sábado. 20.04.2024
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ENSAYO

Sobre la necesidad de perder la esperanza

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Sobre la necesidad de perder la fe, la esperanza y la caridad, Foto cortesía: El País
Sobre la necesidad de perder la esperanza

 

¡Qué mayor motivo de orgullo que ser ciudadano! Consiste ello para los pobres en mantener a los ricos en su poder y su ocio. A ese fin deben trabajar bajo la majestuosa igualdad de la ley, que prohíbe al rico lo mismo que al pobre dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y hurtar el pan.
Anatole France

 

Hay malestares que exigen alzar la voz. El que ahora experienciamos deriva de la situación actual que, en general, alcanzamos a percibir en el mundo. Esto, por supuesto, no tiene nada de original, prácticamente todos experiencían sus propios malestares desde su perspectiva general de mundo. No obstante, la mayoría de las posturas que intentan reaccionar a esto nos resultan insatisfactorias, en general, carentes de radicalidad.

Abordar un problema de manera “radical” no significa ni extremismo ni fundamentalismo, sino, sencillamente, que intenta “ir a la raíz”. La mayoría de las actuales posturas “críticas” no parecen estar preocupadas por ir a la raíz del problema, pues ésta queda siempre protegida por la esperanza de que, jugando bajo las reglas de la configuración actual de poder, es todavía posible mejorar considerablemente las cosas: mientras la esperanza invoca "cartillas morales" partiendo de cierta fe, la crítica radical busca poner en cuestión hasta sus más entrañables certezas, invocando, desde la historia, los orígenes vergonzosos de éstas.

La corrupción, por ejemplo, resulta uno de los más grandes fetiches de la crítica actual. Desde quienes consideran que bastaría erradicarla para que el actual “sistema” funcione, hasta la “crítica” pretendidamente anticapitalista que no consigue entender a la corrupción como un efecto secundario que necesariamente acompaña a este modelo económico, preocupándose más por las “decisiones egoístas” de esas “malas personas” que se benefician de ella y la alimentan.

La excesiva atención al espectáculo de la corrupción es uno de los modos más claros en que hoy la crítica no consigue ser radical. Por el contrario, una crítica radical podría hallar usos de la corrupción capaces de volver ineficientes algunos ejercicios de poder institucionales. Sólo desde la ingenuidad podría equipararse, por ejemplo, la evasión de impuestos de la empleada doméstica con la del banquero. Peor aún, las últimas décadas han demostrado ampliamente cómo se legaliza, y hasta se premia, la corrupción del banquero, al tiempo que se van incorporando nuevos instrumentos para la captación de impuestos de empleados (como la fiscalización de cuentas de ahorro y tarjetas de crédito). En el límite, en países ejemplarmente neoliberales, la corrupción se integra a las leyes para alimentar el simulacro de que está siendo erradicada.

A pesar, pues, de que es casi seguro que la mayoría de los individuos están a disgusto con la situación actual, sólo pequeñas minorías consideramos que un verdadero cambio sólo puede ser radical. No obstante, quienes lo hacemos, no conseguimos visualizar un “afuera” de la configuración de poder actual. Esta ausencia de una representación utópica para muchos es una debilidad, mientras que la postura propositiva no deja de parecernos una manifestación de la ceguera respecto a la raíz del problema, específicamente, una producción eficiente del dispositivo de la esperanza.

En su último artículo publicado en vida, La vida: la experiencia y la ciencia, Michel Foucault remite a un cierto vitalismo. La vida es la gran discontinuidad, lo contingente y lo impredecible, lo que constantemente deja de ser lo que es, e inevitablemente escapa a toda captura que de ella intentan hacer los dispositivos, obligándolos a un permanente actualizarse, y volviéndolos eventualmente obsoletos. Este vitalismo es una invitación estrictamente antigubernamental: frente al kypernétes (“timonel” en griego, de donde deriva nuestra palabra “gobernante”) que conoce bien su destino para llevar al barco y a la tripulación a buen puerto, el crítico apunta a la vida, a su constante errar.

El problema de raíz, como lo percibió Walter Benjamin, está en pensar que hay que construir una vía que lleve al tren al destino correcto, cuando de lo que se trata es de descarrilarlo. No se trata de asaltar la locomotora para que otros (por ejemplo, "los incorruptibles") tomen los controles, ni siquiera de volverlo inoperante para construir otro; se trata de frenar y bajarnos a errar. ¿Y qué nos detiene a hacerlo?

La hipótesis ante el malestar que nos hace alzar la voz, es que en Occidente se configuró un dispositivo de identidad que hace que cada ‘sí mismo’ sea el primer gran muro de contención al que se enfrenta todo “dejar de ser lo que se es”.  Y hay un aspecto del dispositivo de identidad que nos resulta prioritario volver inoperante: la “internalización” que produce cierto tipo de imperialismo, uno que precisamente parece haber sido extraordinariamente eficiente gracias a su amparo en el ‘sí mismo’ de todos aquellos que, directa o indirectamente, en mayor o menor medida, nos hallamos en sujeción a él, y que llamaremos ‘imperialismo cristiano’.

El imperialismo cristiano está en el núcleo del imperialismo capitalista, siendo el progreso el nuevo evangelio que metaboliza en un simulacro alquímico la violencia en caridad salvífica: desde el empresariado que genuinamente cree que está haciendo la loable labor de poner comida en la mesa de sus empleados y sus familias, hasta los grandes bancos internacionales que “llevan el progreso” a los “subdesarrollados” a cambio de algunos recursos naturales que, además, no han sabido aprovechar por ignorancia o carencia de recursos financieros; vienen a hacer el favor de darnos un empujoncito para que, en la caída al precipicio, aprendamos a volar, con la misma fe con que los misioneros evangelizaban, y con la misma violencia con la que los colonizadores abrían el camino a la salvación.

Pero este imperialismo no es meramente corporal, esta violencia no es únicamente represiva y asesina. Se trata de replicar una cosmovisión, se trata deproducir sujetos agradecidos por el empleo, por el préstamo, por la nueva tecnología, por la Revelación y las buenas intenciones. El efecto tanatopolítico (políticas de la muerte) está sustentado en una política del bíos, en una biopolítica entendida como gobierno de los modos de vida. Nos saquearon y masacraron, es cierto, pero también nos trajeron esperanza, la más efectiva que se ha inventado, la de una gozosa vida eterna después de la muerte, o el día de hoy, la esperanza de la eventual seguridad (sobre todo y en principio, financiera). El burro produce más cuando se sabe dónde golpearlo, pero es incluso más eficiente si tiene una zanahoria que perseguir.

Nacimos pecadores y nuestra carne nos induce al mal, por lo que será un gran esfuerzo alcanzar la salvación, pero no hay nada más digno que cargar esa cruz tal como el mesías lo hizo. De manera similar, en un mundo que se presume (y se manufactura) de recursos escasos, no hay nada más digno que el trabajo: la democracia creadora de oportunidades garantiza la libertad de que, si eres un buen empresario de ti mismo (es decir, un “neopenitente”), consigas el éxito. Se trata de la garantía de culpabilidad que el gran don del libre arbitrio actualiza constantemente en todos aquellos que pretendan salvarse.

Pero, así como la carne es el centro de gravedad de la cruz del cristiano medieval, su peso se volvería prácticamente imperceptible si no fuera por el ‘deber ser’ que supone el amor cristiano (cáritas). Se vuelve necesario ir definiendo y hasta codificando el comportamiento del sujeto cristiano, para que exista siempre una cierta posibilidad de salvarse, y si hay una virtud que enfatiza una Ética cristiana, es sin duda alguna la caridad, que asociada a la fe y a la esperanza, constituye un dispositivo que debe integrar, que debe mejor saturar a cada dispositivo de identidad de cada cristiano. Si el individuo se entrega a Dios, es decir, a estas virtudes (y luego a todas las que derivan de ellas), ya sólo depende de la impredecible gracia de, después de todo, el más bueno y misericordioso ente que haya inventado el pensamiento.




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