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CUENTO

Cuento • Dime qué te ha sucedido • Julián Herbert

Julián Herbert

Tachas 405 ritmo de primavera
Tachas 446
Cuento • Dime qué te ha sucedido • Julián Herbert

Dime qué te ha sucedido
Que ni a la puerta te asomas
Ya tendrás quien te lo evite
Para mí todo es igual

Canción cardenche

Acababa de hacer la ruta de Estación Marte a la Zona del Silencio cuando supo del paraje de dunas que había por la rampa de Químicas del Rey. Al principio dudó porque su jeep ya pedía mantenimiento, pero andaba a trescientos kilómetros de casa y los deadlines de los proyectos en los que trabajaba (un coffee table sobre el agua en las zonas áridas y una expo colectiva de fotopaisajes que abriría a fin de mes en una galería de Londres) eran para ayer. Así que volvió al desierto.

Desde mucho antes realizó que las llantas se canteaban; sin embargo, su cálculo fue que la tracción aguantaría. Por si la de no te entumas, en Buenavista de Rivera cargó doble ración de agua. Salió de la carretera llena de baches y se internó en un camino de tierra blanca salpicado de mezquites, gobernadoras, lechuguillas, candelillas, yucas y palmas samandocas, hasta perder el horizonte; todo lo que vio después lucía como plata sucia jaspeada de estrías negras. Llegó a las dunas cuando la luz no se sentía ya tan arrebatada. Eran las más fotogénicas del Mayrán: espejeantes, desvaídas. Hizo tomas crudas a manera de prueba. Encontró pianpianito los encuadres y los lentes que mejor le acomodaban. Se le fue haciendo tarde entre disparos, la arena hasta la pantorrilla, y así lo agarró el crepúsculo. Cuando acordó, el jeep yacía a más de un kilómetro, medio tragado por los vientos granulosos de la laguna seca.

Se ató un paliacate al rostro y corrió hacia el auto, mascando tierra. Subió frente al volante y estareó el motor, que respondió como si nada. El brete fueron las ruedas: en cuanto metió reversa, la tracción se apergató. Estuvo dándole un rato, pero qué caso tenía: el jeep estaba atascado. Se resignó a pasar la noche; sacó la chaqueta The North Face del asiento trasero, revisó la provisión de agua y se agenció una botella de coca para orinar de lado. El iPhone no tenía señal, pero al menos había alcanzado a descargar un par de discos nuevos de R&B que se puso una y otra vez en los audífonos. Pasó la noche en duermevela, azotado por los vientos y cagándose de frío y entrando y saliendo de un sueño donde boxeaba en una feria de pueblo con un ángel mecánico mientras los sombrerudos arrojaban cuetes que al estallar en el aire se convertían en una lluvia de vidrios.

Amaneció encandilado, primero por las imágenes mentales y luego por el sol. Pensó que el otoño no tenía grado en el desierto: de pronto todo estaba oscuro, y luego no. Calculó que serían poco más de las siete cuando salió del jeep. Ya se estimaba que en menos de una hora brotaría la resolana. Vació la botella de pet llena de meados a pocos metros del auto y constató que a su cantimplora le quedaban apenas dos o tres buches de agua. El iPhone no tenía pila. El viento helaba todavía, pero no iba a durar. Midió el Este por la posición del sol, comprobó el norte en la brújula incrustada en la cacha de su cuchillo, y emprendió la marcha al Sureste, hacia donde calculó que se hallaban Santa María de Mohovano y la terracería.

Anduvo más de dos horas antes de dar con una brecha. Había una camiseta vieja enredada en un mezquite a modo de mojonera. El sol estaba en el cenit. A la cantimplora no le quedaba más que un chorrito de agua. Sintió los efectos de la insolación, primero, como una jiribilla anciana y enteca pero todavía jovial. Después le vino la cruda: ardor de párpados, garganta seca, dolor de cabeza, coyunturas desguanzadas… Se sentó sobre la tierra, se quitó la camisa y se la enredó en la cara sin importarle que la espalda se le tatemara.

Pasó todavía más de una hora antes de que se escucharan los cascos del caballo. Venía bien herrado; las patas sonaban como lija contra la arena suelta. Lo vio bien lejos: una mancha celeste la camisa del jinete. Avanzaba con pachorra escamada. Cuando lo tuvo cerca notó que era un jovero. Venía cargado de viejos garrafones de pet llenos de agua. Casi no se detuvo.

–¿Qué pues, güero? ¿Se te quemó el motor?

Sin apurarse, alzó la vista hacia el ranchero celeste. Portaba una tejana Resistol barnizada, un cinturón piteado y unas botas Establo de punta chata; como si viniera de un baile.

–Se chingó la tracción. Lo dejé allá adentro.

–Ande no, güero. ¿Qué tal que no me encuentras? No te puedo llevar –y señaló los garrafones–, porque la yegua se me arrana. Pero ahí atrás viene mi hermano con la troca, él te levanta.

El jinete reemprendió la marcha. Güero se puso de pie y dio dos o tres pasos.

–¿No me regalas tantita agua?

–Ahí atrás viene mi hermano con la troca –repitió el otro hombre, y azuzó al jovero. 

No había acabado de perderse el caballo entre la luz cuando empezó a sonar la máquina. Güero la buscó al otro lado del camino. Tardó otro rato, pero al fin apareció: una pick up blanca, destartalada y ochentera. Conforme el mueble se acercaba, pudo constatar la caja repleta de tinacos. Agua. Uno venía sin tapa. A cada brinco y bache, un latigazo líquido caía sobre las llantas traseras. La camioneta se detuvo. La conducía un gordo casi idéntico al jinete del jovero, sólo que un poco más viejo y barbón y enjoyado.

–Ande no, güero. Súbase, hombre.

Trepó al asiento del copiloto. El ansia de agua le tenía la lengua hincada. Jajaba como perro. Cerró la puerta. La sombrita del capacete lo animó. La troca se puso en marcha. El gordo no dijo más. Luego de un minuto, Güero se aventuró:

–¿Me regalas tantita agua?

El gordo lo miró de reojo con reprobación y negó con la cabeza.

–No es mía. Es de la comunidad.

–…Pero la vienes tirando.

–Como quiera no puedo.   

Güero no supo qué decir. Algo como una ira y una tristeza viejas se le atoraron en la garganta reseca. El gordo volvió a mirarlo de reojo y soltó una carcajada. Metió la mano debajo de su asiento y extrajo una pequeña hielera que puso en el regazo del fotógrafo.

–Dime qué te ha sucedido. Pero no te vayas de oquis: tómate una cheve, y después me platicas.



***
Julián Herbert Nació en Acapulco, Guerrero, el 20 de enero de 1971. Narrador y poeta. Radica en Coahuila desde 1989. Estudió Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Coahuila. Ha sido profesor de Literatura en el ITESM, UIA y Universidad Autónoma de Coahuila; editor y promotor en el Instituto de Coahuilense de Cultura; consejero editorial de Diálogo Cultural entre las Fronteras de México y Desierto Modo. Colaborador de Babelia (suplemento de El País, España), Desierto Modo, Diálogo Cultural entre las Fronteras de México, La Jornada Semanal, Periódico de Poesía, Tierra Adentro, Crítica, Letras Libres. Ha traducido poemas de W. H. Auden, George Mackay Brown, Anthony Hecht, Alfred Tennyson y William Carthwright. Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, 1999, 2001 y 2004. Premio de Aforismo Santo Tomás de Aquino, de Monterrey, 1995 por Ni paraíso ni domingo. Premio Gilberto Owen 2003, en poesía, por Kubla Khan. Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2006 por Cocaína. Manual del usuario. Mención honorífica en el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998 por El nombre de esta casa. XXVII Premio Jaén de Novela (España), por Canción de tumba (autobiografía novelada), de la cual se incluye un fragmento en Trazos en el espejo. 15 autorretratos fugaces (Era, 2010). V Premio Iberoamericano de Novela “Elena Poniatowska” 2012 por Canción de tumba. Su obra está incluida en la antología Narcocuentos (Ediciones B, 2014).




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