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Disfrutes Cotidianos • Identidad vital sin señas particulares • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

Las tres muertes de Marisela Escobedo (Pérez Osorio, 2020)
Las tres muertes de Marisela Escobedo (Pérez Osorio, 2020)
Disfrutes Cotidianos • Identidad vital sin señas particulares • Fernando Cuevas

 

Quizá lo único más doloroso que perder a un hijo sea no saber qué fue de él. Ante la falta de noticias después de varias semanas sobre el paradero del adolescente casi niño (Juan Jesús Varela), y a pesar de las enormes dificultades para emprender la búsqueda, su madre Magdalena, campesina de cerca de cincuenta años (Mercedes Hernández, incansable), viaja desde San Felipe, Guanajuato, rumbo a la frontera entre México y Estados Unidos para averiguar qué pasó con el joven, quien se fue a buscar suerte a Arizona en compañía de un amigo cuyo cuerpo sí fue angustiantemente identificado por su madre.

Son las duras batallas que se libran en un contexto de injusticia, falta de apoyo y graves riesgos, como se vio en el incisivo documental Las tres muertes de Marisela Escobedo (Pérez Osorio, 2020), acerca de una mujer que intenta denodadamente que el feminicidio de su hija no quede impune, y en Tempestad (2016), en el que Tatiana Huezo sigue a dos mujeres víctimas de la injusticia generalizada en sus respectivos viajes, en busca de valiente reparación, por un entorno dominado por el poder de la violencia, donde la ley queda supeditada al control de los criminales. Lucha que también libra esta madre, atravesando fantasmales poblados, campos inhóspitos y minados, territorios en los que no conviene hablar en voz alta o levantar la mirada y apenas se puede dormir ante la amenaza permanente, aunque lo suficiente para soñar con el hijo extraviado.

En principio apoyada por el padre del otro muchacho ya identificado como muerto, Magdalena emprende el trayecto y desde la misma carretera se plantea el hostil ambiente, con una camioneta que se les empareja con música a todo volumen. Se encuentra con una médico que atraviesa por el mismo trance (Ana Laura Rodríguez) y recibe información subrepticia de una empleada de la línea camionera para que vaya a hablar con una mujer que trabaja en el refugio para migrantes, quien le brinda otro dato acerca de un hombre herido que pudo haber estado en el mismo camión que su hijo: mujeres también que ayudan sin ser vistas, como si se tratara de apoyos anónimos que va recibiendo la decidida madre. De ahí se encuentra con otro joven recién deportado de los Estados Unidos (Miguel Illescas), que le ofrece ayuda para dar con la persona que estaba buscando y con quien establece un vínculo solidario.

A partir de un guion propio coescrito junto con Astrid Rondero, la guanajuatense Fernanda Valadez dirige con sensible y crítica mirada Sin señas particulares (México-España, 2020), entregando su primer largometraje con el apoyo en la puntual edición de Susan Korda y del naturalista diseño de arte de Dalia Reyes, tras los cortos De este mundo (2011) y 400 maletas (2015), antecesor de aquél y fruto visual de una larga investigación sobre la violencia que azota nuestro país, privilegiando la perspectiva de las víctimas y sin caer en el apología simplona, sino al contrario, planteando un tono denunciatorio ajeno al panfleto.

Influida por películas de guerra, particularmente las realizadas en los años setenta en Australia según ella misma declaró, la realizadora hizo equipo también con la fotógrafa Claudia Becerril, acentuando esa empatía femenina en la puesta en imágenes, integrando primeros planos en los que los rostros reciben noticias escalofriantes, decepcionantes o esperanzadoras, según el caso, desde voces que surgen fuera del encuadre; los planos abiertos de los paisajes extraviados se entreveran con perspectivas subjetivas por momentos desenfocadas, como si se estuvieran viviendo realidades inverosímiles o incomprensibles, dominadas por alguna diabólica figura en llamas avivadas.

Ausencia del Estado, predominio de la violencia

Las autoridades sólo alcanzan a entregar una carpeta con estremecedoras fotos y solicitan el reconocimiento de los cuerpos, los que alcanzaron a recuperar a sabiendas de que las fosas clandestinas abundan en varias regiones del país; una firma que confirme la muerte y que exima al Estado de continuar su labor de localización de los desaparecidos: gobiernos rebasados e incapaces de cumplir con su función básica en una nación con más de 90,000 mil desaparecidos, como se advierte en El eterno presente (2020), desgarrador corto de Ignacio Rosaslanda enfocado en la labor en Sinaloa de la Tercera Brigada Nacional de Búsqueda durante el 2017 particularmente en Sinaloa, donde se desarrolla el documental Te nombré en el silencio (2021) de Espinoza de los Monteros, en el que se muestra al grupo de búsqueda Las Rastreadoras del fuerte, mientras que en La civil (2021), filme de Teodora Ana Mihaique, se retoma el caso de la activista Miriam Rodríguez, madre cuya hija fue secuestrada.

Además, estamos en una frontera que es también una especie de tercera nación, igual marcada por la desigualdad, el peligro y la esperanza para cientos de miles de personas que tienen que salir de sus lugares de origen por falta de oportunidades, no solo mexicanos sino también centroamericanos, sobreviviendo a la deriva de las aguas políticas en turno, ordenando cierres, contenciones o deportaciones según convenga a los propios intereses en las relaciones bilaterales. Transitan de estados expulsores cuyos indicadores de violencia han crecido como en Guanajuato, donde se desarrolla Heli (Escalante, 2013), a entidades de llegada como Tamaulipas, también marcada como una de las más peligrosas, para de ahí intentar adentrarse en Estados Unidos, con todos los riesgos implícitos tanto en territorio mexicano como en el del país norteño.

Mientras tanto, las bandas criminales se adueñan de territorios y caminos: asaltan y matan en las carreteras, desaparecen personas o realizan reclutamientos forzados de jóvenes para que se integren a sus cárteles; bloquean impunemente los accesos a diversos poblados, otorgando los permisos para entrar o salir, en tanto las policías municipales quedan sometidas en la retaguardia del control y la seguridad, y encienden un infierno que ningún gobierno, desde hace varios años incluyendo al actual, es capaz de apagar, fallando en la estrategia y ejecución o de plano coludiéndose: parece lejana la solución en un país poblado cada vez más por víctimas de la violencia y también por jóvenes que por diversas motivaciones, se suman al mundo del crimen, tal como se revisa en La libertad del diablo (González, 2017), a través de testimonios anónimos.

De espalda todos nos parecemos. La lucha por mantenerse visibles y por encontrar justicia, a pesar de los contextos adversos, permanece entre colectivos y personas que, con valor y decisión desde la sociedad civil y ante la ausencia del estado, emprenden acciones para cambiar esta situación que inunda la realidad de una descorazonadora impotencia. Un filme poderoso, terrible y sensible a la vez, envuelto en un score perpetrado por Clarice Jensen de seca electrónica que acentúa los momentos de ese dolor que consume por dentro, casi imposible de exteriorizar dada su magnitud. Es notable cómo desde la ficción es posible retratar una realidad que tiene herido a este país, todavía sobreviviendo entre llamas para no perder su identidad por causa de la violencia y la impunidad.

 


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