX en los que solía haber narraciones de crímenes y misterios y en los que ocasionalmente actuaban policías y delincuentes. Por lo menos desde De Quincey es una idea aceptada que “los crímenes son populares”, ya que reciben amplio tratamiento en los periódicos sensacionalistas que los difunden masivamente. Algunos autores del XIX gozaron de extraordinario prestigio popular, como fue el caso de Arthur Conan-Doyle, cuya obra determinó dos de las características más notables de la literatura policial: por un lado, su misma popularidad y falta de pretensiones la condenó a ser una literatura de segunda categoría. Por el otro, su carácter moral en la lucha del "bien” contra el “mal”, jamás dejaría de peculiarizar al género.
El aporte de los tough-writers o escritores duros norteamericanos le agregó violencia, humanidad y sobre todo credibilidad en tanto se ocuparon del crimen como parte del mundo real. E intentaron lo que Martini llama “una aproximación y una respuesta al problema de la violencia”. Es que la realidad estaba fuera de la ficción, y eso justamente es lo que incorporó el género negro: la jungla se encuentra apenas salir a la calle y enfrentar sus peligros, meterse en el suburbio, en la miseria y el racismo de la violenta cotidianeidad de la sociedad norteamericana, tan individualista como inhumana. Esos fueron los materiales que trabajaron los autores del género y muchos otros (de antes y de ahora) que no siempre son considerados negros, como William Faulkner, Erskine Caldwell, Nathanael West, Carson McCullers, James Baldwin, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Richard Wright, Truman Capote, J.D. Salinger, J.P. Donleavy, Patricia Highsmith, Raymond Carver, Eudora Welty, John Irving, Donald Barthelme, Paul Auster y tantos más.
Aunque pensamos que la literatura negra no norteamericana con mayor personalidad es la francesa, cada vez hay más textos en nuestro continente que permiten advertir la existencia cabal de una novelística negra latinoamericana. Es indudable que la novela policial ha ejercido una extraordinaria influencia sobre la moderna narrativa latinoamericana, y esa influencia deviene, casi completamente, de la novela negra estadounidense. Esa "norteamericanidad” está en el espíritu mismo que recorre los textos de la mayoría de los escritores latinoamericanos de lo que se ha dado en llamar el post-boom y no es otra cosa que el crudo realismo de la acción novelada, la rudeza y verosimilitud de los diálogos, y hasta la posibilidad de representación dramática que tiene la narrativa norteamericana: es un hecho que ha sido el gran manantial proveedor de temas y tramas para la industria del cine y la televisión. Y ese carácter esencialmente estadounidense ha extendido su influencia a otras literaturas: lo han asimilado autores europeos del género (Hadley Chase, Cheeney, Giovanni, P.D.James, Vázquez Montalbán, Ambler y Francis, entre muchos otros) y obviamente también los latinoamericanos.
Por supuesto que la dureza y la violencia no son características exclusivas del género negro. Son más bien caracteres generalizados de casi toda la narrativa norteamericana desde fines del XIX, como si toda ella fuera una constante y fogosa discusión sobre el racismo y la violencia, pero que a la vez contiene una intrínseca confianza en las posibilidades correctivas del sistema. Y es que racismo y violencia, como dinero y poder, y corrupción y crimen, fueron ingredientes utilizados por Hammett y Chandler para crear el estilo narrativo y la estructura argumental que dieron perfiles definidos al género negro.
Desde ya que esos ingredientes están en autores “duros” anteriores, como London, Dos Passos y algunos otros a quienes tradicionalmente rao se considera dentro del género policiaco, y que dejaron huellas profundas en las letras hispanoamericanas. Martini, en la presentación a Di adiós al mañana, dice: “El mundo de la obra de McCoy es sin duda el mismo de Hammett o de Chandler, pero su expresión literaria, feroz y desesperada, avanza por una zona de la literatura negra en la que no sería del todo aventurado situar también a Erskine Caldwell con El camino del tabaco, y a Nathanael West con Miss Lonely hearts y La plaga de la langosta.
El mundo académico de los Estados Unidos está obviamente plagado de disertaciones sobre literatura norteamericana, así como la hispanística no deja de fatigar los mismos temas y autores latinoamericanos. Pero lo que no parece haberse estudiado son los vínculos entre ambas literaturas, y mucho menos el género negro como uno de los vehículos más eficaces de penetración. Quizás porque la realidad violenta y despiadada llegó a Hispanoamérica en forma de colecciones populares de circulación masiva, obviamente desdeñadas por los círculos académicos y por casi toda la intelectualidad. Pero llegó y lo hizo en forma de libros de bolsillo, excelentemente traducidos y en ediciones baratas que pulularon en los años 40 y 50 y que hoy son buscadas por los coleccionistas en las librerías de viejo. Para los latinoamericanos esos libros equivalieron a las pulp magazines e inundaron kioscos y puestos de periódicos de todo el continente. Fueron las colecciones Cobalto, Débora, Pandora y Linterna (de la editorial Malinca, de Buenos Aires), Rastros y Teseo (de la también porteña editorial Acmé), Policiaca y de misterio (de editorial Novaro, de México), y Jaguar y Caimán (de la también mexicana editorial Diana). Sumadas ellas a colecciones mejor presentadas y de venta en librerías, y por ende más prestigiosas, como la Serie Naranja de Hachette, de Buenos Aires, y la extraordinaria El Séptimo Círculo que para Emecé Editores crearon Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en 1945 y que cumplió un rol fundamental: durante más de cincuenta años incluyó todas las variantes y “descubrió” en lengua española a casi todos los escritores del género.
Es obvio que siempre ha llamado la atención la inmensa popularidad de la literatura policial. Precios accesibles, un mercado ávido y una oferta incesante de títulos, desde hace décadas imponen el género en todo el mundo. Acaso por esa misma popularidad —y por los prejuicios que siempre despierta lo popular— es que fue tan resistido el reconocimiento a esta literatura, considerada solo “evasiva”. Con tirajes de fácil trepada a los 15.000 ejemplares (que hoy harían poner rojos de envidia a los editores latinoamericanos) y a muy bajo precio, estos “libritos” coparon los mercados de Hispanoamérica e hicieron conocer no solo a los "maestros” del género sino que también permitieron descubrir a autores como McCoy, Gruber, Goodis, Williams, Brewer, y en una segunda línea a otros como Brett Halliday, Ed McBain, Talmage Powell o Richard Prather. Incluso consagraron a autores popularísimos como Mickey Spillane, padre del detective fascista Mike Hammer, quien tuvo más fortuna en la televisión del postmaccartismo que en la literatura (por suerte para la literatura).
La influencia norteamericana ha sido reconocida por muchos narradores hispanoamericanos, y no solo del género negro. Hoy puede asegurarse que no hay escritor latinoamericano contemporáneo que, en su juventud, no haya sido fanático o frecuentador habitual de esta literatura. Y eso ha dejado su huella más allá de que cada uno/una luego se haya inclinado hacia otros géneros. Lo indudable es que buena parte de la formación literaria de casi todos los autores del boom y de los que vinieron luego fue la novela negra norteamericana.
Esa influencia es presencia en muchísimos autores. Es un sayo que les cabe a Rodolfo J. Walsh, Juan Sasturain y el multicitado Martini en Argentina; a los chilenos Poli Délano y Ramón Díaz Eterovic; a los cubanos Ricardo Pérez Valero y Luis Rogelio Nogueiras; y en México al incomparable Rafael Bernal, a María Elvira Bermúdez y a Paco Ignacio Taibo II, Rafael Ramírez Heredia, Eugenio Aguirre y tantos más.
Por fortuna, esta influencia no ha sido tan determinante como para llevar a estos autores a la imitación. Al contrario: cada uno a su modo ha sabido adaptar el estilo, la manera de mirar la sociedad y las formas narrativas, aplicados a la propia idiosincrasia. Y ello (aunque no es la única vertiente de la actual narrativa latinoamericana, desde luego) a pesar de las enormes diferencias de la realidad de América Latina con respecto a la de Estados Unidos.
El crítico y escritor chileno Jaime Valdivieso sostiene que si el deslinde es el río Bravo, al norte hay puritanismo y empresa mientras que al sur hay catolicismo y feudalismo. “Son los factores —afirma— que nos separan de cuajo a latinoamericanos de norteamericanos, así como nuestra narrativa: personajes impulsados, desde adentro, por una conciencia moral bíblica y una voluntad de acción demoníaca, por un lado; personajes apáticos, fatalistas, alienados por fuerzas externas: la sociedad, la naturaleza, el Estado, por el otro; en nuestra narrativa, más que actuar los hombres sobre los hechos, éstos actúan sobre ellos.” También Carlos Fuentes se ha referido a esas diferencias, cuando habla del papel preponderante que ha jugado en los latinoamericanos la naturaleza “devoradora”, “impenetrable”.
Muchos de los caracteres de la novelística norteamericana, si bien no se han "reproducido" en Latinoamérica, sí se han reflejado —y se reflejan— en formas propias. Casi no hay novela policial latinoamericana que no aborde aunque sea tangencialmente las formas propias de racismo, violencia y desesperanza. No podría afirmarse que lo abordan “debido” a la influencia norteamericana, pero sí que el tratamiento norteamericano de esos caracteres ha influido en la narrativa de América Latina de los últimos, por lo menos, cincuenta años.
Claro está, nuestros tratamientos tienen sus propias particularidades. El dinero y la corrupción, por ejemplo, han merecido un abordaje diferente. En la literatura estadounidense siempre ha jugado un papel capital, como si fuera el verdadero Dios de los norteamericanos y puede decirse que está presente en todos los autores del género negro como una motivación esencial (el género se define por la presencia del crimen, y el dinero funciona como un disparador de crímenes). Pero la obsesión por el dinero no se observa como determinante en la literatura latinoamericana, y tampoco en nuestra narrativa policial. No se podría decir que los relatos de Soriano, Díaz Eterovic o Taibo II tengan al dinero como motivación principal de sus personajes. Y es que si el núcleo en los autores del norte es el dinero, en los del sur el núcleo está en las diferencias sociales que provoca la tenencia —o carencia— de dinero.
Ellos describen las miserias de las luchas por la posesión y la acumulación del dinero: Ross MacDonald le hace decir a Lew Archer: "No puede usted culpar al dinero de lo que produce en las personas. El mal está en las personas, y el dinero es el pretexto que utilizan. Se vuelven locos por el dinero cuando han perdido los otros valores”. En cambio en nuestra literatura, más importante que el dinero son los efectos de su injusta distribución. Lo cual resultó más marcado aún sobre el final del siglo XX, cuando América Latina vivió su propia Gran Depresión: crisis económica y política, marginación social derivada del desempleo, distancia abismal entre clases sociales, degradación individual y familiar y una represión siempre amenazante, formaron parte del paisaje.
Ahora bien, además de la tenencia de dinero los escritores norteamericanos tratan otro tema casi invariable: la corrupción. Policial, política, económica o moral, es siempre un elemento potencialmente presente en toda novela negra. La coincidencia radicaría teóricamente, entonces, en el basamento político-ideológico de la corrupción en tanto factor de corrosión y deterioro moral. Eso es común a este género tanto en Hispanoamérica como en Norteamérica. Pero el dinero —y su poder corruptor— mantiene las diferencias en cuanto a la actitud práctica de los hombres.
La relación de los norteamericanos con el dinero ayuda a comprender su relación con el poder, también diferente entre nosotros. A veces sorprende la soledad abrumadora del norteamericano medio, producto del exceso de invidualismo. Ese desamparo, en las novelas negras, siempre acaba por enfrentarlos a una “última esperanza”: dar el golpe que los quitará de la pobreza; salvarse de la inculpación de un crimen; cruzar la frontera y huir a México, etc. Ese vivir al límite los condena a un aislamiento que suele desencadenar violencias que terminan por aniquilarlos. Los latinoamericanos, en cambio, no parecen estar tan aislados. Al vivir en sociedades menos individualistas, en las que el destino común —aunque desdichado— es compartido, se tiene mayor conciencia de que el destino es común, no solo individual. La soledad del protagonista de la novela negra hispanoamericana es por eso menos trágica, a veces hasta humorística, dotada de una dosis de esperanza que no siempre el autor quiere mostrar al desnudo, acaso por pudor.
El individualismo tiene más que ver con la sociedad norteamericana, y también con su tradición literaria donde el muchacho heroico, aventurero y triunfador es un clásico. Por eso las novelas negras resultaron en cierto modo contestatarias mediante la creación de antihéroes. “Las personas elegidas por McCoy como protagonistas de sus novelas —dice Martini en el prólogo a Luces de Hollywood —están al margen de esas leyes (las que rigen al sistema); se enfrentan, voluntariamente o no, con ellas, luchan solas, desamparadas y sin esperanza contra un poder infinitamente superior que es capaz de asimilar, de tolerar la rebeldía mientras la rebeldía no sea capaz de alterar sustancialmente el orden impuesto".
La relación de un norteamericano con el poder es bien distinta de la de un latinoamericano: ambos se resisten, pero el primero está convencido de que puede “hacer algo" para cambiar las cosas, aunque dentro de los márgenes del propio sistema, porque en su conciencia confía en las virtudes del mismo. El norteamericano está educado en la convicción de que el sistema es flexible y amplio, es mutable, se adapta a los tiempos modernos, y si uno se esfuerza y protesta uno consigue modificarlo. Por esa confianza esencial en el sistema político-social y en su capacidad correctiva, hay la convicción de que las posibilidades son infinitas y están al alcance del esfuerzo y el valor personal, y por eso se aprecian tanto la audacia y el individualismo. La rebeldía es individual y puede ser una heroica, fascinante aventura. Pero individual. El norteamericano en última instancia siempre se somete al poder, y lo acepta porque así fue educado: “La ley”, en abstracto, es sinónimo de referente de conducta. Un policía es “la ley”; y la gente vive “dentro de la ley” o “al margen de la ley". Una visión maniquea, desde ya, pero que se corresponde con el maniqueísmo norteamericano. Son un pueblo trabajador, lleno de buenas intenciones y nobles sentimientos, y quizás desde ahí sienten que aun todo lo malo que sucede puede cambiarse y mejorarse. Jaime Valdivieso lo ha dicho muy bien.— para ellos “no existe el inmenso hueco entre la realidad político social presente y la posible, causa constante de la frustración para el escritor y el intelectual latinoamericano”. Casi todos los escritores norteamericanos, aun los más críticos, en el fondo siempre han confiado en las virtudes profundas del sistema y en su capacidad regenerativa, acaso con las únicas excepciones de McCoy, Thompson y sobre todo Himes.
En América Latina, en cambio, es muy difícil encontrar un escritor que confíe en el sistema de su país. Casi nadie se fía del poder establecido, más bien se vive en constante sublevación frente a él y aunque se quisiera modificarlo es un hecho que se ha ido perdiendo la fe. También estamos llenos de buenas intenciones y nobles sentimientos, claro está, pero para muchos de nosotros la vida consiste en una constante rebelión. Vivimos en disidencia eterna y además debemos hacer enormes esfuerzos para mantener nuestra fuerza, nuestros ideales y nuestro espíritu de lucha. De hecho hacer cultura, en América Latina, es resistir, resistir todo el tiempo.
Por supuesto que no somos mayoría los que pensamos así. Muchos, muchísimos de nuestros intelectuales bajan los brazos, algunos se entregan a la seducción y la comodidad del poder, y muchos otros están convencidos de que nuestros males son tan irreversibles que todo lo malo que sucede es una simple antesala de lo que vendrá, que siempre será mucho peor. Hay entonces un mayor escepticismo, un enorme cinismo y esa sensación de frustración de que habla Valdivieso.
El escritor latinoamericano también exige mejores condiciones de vida, pero el dinero en sus obras es solo un medio, no un fin ni una razón. La corrupción no es una desviación; son causas profundas que corregir. El poder no es una flexibilidad; es un objetivo a alcanzar para cambiar las cosas. La política no es un servicio ni una carga pública; es una pasión hija de la desesperación. Y la literatura, claro, no solo es evasión y entretenimiento. Puede ser también —y en muchos casos lo ha sido— un arma ideológica.
Texto cedido para promoción por los editores del libro El género negro. Mempo Giardinelli. Capital Intelectual. 2013, Argentina.
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Mempo Giardinelli (Argentina, 1947). Narrador, ensayista y poeta. Radicó en México de 1976 a 1984. Ha sido jefe de redacción de Expansión; corresponsal de Excélsior en Argentina. Colaborador de revistas y periódicos como Comunidad, Excélsior, Expansión, Hispamérica, La Brújula en el Bolsillo, La Tarde, Nimrod, Página/12 (Argentina), Plural, Puro Cuento y The Buenos Aires Herald. Becario inba/fonapas, en narrativa, 1977. Ha impartido cursos de periodismo y literatura en la Universidad Iberoamericana, la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) y la Universidad de Virginia (Estados Unidos), además de haber dictado cursos y seminarios en diferentes universidades de América y Europa. En Argentina funge desde 2004 como asesor del Ministerio de Educación de la Nación y del Plan Nacional de Lectura; es también consultor de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (conabip), la Asociación de Bibliotecarios Graduados (abgra). Durante el periodo 2007-2017 formó parte de la Comisión Provincial por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires. En 1996 creó la provincia argentina de Chaco la fundación que lleva su nombre, dedicada a la promoción de la lectura. Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 1983 por Luna caliente. Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 1993 por Santo oficio de la memoria. Premio Grandes Viajeros 2000 (España) por Final de novela en Patagonia. Premio Grinzane Montagna 2007. Premio Pregonero de Honor 2007 (Argentina). En 2008 recibió el Premio de Honor a la Trayectoria Literaria en las Letras Hispanoamericanas. Entregado en el XXX Simposio Internacional de Literatura Porto Alegre, Brasil. Premio Acerbi 2009. En 2010 recibió el Premio Democracia, que otorga el Senado argentino. Premio Andrés Sabella 2013 (Chile). Recibió en 2006 el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Poitiers, Francia. Su obra ha sido traducida al alemán, árabe, coreano, croata, francés, griego, inglés, italiano, portugués, ruso, serbio y sueco.